Divergencia

Mireia
Mireia Belmonte vuela, nada y fluye.

He visto tantas fotos de vuestras vacaciones en Facebook que creo haber estado en todas las playas de la costa española este verano. Diría que incluso he hecho el camino de Santiago, he reposado en Tailandia, he navegado por la costa croata y he dormido en campings noruegos. Y casi al tiempo y sin eternas esperas en Adolfo Suárez. En algunas ocasiones incluso abro la vista satélite de Google Maps de esa playa en la que te ubicas para hacerme una idea de si la arena es fina y el agua es transparente. Me encantan vuestras playas, de Formentera a Caños de Meca y de Cullera al Sardinero. Tus fotos, tan morena, y tu insinuante bikini en fotos grupales con tus amigas, tu sonrisa abierta y despreocupada y las tortillitas de camarones que te tomas de aperitivo en el chiringuito antes de comer. Acompañadas de un vinito blanco fresquito, para que la siesta sea, si cabe, más apetecible. Me gusta el sombrero que le regalas al chico que conoces la segunda noche, aunque lo lleve más por moda que por gusto, y las fotos que te roban tus amigas mientras lo abrazas con el agua por la cintura. Me gusta verte pasarlo bien aunque sepa que no serás feliz por divergencia de expectativas.

Ayer vi «La vida de Pi», a pesar del escepticismo: pensaba que se trataba de una película infantil de animación. Y disfruté con esa lección acerca de la fe, de cómo la duda alimenta la fe y de cómo la esperanza nos mantiene vivos. ¿Qué espera quién no espera nada? A través de una perspectiva de «realismo mágico» se traza una historia emotiva de supervivencia con escenas que me sabían a «El viejo y el mar» y a «El viaje de Chihiro». Y al final, como antes, divergencia de expectativas, ergo lágrimas desesperadas: lo que dice una mirada que no llega. Los abrazos que no se dan, los comentarios que no se hacen, las despedidas que se esfuman sin concretarse, ¿dónde se van? Coño, no seas cursi, a ningún lado, así que tú verás si prefieres que se evaporen o se manifiesten.

Mireia Belmonte es un delfín de acero, lo que bien podría considerarse un animal mitológico. Titánico el esfuerzo de una nadadora en pruebas como los 800 metros libres, más de ocho minutos nadando a gran intensidad, medalla de plata. Disfruto viendo cómo fluyen por el agua los nadadores, a esa velocidad, en cualquier disciplina; no soy capaz de medir o valorar su ritmo porque la natación de élite me parece magia. Fútbol, baloncesto o ciclismo son deportes en los que la vara de medir personal es capaz de valorar la calidad o esfuerzo de un deportista, pero los nadadores me resultan superhéroes acuáticos. Poco después Mireia quedó última en la final de doscientos estilos, exhausta, y lo que aparentemente puede considerarse un fracaso por la divergencia de expectativas no es sino otra demostración de su acero.

Enhorabuena, David

David
David Trueba, piensa.

Dices que a veces no comprendes qué dice mi voz
¿Cómo quieres que yo sepa lo que digo?
Si entre los dedos se me escapa volando una flor
y yo la dejo que me marque el camino.

[Extremoduro, La vereda de la puerta de atrás]

Me alegró que David Trueba ganase el Goya al mejor director por «Vivir es fácil (con los ojos cerrados)» (sic). Lo tenía fácil, el nivel de candidaturas de este año era ínfimo, tanto que incluso intento evitar rememorar los días que fui al cine a ver «La gran familia española» y «Los amantes pasajeros». David Trueba, sin embargo, se nota que es un tipo sensato, de inteligentes respuestas en las entrevistas y de humilde conocimiento de la realidad, dualidad insólita en el mundo del cine patrio.

Al pequeño Trueba lo descubrí en su primera película, «La buena vida», gracias a la «Versión española» de Cayetana. En aquella época todavía era institutero y me conmovían esas historias de fracasos cotidianos, esa cercanía que transmitían actores como Luis Cuenca, que podría haber sido un vecino del pueblo, o Fernando Ramallo, que podría ser de mi pandilla. [paréntesis clarito] De las actrices jóvenes de series y películas españolas actuales no creo que a ninguna le interesase ser de mi pandilla, son todas demasiado guapas, la dictadura de los mercados. A algunas las he conocido gracias a «El hormiguero» y, muchachas, os vais a atragantar de vosotras mismas, ser actrices no os convierte en más mejores. [fin paréntesis clarito] [inciso] Está feo eso de generalizar, lo mismo alguna es maja. [fin inciso] No recuerdo mucho de la «La buena vida», solo las sensaciones y que me apetecería volver a verla, aunque estos revisionados no suelen terminar en victoria.

De David Trueba recuerdo con cariño también algún artículo deportivo en El País, alguno de esos de recortar. Y su novela «Saber perder» está mejor estructurada y merece más la pena leerla que otras incursiones de «artistas» hispanos en las letras, como el «Exitus» de Antonio Luque (a.k.a. Sr. Chinarro). Me gustó mucho el breve vídeo autorretrato en modo «me gusta/no me gusta» de presentación para el programa «Carta blanca». Son un par de minutos, merece la pena verlo, saca más de una sonrisa. Yo también prefiero el ombligo de las muchachas a mi propio ombligo.

Y ya. Pretendía escribir un homenaje a tres bandas por efemérides hoy coincidentes: Joaquín Sabina, Julio Cortázar y Clara Campoamor, pero se me ha acabado el papel, así que el único homenajeado es Trueba, ale.

También había pensado otro enfoque retomando la siempre frustrante miseria moral humana, y que venía a colación de dos artículos leídos en JotDown: uno sobre Chernóbil y el comunismo y otro sobre el dopaje en el deporte español. Los ciclistas, invariablemente, ante el juez aseguran desconocer las prácticas dopantes y haber consumido sustancias prohibidas, «it’s all in the game», como si uno pudiese ser infiel y olvidarlo. Me recuerda a otra señora que declaró el sábado en Mallorca, que empieza por C y termina por A. Precisamente la semana pasada tuve que declarar en el juzgado; no le hice la cobra a ninguna pregunta, y lo peor es que eso no debería ser motivo de orgullo.

Ideología Barra Antidepresivo

Debería estar regulado eso de tener ideología. Primero se debería pasar un examen de sentido común y, una vez superado y contrastada tu propia sensatez, que se te regalase el privilegio de formarte una ideología. Nunca antes porque luego pasa lo que vemos a diario tanto en la tele como en la calle: que cualquiera se escuda en una ideología sin pasar la criba de un mínimo sentido común propio y, así, a la intemperie, el ideario se oxida y el pensar y el hacer avanzan por sinuosos caminos en sentidos desviados. Deberías, despacico, sentarte y esbozar los cimientos de tu ideología, base rocosa conforme a la que amoldar tu presente y tu futuro a través de la síncrona sinfonía del decir, el pensar y el hacer. Pero eso debería servir solo para personas superiores, superhombres de esos que decía Niche. Muchacho, ¡cómo vas a presumir de ideología con esa carencia de sensatez? ¡Cómo pretendes ser pregonero de un credo que no te merece? «Que tu boca no extienda cheques que tus manos no puedan pagar» (creo que de La Chaqueta Metálica).

Me maravilla, con mucha frecuencia, la facilidad de reivindicación de barra de bar y la inercia imparable de comentarios absolutistas. Como si cada uno llevásemos un repelente tertuliano en nuestro interior. O peor aún, un mesías provisto de la Solución Final a los Problemas del Mundo y vestido de tertuliano amigable con gafas de intelectual. Y sin embargo, ya resulta una quimera mantener en pie un mísero argumento de papel frente a las embestidas de vendavales de dogmas y terremotos de decepciones diarias. Quizá todo sea más fácil: más acción y menos palabra. Acercarse a esa máxima de San Agustín: «haz el bien a los demás y piensa lo que quieras».

Y reza para que la Justicia siempre sea justa en el mundo de las interpretaciones.

Bueno, eso no lo decía San Agustín, es una plegaria diaria. Y que si la justicia es ciega se busque un lazarillo que le chive quién tiene la culpa y qué límites no se deben rebasar. Que me vienen a la mente multitud de celebridades sospechosas que aparecen en prensa a diario y dan la sensación de ser inmunes al equilibrio de la balanza.

Mientras tanto, por si acaso y porque merece la pena abstraerse, recomiéndense/nos antidepresivos. Un, dos, tres, responda otra vez. Cachitos de Hierro y Cromo, delicioso programa musical que enlaza fragmentos de vídeos musicales del archivo de TVE y nos recuerda cómo ha pasado el tiempo y cómo hemos cambiado en pocas décadas; se emite en La 2 y Radio 3 y son capaces de enlazar a Lola Flores con Manos de Topo. Tic, tac, toc. Reflektor, un punto del firmamento en el que confluye la magia de Arcade Fire con la profesionalidad de James Murphy. Tic, tac, toc. La Gran Belleza, lo mejor del cine italiano desde Fellini es una copia de Fellini, qué paradoja, una peli burlesca y cruel con el mundo actual que sugiere que la nada y la vida y el todo a la larga son una misma cosa. Tic, tac, toc. Responda otra vez…

Lunes y chicha

Vino
Vino frente al Ebro y las viñas anaranjadas.

El sueño va sobre el tiempo
flotando como un velero.
Nadie puede abrir semillas
en el corazón del sueño.

[Lo escribió García Lorca, Así que pasen cinco años]
[Lo cantó Camarón, La leyenda del tiempo]

Los lunes de invierno por la tarde la vida es muy larga. Casi asusta pensar que caben miles de tardes de lunes de invierno. Puedes hacer la compra para la semana o aligerar la agenda de tareas pendientes sencillas, pero poco más. Es como se estuvieses en una estación de tren y se fuesen todos los trenes y te quedases ahí solo, sin coger ninguno, sabiendo que dejarás pasar muchos trenes todas las semanas. Sólo que cada semana cambian los trenes y la estación se llena de colillas, chicles y envoltorios de caramelos. El paso del tiempo implica inevitablemente un incremento de la obsesión. Pero en verano las obsesiones son vapor y en invierno chicha. Pasan los trenes, aunque en realidad nada cambia, es una huida estática, circular, como la de los buscadores de setas de estas fechas que dan vueltas al mismo monte hasta que se pierden. Todos los años de forma invariable el diario provincial anuncia que localizan a buscadores perdidos, extraña paradoja.

Woody Allen, en una entrevista reciente, insistía en que el misterio de la vida consistía en no hacerse preguntas imposibles y en rellenar todos los resquicios de nuestro tiempo en ocupaciones terrenales. Lo ilustraba diciendo que a él le angustiaba no saber si iba a poder contratar a Cate Blanchett pero no si había vida después de la muerte. O algo así. El genio judío también decía que la tradición es la ilusión de la permanencia. Algo así serán los lunes. Pero claro, las obsesiones invernales, hechas de chicha, no son de material apto para tapar las juntas del tiempo y el sueño. A pesar de todo nunca hay que dejar de hacerse preguntas trascendentes, como nunca hay que parar de sonreír aunque los motivos para lo contrario sean tantos que casi resulta inmoral aconsejar la alegría.

Cuando los gitanos escuchaban «La leyenda del tiempo» de Camarón volvían a la tienda de discos a devolverlo porque se sentían estafados: eso no era flamenco. Cuando Kubrick estrenó «2001: una odisea en el espacio» los espectadores abandonaban el cine poco después de ver un fragmento de un documental de simios: eso no era ciencia ficción. A Serge Gainsbourg y Brigitte Bardot le censuraron «Je t’aime moi non plus» por romper moldes: eso no era música. Piero Manzoni enlató mierda y sus colegas le dijeron «¡eh, Piero, los artistas vivimos de esto, no nos jodas, esto no es arte!», y hoy podría ser millonario con los réditos de sus heces. El tiempo, a la larga, solidifica el vapor y pudre la chicha. O sea, cierra el lunes.

Prepárate para lo peor, espera lo mejor y acepta lo que venga.

Alma y barro

Orbea Master Alma
Alma embarrada.

La vida es como montar en bicicleta:
para mantener el equilibrio hay que seguir pedaleando.

[Albert Einstein]

Puedes estar a casi cuarenta grados a la sombra, julio a mediodía, con un alto grado de humedad por estar a la orilla del mar, prácticamente deshidratado y con el botellín de agua totalmente seco. Puedes ser consciente de que desde el fondo de la cala Salitrosa no tienes escapatoria si no a través de una ascensión con la bicicleta de varios kilómetros, bien al sur, bien al norte. Puedes estar exhausto, descamisado, sin fuerzas apenas ni para arrastrar la bicicleta a pie por un sendero pedregoso que roza un precipicio que cae al mar. El sudor cae continuo por las cejas y te pican los ojos, te arde la piel del calor abrasador, el corazón se desborda ante el sacrificio y los pulmones no dan abasto. Puedes sufrir e incluso pensar que vas a ser incapaz de llegar hasta arriba. Pero pedalada a pedalada, paso a paso, va quedando un poquito más camino atrás y un poquito menos delante, hasta que llegas arriba y te asalta el miedo de tu inconsciencia, a pesar de haberlo conseguido.

Da todo igual. Al día siguiente vas a estar deseando volver a superar el reto.

Oro en Sidney

El cine y la literatura están repletos de historias de fracasados, desde el Buscón hasta Bukowski, desde el Buscavidas hasta el Toro Salvaje. Algo nos conmueve ver a Jake LaMotta, fracasado, solo y gordo, recitando chistes amargos en un bar decadente después de haber rozado la gloria en el cuadrilátero. Es muy llamativa la predilección que muestra un amplio espectro de consumidores por este tipo de personajes, si bien no creo que a ellos mismos les hubiese gustado ser tan, digamos, protagonistas. La historia de Mario Trujillo es una de ellas, una vida trazada como sucesión de despropósitos y desgracias.

La familia de Mario era oriunda de Santa María de Poyos, un pueblo de Guadalajara conocido simplemente como Poyos. Sus padres tuvieron que emigrar pocos años antes de que él naciese porque el pueblo iba a ser inundado en la creación del embalse de Buendía, 1956. De hecho, su boda fue la última que se celebró en Poyos. Debe ser muy triste ver cómo tu pueblo va siendo lentamente arrasado por millones de litros de agua para quedar sepultado para siempre.

El Gobierno los reubicó en Paredes de Melo y les ofreció que escogiesen entre tierras o dinero. Prefirieron el dinero con el objetivo de poner en marcha un negocio, pero el propósito quedó en ilusión y cual cigarras se dedicaron a gastar ociosamente la pequeña fortuna. Unos años después, cuando ya en Paredes se había juzgado su fertilidad, nació Mario, primer y único hijo.

Todos los años la familia regresaba religiosamente a la ermita de San Andrés, cerca de Poyos, para celebrar una romería en honor a la Virgen de la Soterránea el cuarto domingo de septiembre. Allí se reunían con otras familias emigradas de Poyos en un ambiente que combinaba la alegría con la añoranza. Además de para bailar y beber y llorar la memoria de su lugar común, la romería servía para tomar el pulso de cómo le iba la vida a cada vecino, para informarse de si habían triunfado o fracasado en esa oportunidad de empezar de cero. Muchos no confesaban que les resultaba placentero demostrar que les iba mejor que a los demás.

A mediados de los ochenta, al regresar de la romería anual al anochecer, la familia sufrió un accidente de tráfico en las curvas que unen Buendía y Sacedón alrededor del embalse. El alcohol enderezó el alquitrán en la mente abotargada del padre de Mario y cayeron por un barranco que desembocaba directamente en el embalse. No llegaron al agua porque dos robustos pinos frenaron su caída, lo que no pudo evitar que su madre falleciese en el acto. Su padre murió de pena, y pobreza, pocos meses después. Mario sufrió daños cerebrales y quedó inmóvil de cadera hacia abajo; no pudo volver a mover las piernas ni a sentir su pene ante ningún estímulo.

Huérfano y discapacitado, encontró en el baloncesto su único motivo para vivir. Pasaba horas y horas intentando encestar en un aro que desde la silla de ruedas se ve muy lejano. Fue convocado en la selección nacional paralímpica que defendería los colores de España en las Olimpiadas de Sidney 2000. Ganaron el oro, si bien su presencia fue testimonial dado que era uno de los dos únicos discapacitados reales del equipo. Un equipo de tramposos que sólo contaba con Mario para permitir que sus rivales se acercasen en el marcador y las victorias no fuesen sospechosas por abultadas. Aquel año España obtuvo 107 medallas, clasificándose tercera en el medallero por detrás de Australia y Gran Bretaña. Mario regaló su reluciente medalla de oro a un primo segundo de diez años para borrar de la memoria un recuerdo inmoral e injusto y hacer feliz a un niño que ignoraba su origen tramposo.

Como definió Joyce a su dublinés McCoy, la vida de Mario no fue la línea más corta entre dos puntos. Poco después de las Olimpiadas se enamoró de una de las limpiadoras del centro de parapléjicos de Toledo, Ana. Con ella mantuvo una relación desafortunada donde prevalecía el aburrimiento a la pasión y el pragmatismo a la ilusión. Uno más de los sinsabores de su vida, una mujer con fuerte personalidad que hurgaba en su fragilidad para sentirse poderosa y que lo abandonó cuando percibió lo menguada que estaba la cartilla de Mario a pesar de la indemnización del accidente.

A día de hoy Mario sobrevive en Toledo, no sé mucho más de él, pobre, virgen y solo. Es difícil cortar este relato con un soplo de esperanza y, aunque es cierto que Mario no tiró el dado del azar en ninguna de sus desgracias, resulta complicado pensar que en lo que le queda de vida pueda remontar a lo alto de la rueda de la fortuna. Le deseo lo mejor.

Oink Oink

Almost flying...
Cerdo finiquitado en la finca La Nava hace un par de temporadas.

Me emborrachaba entre sus brazos,
ella nunca bebía, ni la vi llorando,
yo hubiera muerto por su risa,
hubiera sido su feliz esclavo.

[La mataré, Loquillo y los Trogloditas]

Ali repite que nació en la provincia cuarenta y nueve del Estado Español y sin embargo, qué paradoja, es inmigrante en Villaescusa de Haro, lo que debería ser su propio país. Nació en El Aaiún, al que él se refiere con la coletilla ocupado, Al-Aaiun ocupado, pero tuvo que emigrar de muy niño a los campamentos de Tinduf. Esa historia de intereses políticos y personas ninguneadas. La habitación que nunca se limpia.

Ali es divertido porque tiene un español con acento mitad árabe mitad cubano, nada menos. Allí, en Cuba, se graduó en la facultad de pedagogía en Defectología, que es a lo que aquí llamamos educación especial, y repite de memoria el nombre y apellidos del señor que le firmó el diploma de estudios. Echa de menos Cuba porque allí podía piropear a todas las mujeres que pasaban por la calle y evaluar su culazo o sus pechos sin cortapisas, «¡culona, menudo caminar!», «¡qué tetitas tienes, mamita!», mientras aquí las mujeres son tan serias, tan íntegras, tan honorables, que incluso un ¡guapa! parece que llega a ofender.

Además de piropear, Ali reza. Yo pensaba que los musulmanes oraban en dirección a La Meca, y resulta que lo hacen en dirección Norte, lo que para cualquiera del pueblo es Fuentelespino de Haro, asociación neuronal espontánea. Tampoco sabía que si el trabajo te impedía hacer el ramadán, podías posponerlo y pagarlo a plazos por días antes del siguiente ramadán. Me enseñó un librito muy similar al catecismo de iniciación a la oración en el Islam. Cada día hay más cosas que no sé.

En verano, cuando el pueblo arde durante el día y regala una agradable tregua durante la madrugada, Ali saca sus colchones y alfombras al patio para dormir bajo las estrellas que el mundo rural todavía disfruta. Y ahí interseccionan tres elementos: la salsa, el té y el cerdo. Me explico. Ali es un enamorado de la salsa cubana, por eso, a pesar de sus escasos recursos tiene un reproductor a pilas que le pone banda sonora a sus noches en el patio, y la baila en soledad rememorando a sus mamitas cubanas. Mientras, toma el omnipresente té verde que le traen directamente desde los campamentos con ese ritual casi místico, en tres vasitos: el primero amargo como la vida, el segundo suave como el amor y el tercero dulce como la muerte. La vida en un sorbo. Ali bailando salsa y degustando té bajo las estrellas mientras en la pared de detrás se escucha el gruñido del cerdo del vecino, ese sonido tan desagradable que hacen los gorrinos y que no invita a nada romántico. Ali quiere matar al cerdo, aunque no se lo pueda comer, y está en su perfecto derecho.

Formateando…

Algo se muere en el alma cuando un disco duro se va. Se rompa físicamente el lector o se enrede de forma anómala el sistema de ficheros, la pérdida de tantos y tantos ficheros personales de un disco duro siempre supone un trauma. Al menos a mí. Y volvió a suceder hace poco tiempo. Ninguna de las opciones conocidas de rescate funcionó, hubo que empezar de cero. Y mientras la barra de progreso de la re-instalación iba avanzando, me embargaba un sentimiento de temor ante lo perdido, una especie de miedo al futuro próximo en el que fuese a echar mano de un documento desaparecido en la maraña de bits. No es que te duela algo, pero tienes miedo porque sabes que te va a doler en breve. Algo así como una pre-preocupación. Y sin embargo, fueron pasando los días y ese temor fue decayendo hasta que me di cuenta de qué pocas cosas necesitamos y cuántas guardamos.

Cuando uno pierde el móvil, sobre todo cuando no había tanta sincronización de datos, la agenda le preocupa más que el propio dispositivo. Se apura a comunicar a todos sus conocidos que requiere sus números porque los ha perdido y teme no tener a quién llamar (sic) o desconocer quién le llama. Ese paso no es necesario porque la inercia te lleva a recopilar en breve los teléfonos que realmente te interesan, que son los que «te usan». Y a la larga siempre tendrás un amigo que tenga el teléfono de otro que necesites, así que no debería suponer ningún trauma perder la agenda telefónica.

¿Qué nos es imprescindible? Ponte a sumar y restas todo. Las fotos imprescindibles de nuestra vida al final no las volvemos a ver salvo por tropiezo, la pulsera que nos regaló nuestro mejor amigo en la feria del pueblo vecino a los catorce años ni siquiera recordamos de qué color era, nuestra chica de juventud la recordamos con frecuencia, pero como si hubiese pertenecido a otra vida (ni que hubiésemos tenido otra). Hay gente que no sé para qué querrá tantos menús de boda y comunión, tantos programas de las fiestas patronales, tantos muñecos de peluche, tantos novios en otras vidas.

En realidad es más sano reiniciar, limpiar la memoria volátil, conservar en el disco rígido sólo lo necesario (que no es lo más importante), evitar información nociva y aligerar procesos redundantes u obsoletos. Sólo formateando y empezando de cero se puede conseguir huir de hábitos adheridos a rutinas viciadas y reconfigurar de inicio nuestra imagen.

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P.S. Sí, todos sabemos lo que es un backup, ¿y qué? También sabemos que tenemos que comer manzanas y judías verdes pero pedimos hamburguesas y vino.