La paciencia como camino a la ficción

Diferentes condiciones ambientales
Vigilando el campus de Ciudad Real desde 2007.

«Continua gotera horada la piedra» como proverbio grabado a fuego en el alma o corazón o cerebro de cualquier insensato que se enfrenta una tesis doctoral. Si algo se aprende durante el oasis de horror en mitad del desierto de aburrimiento que supone una tesis es a ensalzar y cultivar la paciencia como nutriente de la investigación. Y así, día a día, un ente indescriptible y difuso en el origen se va materializando en otro ente que sigue siendo igual de indescriptible y difuso pero con el que ya estás tan familiarizado que le tienes cariño y sientes como propio.

Desde la ventana del laboratorio, mientras tanto, se observa el transcurrir del mundo, el trasiego de los aplicados alumnos novatos en la búsqueda de unos conocimientos que les azotan más que alimentan, el continuo flujo de chicas maquilladas con bolsas llenas de cocacola y vino los jueves por la tarde, las batas blancas una vez al año, los profesores con su netbook bajo el brazo a la vuelta de clase, los paraguas de los días lluviosos y las bandoleras al hombro, algún que otro atleta haciendo jogging por el campus, más de un frenazo brusco de algún coche en la rotonda que desde dentro parece ajeno al mundo propio, como si fuese más real lo que se está cociendo en el interior del ordenador que el peligrar de una vida a cincuenta metros de ti. Es raro el fenómeno meteorológico con el que no te cruzas desde dentro, desde tardes de agosto abrasadoras hasta heladas mañanas de febrero, amaneceres de gafas de sol y anocheceres de bufanda, alguna mañana de nieve y alguna tarde feliz de cielo azul, faldas, jueves, cerveza y frondosidad. Y cielo azul intenso, negro estrellado, negro nublado, nuboso, brumoso, neblinoso, soleado, anaranjado, violáceo, gris, celeste, una nube aislada, blanco, un avión que pasa dejando su fina estela, rosáceo, nuboso.

Un cristal que separa dos mundos, el que se supone que es real y donde llueve o hace sol y te haces daño si te caes al suelo y el que se supone ficticio en el que se juega a detectar con cámaras de vídeo a esa gente que atraviesa el paso de peatones o a ese coche que gira en la rotonda. Hasta que llega un momento en el que la membrana divisoria se difumina y pierdes la noción del dentro y del afuera y ya no distingues si tu vida está en la pantalla del ordenador o en la parte que se ve detrás del cristal.

Un profeta cabreado (o a medio cabrear)

Retrato de un erudito agricultor
Retrato de Adolfo Martínez (julio 2010).

Y es que el hombre actual es aquel bárbaro antiguo pero sin su grandeza, un bárbaro que ha perdido la inocencia; ésta se pierde cuando se descubre una gran mentira, cuando se descubre una traición, o cuando el Gran Tontaina te convence de que lo que hay que hacer es desmitificar. Por desgracia, estos hallazgos no traen madurez ni sabiduría sino dureza y malicia. Os apunto una aproximación a la grandeza, o a ser hombre simplemente, no lo sé: aquél que a pesar de todo mantuvo su inocencia.

El hombre de hoy no se pregunta, afirma. Y es pasmosa la zafiedad y la delectación con que esta sociedad contempla una maniática e inepta maniobra de acoso y derribo de lo sagrado, último asidero del ser humano. Nos rodea la necedad como una espesa niebla y no nos damos cuenta porque, como entonces, nos anestesian con pan y circo y nos sucede como a la nariz saturada de malos olores, que ya no huele.

[Los profetas cabreados, Adolfo Martínez, 2011]

P.S. Ediciones La Discreta presentó el sábado pasado en Villaescusa de Haro dos libros nuevos y sorprendentes: «Los papeles secretos de La Discreta» y «Los profetas cabreados». Este último, publicado sin conocimiento de su autor, Adolfo Martínez, de quién ya se ha hablado por aquí alguna vez a raíz de su libro «Erótica urbana» y de la exposición veraniega que hizo de algunas esculturas y cuadros propios. «Los profetas cabreados» contiene un compendio de textos variados que van del pregón de fiestas de su autor en la ya nombrada villa hasta el texto que elaboró su editor para la presentación del libro «Erótica rural» pasando por diferentes relatos del erudito villaescusero.

Insólito San Valentín

Han pasado dos semanas desde la efeméride del título, pero uno de los protagonistas no me había relatado su singular experiencia en el San Valentín de este año hasta hace pocos días. Pongamos que se llama Abel. Abel acudió un viernes noche a un conocido club nocturno de la comarca acompañado de un par de amigos. Los tres parcialmente ebrios y ansiosos de desarmar el fin de semana desde los primeros brotes. Los amigos de Abel pronto encontraron acomodo cariñoso en el local y él se quedó solo durante un rato, ignorando a las potenciales beneficiarias de su amor, tomando una cerveza. Mientras tanto, observaba el peculiar ecosistema del local y cavilaba el protocolo de sus compañeros nocturnos.

Al final admitió la compañía de una prostituta muda. Si en un club es difícil estar solo, al menos encontró una forma de ahorrarse la conversación. Más por caridad que excitación aceptó subir con la atractiva Simona, según le dijo que se llamaba una compañera de trabajo, a una habitación. Pagó las sábanas y la cuota y subieron en silencio. Ella se aseó y se desnudó y todo lo demás, esas cosas. Al salir un rato después ella le devolvió el dinero y le apuntó su teléfono, a saber por qué, no iban a ser las palabras quienes desenroscasen esa duda. Algo le habría gustado de él, ¿no? Por educación y porque, qué demonios, nunca se sabe a quién se necesitará, Abel también apuntó su teléfono a Simona.

Unos días después, precisamente el catorce de febrero, Abel recibió un sms. Algo del tipo hola abel soy simona esta noche no trabajo taptc quedar a tomar algo? Y bueno, como él mismo me confesó, no había razones para decir que no a una chica, y menos el día del amor y cultivando la soltería. Es cierto que presentía extraña la cita, con una chica muda y sin conocer nada del lenguaje de signos. La incertidumbre lo mantuvo distraído todo el día.

Estuvieron tomando unos vinos en un bar de un pueblo que ni era el de Abel ni el de Simona ni el del club, sino uno ajeno e imparcial. Simona era encantadoramente cariñosa y con atino suplía la falta de conversación con caricias, sentido del humor y una sonrisa inocente. Parece mentira que pueda tener una sonrisa tan virginal, me comentó irónicamente Abel. Ella le enseñó curiosidades sobre el lenguaje de signos, como que los meses del año se signan con elementos representativos de esa época del año. Así, para decir agosto se simula que se está segando, cortando un manojo de trigo con la hoz. Un gesto elegante y simbólico. Abril se signa indicando el centro de las palmas de las manos, como simbolizando los clavos de Cristo, la época de la Semana Santa. Para decir febrero se sitúa la mano en la cara de forma vertical, como partiendo la cara en dos mitades, símbolo de las máscaras y del Carnaval. No habría imaginado Abel un lenguaje tan poético.

Pasaron la noche del insólito San Valentín en casa de Abel. No sé si felices, pero sí en una dulce insconsciencia. No sé si amorosos, pero sí despreocupados y salvajemente sentimentales. Abel me dijo que la noche estuvo bien. Así de aséptico es él.

El fin de semana volvieron a quedar para cenar. Ahora la incertidumbre sería menor, o eso pensaba Abel, que si bien estaba lejos de estar enamorado al menos sentía más ajeno el sentimiento de soledad. En esta ocasión el protocolo era más predecible. Terminaron queriéndose en casa de Simona hasta que flaquearon las fuerzas.

Y luego comenzó a prepararse para dormir. Joder, yo pensaba que se me desmontaba. Se quitó las pestañas, que yo ni sabía que eran postizas. Se quitó la peluca, bueno, no era una peluca, sino extensiones de pelo moreno que le daban un aspecto completamente diferente. Luego se quitó las lentillas. Joder, yo que pensaba que Simona era una morenaza de ojos verdes y resulta que apenas tenía pelo y sus ojos eran del montón. Los labios también se los podría haber quitado, porque la naturaleza no se los había dado de serie. Me sentí como estafado, como víctima de la sociedad esclava de la belleza simulada. No me quedó más alternativa que asumir que ella ya no era Simona, así que recogí mis pantalones y me marché. No me ha vuelto a escribir ningún sms.

La muerte a la vuelta de la esquina


Personajes de A Dos Metros Bajo Tierra.

A Dos Metros Bajo Tierra (Six Feet Under, en su original) es una serie producida durante los años del 2001 al 2005 por la fábrica de los sueños más admirable del s. XXI, es decir, el canal por cable americano HBO. La serie, simplificando al máximo, narra el devenir de una familia que regenta una funeraria en Los Ángeles y se centra en las relaciones personales existentes en la misma y con las personas de su entorno.

Sin embargo, SFU es mucho más que eso, es una lección de vida y muerte. Muestra con una precisión quirúrgica la emoción y el sentimiento que rodea a cualquier funeral de cualquier índole, desde bebés hasta ancianos octogenarios, desde suicidios hasta accidentes laborales. Y de este modo propone una descarada reflexión acerca de la relación que tenemos con la muerte: cuánto nos importa, cómo la afrontamos, cómo la evitamos, qué significa para cada uno de nosotros. Además, el tema tabú del sufrimiento extremo se adereza con una familia nada convencional y un humor negro muy fino. Cada personaje, miembro de la familia o allegado, tiene una marcada personalidad que se va dibujando capítulo a capítulo, teniendo además en cuenta las lógicas evoluciones y transformaciones que sufre una persona a lo largo de su vida en función de sus condicionantes. Y ahí radica el secreto de los magníficos guiones de la serie: un punto de vista emotivo y reflexivo acerca de la muerte, un humor negro cuidado y un estudio en profundidad del carácter de los personajes.

Es importante señalar que SFU no es una serie de la que puedas ver un capítulo para juzgarla dado que su mérito consiste en la fidelidad con la que se perfila a los protagonistas y cuyos diálogos son tan pulcros que no tienen cabida aislados del conjunto de la serie. Tampoco es una serie para ver con prisas. La muerte requiere su tiempo.

Y esa muerte, tan cotidiana para el grueso de los personajes de la serie, se convierte en el eje central, en la gasolina que dinamita la perspectiva vital de cada uno de ellos. Porque cuando uno está tan familiarizado con el dolor extremo necesita experiencias vitales fuertes para combatir las pesadas lágrimas ajenas: se ansía vivir cuando se ve el final tan a menudo y tan cercano. Así, la muerte se torna en el mejor catalizador de la vida, porque no hay que olvidar lo que la serie propone como lema de su última temporada: Everything. Everyone. Everywhere. Ends.

¿Por qué leer?

Porque leer es algo más que una afición o un entretenimiento; como respirar, es una de nuestras funciones esenciales. Como dice el filósofo toledano José Antonio Marina, privarse de la lectura coarta el conocimiento y nos empobrece, al mismo tiempo que nos hace menos inmunes a la estupidez y el fundamentalismo, por ende nos convierte en presas fáciles de la consigna, del eslogan publicitario. Al fin y al cabo, en meras marionetas de los manipuladores medios de comunicación.

Por su parte, José María Pérez Álvarez afirma que fue aprendiendo lo poco que sabía por las novelas, por los libros que le abrieron los ojos; que existían el amor y la amistad, el rencor y la nostalgia, el miedo y la melancolía, pero sólo cuando esas pasiones estuvieron reflejadas en las páginas de un libro comprendió la exactitud de su existencia. Y es que aprender a comunicarse con eficiencia y a expresar sentimientos con fidelidad requiere en gran medida de la capacidad de expresión, y ésta de páginas y páginas de lectura. La lectura fortalece los pilares del puente a la comunicación y esquiva los malentendidos dado que incrementa la capacidad de argumentar y de atender a argumentos.

Por si todo esto se calculase insuficiente, el libro permite conocer los valores, los saberes y, en definitiva, el imaginario de la humanidad. El libro abriga, que diría el recientemente fallecido Francisco Umbral. Abriga si hace frío, y si no, entretiene, descubre, en última instancia, enseña. Como colofón, la opinión de Lorenzo Silva al respecto: “no leyendo sabemos menos, podemos expresar menos, podemos pensar menos. O sea: somos menos”.

P.S. Fragmento de un artículo que escribí hace años para una revistilla culiparda que rescato ahora para dedicarlo a los Nirtos. Por no conocer el secreto de la lectura y ser felices en su hercúlea ignorancia.

Experimento III: y te perdono las mayúsculas

¿Por qué me pides ahora que dé la vida por ti si cuándo saliste con él lo humillaste hasta que llegó a pensar que costaba menos que el plástico protector de las gafas de sol? Parece mentira que tu empatía sea tan nula, siendo mujer, siendo el Niágara y pides que me apiade de ti y te quiera sin compasión. Pides más de lo que ofreces, pero este juego no tiene las reglas del Monopoly, no gana quién más tenga sino quién más dé, qué paradoja. Aunque él te ofreció su vida a manos llenas y perdió la partida. Qué difícil es saber cuándo hay que lanzar el órdago.

Y no sonrías así, no ahora, que esto tampoco es un juego de simpatía. En este campo de batalla los trucos de seducción son insignificantes. Quizá si mi vida no proyectase ya las sombras largas del ocaso podrías desorientarme y atraparme en tu sucia tela de araña, pero ahora ya, más que atractiva resultas patética, como un elefante que pretendiese cortejar bailando ballet.

A estas alturas ya ni me importa que me trates en minúsculas, permito que te ahorres las mayúsculas porque tus insignificancias no herirán mi integridad. No serás las lágrimas que no me permitan vislumbrar las estrellas de Tagore. Mi barro ya está seco y no podrías moldearlo a tu antojo, así que es preferible que evites dibujarme un futuro para que yo vaya uniendo los puntitos y forme el dibujo del futuro de tus deseos. No gastaré la tinta de mi boli en satisfacer tu pasión.

Si ni pescas ni te columpias

Columpio otoñal
Columpio en La Pesquera (Villaescusa de Haro, enero 2011).

La historia pudo ser diferente pero fue como fue.

Los dos eran inseparables y se bebían juntos la vida sin obturar el gaznate, como si fuesen conscientes de la volatilidad del futuro y presintiesen que había una meta invisible a la que inevitablemente eran arrastrados. O como si simplemente les resultase más cómodo dejar el tiempo pasar sin aspiraciones. No, no eran de esos que aspiran, por la nariz o por egoísmo, a un mundo feliz o más justo o al menos más habitable. Es evidente que jamás habían soñado con grandes heroicidades y estaban convencidos de que, llegado el momento, no atravesarían la línea que separaba a espada la gloria de lo cotidiano: no habían nacido para ser Caballeros de la Isla del Gallo.

También: se bebían juntos la cerveza sin obturar el gaznate y habrían apurado los botellines incluso si estuviesen llenos de chinchetas. Su lugar preferido para beber y fumar y desvariar cuando el frío era intenso pero no llovía era el columpio de La Pesquera, tan solitario y en un paraje tan sosegado, donde a media tarde en invierno sólo se escuchaba el sonido ahogado y seco de las hojas crujientes movidas por el viento. Allí, cualquier anochecer de noviembre, las latas de cerveza no se calentaban y ellos planteaban hipótesis descabelladas. Por ejemplo: que Maradona después de dejar atrás a un ejército de ingleses, incluido el portero, no hubiese chutado a puerta sino que hubiese parado el balón sobre la línea de cal bajo palos y se hubiese marchado al vestuario. Por ejemplo: que la joven francesa revolucionaria viniese al pueblo en verano y cantase su himno gabacho en mitad de una procesión a modo de saeta. Por ejemplo: que el mar podía escupir ríos en vez de admitirlos y así la corriente iría hacía el norte y el agua estaría más templada y podrían pescar las latas y las compresas que los turistas tiraban a la playa en verano. Pero no planteaban ser ricos, y si lo pensaban, cada uno se lo callaba al otro, como si fuese una impureza.

Sucedió lo que suele suceder. Uno de ellos emigró, llegado el momento, en busca de una vida más digna. Define digna: cuando el australopitecus abandonó la sabana tanzana y emigro hace cientos de miles de años hacia el norte no sabía que en Noruega los servicios sociales eran más favorables. Él eligió Valencia: ya que iba a abandonar su casa, al menos tener el mar a la vista. Su amigo se quedó en el pueblo manchego y empezó a trabajar en una fábrica que pusieron por aquel entonces de pinturas y barnices. De vez en cuando se reencontraban y repetían cervezas y charlaban, como hacen los amigos, todas esas cosas que importan pero que no hace falta relatar.

Pero poco a poco su salud fue empeorando debido a las toxinas de la pintura que aspiraba en la fábrica. Al final tuvo que jubilarse de forma anticipada y con una pensión mísera de la que apenas se aprovechó porque falleció de neumonía dos años después. Su amigo asistió al funeral como suelen hacer los amigos de la infancia, recordando los dieciséis años con una nostalgia que casi hace que le estalle el corazón en la caja torácica.

El valenciano ahora baja de vez en cuando, con una cerveza sin alcohol, a La Albufera a pescar compresas y paquetes de tabaco mojados y bolsas de plástico.

El tuerto que se sacó el ojo

– Tú te tienes que poner ahí, en la línea, y no moverte. Después yo tiro a la manzana.
– Vale, pero ¿y si fallas? ¿Y si me clavas la flecha en el ojo?
– No pasa nada, te la saco.
– Claro, y me quedo tuerto.
– Bueno, pero si te vas no te doy la propina.
– ¿Y si te equivocas también en la siguiente flecha y me quedo ciego?
– Es lo de menos, te puedo cambiar por otro.
– Ya, pero es que si me he quedado ciego ya puedo ponerme siempre la manzana sobre la cabeza, no tengo nada más que perder.

Until it makes sense.