The Wire, bajo escucha

Queda fuera de duda el auge de las series de televisión en los últimos tiempos. Con Lost, 24, Heroes y similares son muchos los que dejan de lado el cine para acercarse a un género atractivo, entretenido e intrigante. Crecen como la espuma los críticos que afirman que tal o cual serie está un peldaño por encima que cualquier película actual. Y, sobre todo, la rentabilidad de las series de televisión está asegurada a través de contratos publicitarios y venta en DVD; sin embargo, una película puede considerarse más un cara o cruz.

En realidad, yo no me he acercado a esa larga lista de series de televisión de éxito salvo para pasar buenos ratos con comedias como The Office -serie que más que comedia podría ser calificada como el drama de la vergüenza ajena-, How I met your mother -o como repetir Friends unos años después- y The Big Bang Theory -hilarante y fresca convivencia de jóvenes científicos físicos.

Sin embargo, y de casualidad, me tropecé con The Wire.

The Wire es otra historia. Producida por la HBO, como Los Soprano y A dos metros bajo tierra, describe los entresijos del narcotráfico en la ciudad norteamericana de Baltimore. A través de un extenso reparto que incluye policías, detectives, políticos, periodistas, abogados, jueces, traficantes, psicópatas, drogadictos, etc… dibuja el fresco de la corrupción asociada al mundo de las drogas. En The Wire no se intenta ensalzar a los buenos como tampoco se juzga a los malos; simple y llanamente porque ni unos ni otros tienen papeles perfectos. Cada personaje, y es ahí donde radica su fortaleza, tiene sus virtudes y sus defectos; podemos sentir empatía por uno de ellos y al poco tiempo vislumbrar sus sombras como también podemos prejuzgar de forma negativa a un narco poco antes de detectar su humanidad. Los personajes son humanos, muy lejos de los intérpretes mitológicos de otras películas, y por eso yerran a menudo, se alegran con sus éxitos y sufren sus fracasos.

Cada temporada es una historia concreta, un caso a resolver. Sin embargo, cada capítulo tiene entidad por sí mismo y, cuando aparecen los créditos, a uno le queda una extraña sensación de vacío en el estómago, no en la cabeza. Como el vértigo de intuir que lo se cuenta es real, tan crudo, tan triste. Además, la serie está cargada de escenas memorables; sin ir más lejos, en el primer capítulo se observa una de las secuencias más realistas jamás filmada de dos yonquis recién alimentados.

Véanla.

Midiendo tamaños

Te llevaron al Parque Güell para que disfrutaras con las delicias de Gaudí, con esas formas irregulares y cuidadamente coloreadas que hacen las delicias de los mayores porque han olvidado mirar sus garabatos de antaño y no son capaces de despojarse de los desperdicios en forma de experiencia/ensayo-error que forman una gruesa película sobre la piel de sus pensamientos, pero preferiste tumbarte sobre el suelo fresquito a la sombra de un sol justiciero y medir con tu lapicero el tamaño de las columnas y mosaicos cenitales sin acordarte del triplete y sin importarte la caja negra del Airbus desaparecido.

Pasear, al perro

Man With Dog, Francis Bacon, 1953.

Si ves que tiemblo no te preocupes. Que tu bienestar no se vea salpicado por los chorros de mis temores. Expande tu dicha y tu sabia inconsciencia sin percatarte de las angustias que rascan las paredes de mi cueva, desubicado e incomprendido oasis del horror. Siempre el subconsciente, perdido, inexplorable. No intentes bucear en mis des-recuerdos ni en mis des-velos, por tu bien, porque descansarás más tranquila sobre tus pequeñas ambiciones y tus gaseosos éxitos. Y no es que no valore tus triunfos y tus luchas, pero a mí no me gusta sacar a pasear al perro. Quizá yo sea más ese trapecio negro que unos pies atados a un perro; no, no, soy más esa alcantarilla, desconocida y despreciable de antemano.

Surcos

No vives de lo que está almacenado en ti, sino de lo que transformas.
[Antoine Saint-Exupery, Ciudadela]

Gracias por darme a conocer esta pintura (L’homme à la houe, Jean François Millet). No sé qué tiene pero consigue absorberme, siento una gran empatía por ese hombre. No pienso cuando lo observo, sino lo siento, ese surco sinuoso tan sudado, esa boca abierta exhausta, el peso del cuerpo sobre el azadón. Me duelen los riñones viendo este cuadro pero no puedo dejar de mirarlo.

P.S.Por lo visto, el poeta Edwin Markham escribió un poema basado en esta pintura que he encontrado por aquí.

La Rioja en vino

La Rioja está inundado de lágrimas:
la que acera el cristal de la copa cuando el vino es bien alcohólico;
el lloro de las cepas cuando mueve la savia;
lágrima es el primer mosto en el descube…
y lágrimas de alegría cuando lo catamos.

Los riojanos saben que su nombre está inevitablemente ligado al vino; y como lo saben, lo explotan. Es curioso comprobar cómo han labrado una amplia tradición y mimo al vino utilizando para ello arados de marketing y publicidad. Venden el vino como el referente de la cultura de la región. De lo que no cabe la menor duda es que el vino constituye la base de su riqueza; no en vano, cuentan más de 400 bodegas, algunas edificadas por arquitectos de renombre como Norman Foster o Frank Gehry.

Sus bodegas y cariño en el trato al vino son dignas de elogio. La crianza del vino riojano medida en parámetros de buen trato y cuidado está muy lejos de su homónima manchega; cuando en una visita guiada a una bodega te explican la elaboración de su vino da la sensación de que elaboran un caldo tremendamente diferente al manchego. No consigo imaginarme a los temporeros de esta comarca vendimiando en cajones de 200 kilos -incluso en pequeñas cajas de 20 kilos para vinos más cuidados- y prestando delicada atención a la separación de los racimos y las hojas; como tampoco imagino que los corchos de una embotelladora local cuesten 60 céntimos la unidad o que las barricas de roble que conservan el vino se desechen después de tres temporadas porque la madera haya perdido parcialmente las características que la hacen idónea para el envejecimiento noble del vino. Huelga decir que eso en el inmenso mar de viñas de La Mancha sería inviable, del mismo modo que sería imposible el abastecimiento global si todo el vino se hiciese con tanto mimo.

Cada una de las uvas que se recogen recubiertas de las esporas de las levaduras que motivarán su fermentación, cada una de las barricas de roble americano o francés que abrigarán el caldo propiciando una simbiosis de aromas, cada una de las botellas que inconscientemente descansan en lúgubres nichos esperando su resurrección de entre los muertos, cada elemento que interviene en el proceso de elaboración del vino riojano se cuida con detalle. Y todo con un objetivo, un destino de plenitud sensorial, ese instante en el que el vino inunda el paladar del bebedor y excita todos sus sentidos en un trago equilibrado y aromático.

Y para que ese placer sea duradero, que mejor que una colección de vinos de bar en bar, por ejemplo, en la célebre Calle Laurel de Logroño. Que esos exquisitos enólogos caten sus vinos y los escupan, que mientras los demás estaremos apurando nuestros vinos, catando nuestros pinchos y saboreando conversaciones de bar. Y puede que la Calle Laurel no tenga la alegría y los precios de la Calle Elvira de Granada, ni las generosas tapas de Ciudad Real, ni la elegancia y variedad de San Sebastián, pero conjuga perfectamente los elementos que conforman un buen tapeo. En cada bar, una especialidad de tapa: cojonudos en uno, zapatillas en otro, champiñones en varios, revuelto de patatas con bacalao o chistorra en otro, chorizos a la sidra en otro, y así hasta unas decenas de bares amontonados en una estrecha calle logroñesa que merece la pena visitar. En particular, me llama la atención que no se suele pedir «un vino» o «un chato de vino», sino que lo habitual es especificar «un joven», «un crianza», «un reserva»; botón que sirve de ejemplo para ilustrar la importancia del contenido para los riojanos. Supongo que llegado este momento, es fácil recomendar La Rioja como destino turístico…

Pinceladas de Berlín

too rich for Monaco
too famous for L.A.
too hard for Moscow,
right for Berlin!

Es el lema de algunas de las camisetas souvenir que se venden en Berlín. No sé si será exagerado. Más bien diría que Berlín no es tan majestuosa como París, ni tan monumental como Roma, ni tan económica como Praga, ni tan fría como Moscú, ni tan multicultural como Londres. Berlín probablemente no se preocupase por esos adjetivos porque pasa de todo. No hay más que subir al metro (U-Bahn) para darse cuenta de lo ocupados que están los berlineses como para preocuparse de calificativos. Puedes encontrar a abuelas en zapatillas de deporte y gafas de sol naranjas con pinta de ir a alguna parte -con prisas a su edad-, a jóvenes que abren su MacBook mientras comen y suben su bici al metro, a ángeles rubias de piel de porcelana que leen libros en japonés, y mil etcéteras más. En Berlín parece que cada persona es sí misma, impermeable y despreocupada del qué dirán. La capital de Alemania es enérgica y dinámica.

Decadente

Quizá no se trate de una ciudad excesivamente atractiva para visitar como lo pueden ser las ciudades italianas del estilo de Roma, Venecia o Florencia, recargadas de belleza clásica y con montones de lugares señalados en rojo en las guías de viajes. Mientras paseaba por Berlín más bien me parecía que era la ciudad que proyectaba Alemania al mundo y que servía tanto de radiografía de la Historia del siglo XX como de espejo de la propia cultura alemana. El Reichstag con su anacrónica cúpula acristalada como contrapunto al poder del pueblo, la Puerta de Brandenburgo como espectadora de la historia alemana y símbolo de supervivencia, el Muro y el Checkpoint Charlie como emblemas de la Guerra Fría, el barrio de Kreuzberg como ejemplo de inmigración, Postdamer Platz como alegoría de futuro y prosperidad, la iglesia de Kaiser-Wilhel-Gedächtniskirche como recuerdo del apocalipsis de la Segunda Guerra Mundial… No son monumentos que te hagan sufrir el Síndrome de Stendhal pero sí te hacen consciente del paso del tiempo.

Y más allá del turismo diurno, el ambiente nocturno de la ciudad. Pasear por Berlín en noviembre cuando anochece y los termómetros frisan los cero grados no es demasiado agradable, de ahí que no se vea mucha gente por las calles y dé la sensación de no tratarse de una ciudad de tres millones y medio de habitantes. Sin embargo, el ambiente está ahí, en los locales de moda, en los garitos, en los pubs de mesas bajas con, casi siempre, música electrónica. Y si se habla de música electrónica, ha de hacerse desde el Tresor, cuna del techno. Ir al Tresor es vivir una experiencia única, una extreme party en palabras de la recepcionista del Hostel. El local -ha cambiado de ubicación- no puede ser más lúgubre. Se encuentra en un barrio sin demasiado movimiento y tiene apariencia de antigua fábrica abandonada. Pero es que es peor: se levanta sobre una vieja y desvencijada cárcel de angostos pasillos. Salir una vez dentro es casi una odisea. La música se divide en dos salas de la que una de ellas debería estar prohibida por ser el infierno: música que se podría definir como ruido de fábrica, luz inexistente más allá de los flashes intermitentes cada cieeerto tiempo y gente al borde del abismo. Como muestra, el DJ pincha desde detrás de los barrotes de una celda. Una experiencia única.

La oferta cultural de Berlín, para nosotros, acostumbrados a tan poquito, resulta abrumadora. Sin ir más lejos, en las cuatro noches que allí estuvimos hubo conciertos de Slipknot o Franz Ferdinand. Nosotros, sin embargo, nos decantamos por ir a un concierto de !!! (léase “chk chk chk”) en la Festsaal Kreuzberg, una suerte de local de entrada desoladora pero cargado de encanto. No es habitual encontrar conciertos de este calibre por 13 euros en una sala de tamaño relativamente pequeño en España. El concierto, para qué decir, fue brutal y con un ambiente excelente. Los alemanes respetaron durante todo el concierto sus posiciones sin parar de moverse al son de los ritmos rock-pop-dance-funk-electro de !!!. Eso sí, ha de admitirse cierta sobredosis de homosexuales poco discretos en eventos de este tipo en la ciudad gay por antonomasia.

Cúpula del Reichstag

Por último, Berlín es una ciudad de contradicción. Donde Marx y Engels pueden tener su homenaje junto a la mayor iglesia católica de Berlín (St. Hedwigs-kathedrale), donde convive la mayor comunidad gay de Europa a pesar del exterminio nazi, donde el arte puede ser concebido de formas tan distantes como en la Galería de Arte Tacheles o en el Pergamonmuseum, una ciudad puntera a pesar de la destrucción que la hizo casi desaparecer del mapa en 1945, una ciudad demasiado acostumbrada a renacer de sus cenizas como para tener miedo de ser grande.

P.S. Más fotos de Berlín en flickr…

Erótica urbana o De la soledad del afilador

-El ideal de vida -les dije- consiste en vivir nueve meses en el campo y tres en El Corte Inglés.

Así empieza Erótica urbana o De la soledad del afilador, novela del escritor villaescusero Adolfo M. Martínez. El estudio de la Erótica urbana sucede al que ya realizó en su día de la Erótica rural, de la que hablaremos en su día. Adolfo se define como un híbrido inestable de licenciado en Derecho, pintor, escultor, escritor, único estudiante y a la vez decano de la Universidad de Villaescusa de Haro -esto es otra historia-, y regente del Palacio Rural Universitas. Aunque él prefiere autodefinirse como la única persona que ha leído las Obras Completas de Platón y ha partido un azadón de marca Bellota. Cuando uno se enfrenta a la Erótica urbana tiene siempre presente que ha sido él el autor; por un lado, porque a poco que se le conozca se le descubren las ideas que siempre ha promulgado, y por otro, por su intelectualismo.

La novela está plagada de ideas, algunas de ellas admirablemente bien ensartadas en el discurso, que gotean en los diálogos de los protagonistas y que van desde citas de don José (por Ortega y Gasset) como interpretar las cosas con categorías freudianas es renunciar, de antemano, a comprender hasta certeras y provocadoras sentencias como con las mujeres me pasa como con las setas: me gustan mucho; pero me dan mucho miedo. Las referencias ilustradas dotan al libro de una seriedad de biblioteca que juega con la inocencia de uno de sus protagonistas e invitan a reflexionar al lector. Por su parte, las afirmaciones propias son categóricas y tienen un punto picante que desnuda la hipocresía del lenguaje y lo políticamente correcto. Es la forma que tiene Adolfo para hablar de temas trascendentales sin necesidad de profundizar en tesis sesudas y es la razón porque la que se le considera el creador de una tendencia literaria llamada tremendismo ilustrado:

  • Libertad: el día que me dejó la mujer decidí desprenderme del televisor. Para redondear más mi libertad.
  • Muerte: la muerte es que tiene mala leche, siempre te pilla cuando vas a dar un pespunte.
  • Felicidad: parece mentira que la felicidad pueda consistir en vaciar la vejiga.
  • Sex-shops: a estos sitios se viene a destilar la soledad.
  • Alcohol: el ideal del hombre es estar medio día borracho y medio día durmiendo.

Y, sobre todo, el amor, tema central de la novela encubierto en una trama que incluye sangre, cárcel, tipos raros, inventos más raros aún, la cafetería del Club del Gourmet de El Corte Inglés y conocidos lugares madrileños. El amor, enlazado con el sexo, el afecto y el tiempo que lo macera, visto desde una perspectiva particular y sutilmente provocadora. No me gustaría anticipar más acerca de la trama porque recomiendo leerlo; no creo que a nadie deje indiferente y además se trata de una novela breve de menos de 200 páginas.

Por último, la opinión de José María Alfaya al respecto, que hace hincapié en el otro gran tema de la novela. La filosofía de vida de dos personas desubicadas que dan tumbos por un Madrid que no sienten suyo y del que se refugian en las grandes alturas para mirar a vista de pájaro las conductas humanas:

En fin, yo diría que estamos ante una novela que se apoya en una trama para poder ser mejor lo que más le gusta al autor: una novela de situaciones, de otoño cheyenne, de derrotados irreductibles que se defienden en un mundo que no es el suyo comprendiéndolo mejor que los que se sienten dueños o actores principales de él.

Banksy o el arte de la calle

Todo el mundo conoce a Banksy. O eso pensaba yo hasta el otro día, que comenté algo acerca de su obra y modus operandi y los dos interlocutores pusieron cara de extrañeza…

Banksy, según la wikipedia, es el pseudónimo de un popular artista inglés conocido mundialmente por sus graffitis satíricos callejeros. Su arte urbano (recomiendo que pinchéis en el enlace y veáis sus obras; seguro que más de una os suena) es transgresor e irónico, anti-sistema y reflexivo, siempre controvertido. Sus graffitis se pueden encontrar en varias ciudades del mundo, si bien Londres siempre ha sido su principal centro de atención. Aquí o aquí podéis leer más sobre su obra.

En muchas ocasiones ha sido criticado por la confrontación entre las ideas que presenta en su obra -de protesta, anticapitalista, callejero- y su comportamiento, ya que trabaja para galerías de arte y vende sus obras a muy buen precio (hasta unos cuantos miles de libras…). Algunos de sus compañeros lo tachan de vendido y otros de vándalo (bueno, esto no es raro cultivando el arte del graffiti). En El País dijeron de él que es como Robin Hood, pero al revés: pinta para los pobres, pero le compran los ricos. Espero que algunos de los visitantes del blog, artistillas o estudiosos del arte, opinen al respecto…

P.S. Ahora está bastante de moda una exposición que ha instalado en una tienda de mascotas en Nueva York en la que los pollos son nuggets, los peces son palitos de merluza y Piolín aparece desplumado y depresivo.