El toro deambulaba por la plaza, sangrantes los costados, con la mirada nublada. No entendía el alboroto de aquella plaza de toros, discreta en tamaño pero de público escandaloso. Creyó entender, leyendo los labios del picador, que era el toro más bravo al que había pinchado en su vida. Su autoestima se fortaleció tanto como la valentía del torero al enfrentarse a un astado que había soportado con entereza hasta tres puyazos. Estaba al límite de sus fuerzas, pero entraba al quite con elegancia y decisión con la aspiración de cornear ese gran pañuelo rojo que oscilaba con el viento. No sabía por qué pretendía alcanzar ese capote, ni para qué lo hacía, pero no podía resistirse a pesar de sus famélicas fuerzas. La razón lo habría empujado a recostarse sobre las tablas junto al tendido de sombra, pero un instinto primario lo empujaba contra su voluntad, como un alcohólico no puede decir no a un último chato de vino cuando apenas lo ve o un amante no es capaz de separarse de su correspondiente aún en su propio perjuicio.
Los naturales y pases de pecho se sucedían entre olés del público que lo animaban a embestir con mayor determinación. Él quería ser el triunfador y por eso miró de reojo con sonrisa cómplice al torero tras un estatuario en el que rozó con el pitón derecho el pecho del torero inmóvil. El torero no iba a ceder; debían llegar a un acuerdo para ganar ambos en ese duelo a muerte. Los “olés” se transformaron en “uys”, cada muletazo precedía una caricia del cuerno del toro sobre el traje de luces, siempre caricias bien medidas para ver si así el torero comprendía lo que le quería decir. Pero no fue así.
El torero se plantó frente al cornudo acostando el capote en la arena y preparando la estocada. Y ocurrió que en ese instante un gran nubarrón cubrió el sol y sumió en tenue penumbra la plaza, especialmente la zona en la que el toro, sumiso y derrotado, aceptaba su muerte. El torero se puso de puntillas antes de lanzarse sobre el animal y en ese instante descubrió el brillo en la piel negra del toro y los ojos suplicantes. Comprendió que el animal lo había dado todo e incluso aceptaba la muerte con la cabeza gacha abriendo de par en par sus vértebras en señal de sumisión. Dio media vuelta, dejó caer el estoque en el ruedo y salió por la puerta grande. Andando.