La Rioja está inundado de lágrimas:
la que acera el cristal de la copa cuando el vino es bien alcohólico;
el lloro de las cepas cuando mueve la savia;
lágrima es el primer mosto en el descube…
y lágrimas de alegría cuando lo catamos.
Los riojanos saben que su nombre está inevitablemente ligado al vino; y como lo saben, lo explotan. Es curioso comprobar cómo han labrado una amplia tradición y mimo al vino utilizando para ello arados de marketing y publicidad. Venden el vino como el referente de la cultura de la región. De lo que no cabe la menor duda es que el vino constituye la base de su riqueza; no en vano, cuentan más de 400 bodegas, algunas edificadas por arquitectos de renombre como Norman Foster o Frank Gehry.
Sus bodegas y cariño en el trato al vino son dignas de elogio. La crianza del vino riojano medida en parámetros de buen trato y cuidado está muy lejos de su homónima manchega; cuando en una visita guiada a una bodega te explican la elaboración de su vino da la sensación de que elaboran un caldo tremendamente diferente al manchego. No consigo imaginarme a los temporeros de esta comarca vendimiando en cajones de 200 kilos -incluso en pequeñas cajas de 20 kilos para vinos más cuidados- y prestando delicada atención a la separación de los racimos y las hojas; como tampoco imagino que los corchos de una embotelladora local cuesten 60 céntimos la unidad o que las barricas de roble que conservan el vino se desechen después de tres temporadas porque la madera haya perdido parcialmente las características que la hacen idónea para el envejecimiento noble del vino. Huelga decir que eso en el inmenso mar de viñas de La Mancha sería inviable, del mismo modo que sería imposible el abastecimiento global si todo el vino se hiciese con tanto mimo.
Cada una de las uvas que se recogen recubiertas de las esporas de las levaduras que motivarán su fermentación, cada una de las barricas de roble americano o francés que abrigarán el caldo propiciando una simbiosis de aromas, cada una de las botellas que inconscientemente descansan en lúgubres nichos esperando su resurrección de entre los muertos, cada elemento que interviene en el proceso de elaboración del vino riojano se cuida con detalle. Y todo con un objetivo, un destino de plenitud sensorial, ese instante en el que el vino inunda el paladar del bebedor y excita todos sus sentidos en un trago equilibrado y aromático.
Y para que ese placer sea duradero, que mejor que una colección de vinos de bar en bar, por ejemplo, en la célebre Calle Laurel de Logroño. Que esos exquisitos enólogos caten sus vinos y los escupan, que mientras los demás estaremos apurando nuestros vinos, catando nuestros pinchos y saboreando conversaciones de bar. Y puede que la Calle Laurel no tenga la alegría y los precios de la Calle Elvira de Granada, ni las generosas tapas de Ciudad Real, ni la elegancia y variedad de San Sebastián, pero conjuga perfectamente los elementos que conforman un buen tapeo. En cada bar, una especialidad de tapa: cojonudos en uno, zapatillas en otro, champiñones en varios, revuelto de patatas con bacalao o chistorra en otro, chorizos a la sidra en otro, y así hasta unas decenas de bares amontonados en una estrecha calle logroñesa que merece la pena visitar. En particular, me llama la atención que no se suele pedir «un vino» o «un chato de vino», sino que lo habitual es especificar «un joven», «un crianza», «un reserva»; botón que sirve de ejemplo para ilustrar la importancia del contenido para los riojanos. Supongo que llegado este momento, es fácil recomendar La Rioja como destino turístico…