Dublín I: ¡Berberechos y mejillones vivos!

O eso dicen que cantaba la traviesa Molly Malone, pescadera de día, por las calles portuarias de Dublín durante las mañanas neblinosas de buena parte del siglo XVIII. La leyenda cuenta que fue la mujer más guapa en la Noble Ciudad de Dublín (In Dublin’s Fair City) y que solía pasear con un carrito en el que llevaba su mercancía marina. Dicen que vendía marisco de día y su cuerpo de noche, y por eso ahora es apodada The tart with the cart (la golfa con el carro).

La pobre Molly Malone murió sola, de fiebre, en plena calle, delirando ante la indiferencia de los largos abrigos dublineses andantes. Dicen que su fantasma vaga por las lúgubres calles de la ciudad aún hoy. También existe una estatua conmemorativa en una céntrica calle de Dublín (Grafton Street) que representa a la pescadera con su carro de mejillones y berberechos.

Muchos años después de su muerte, un tal James Yorkston compuso una canción dedicada a Molly Malone que a día de hoy se ha convertido en el himno no oficial dublinés. Aquí la puedes ver interpretada por The Dubliners. Tal y como informa la wikipedia, en el cine aparece representada en los primeros minutos de la película La Naranja Mecánica cantada por un vagabundo borrachín que todavía maldice su encuentro con Alex y compañía.

Pobre dulce Molly, trabajadora a destajo, humillada en su pobreza, despreciada su belleza, incapaz de sobrevivir en una ciudad que sólo pretendía mejillones vivitos.

Historias de Roma

Berlusconi es, en el imaginario de sus partidarios, un condottiero, no un politicastro al servicio de intereses superiores; es alguien que opera a la luz del día, no un grande vecchio que conspira en secreto; es alguien que habla con claridad y dice lo que piensa, a diferencia de la clase política convencional; es un esteta que recurre continuamente a la cirugía estética para rehacerse el rostro y la cabellera (los pelos que cubren su calva poceden del cogote de su hermana) y se rodea de cosas bellas y mujeres guapas (el machismo mantiene una notable vigencia); es, además, un hombre riquísimo que no se deja corromper, sino que corrompe, lo cual evita presiones y garantiza la fiabilidad de sus promesas.

Fragmento de Historias de Roma, del lúcido Enric González, un librito curioso y de agradable lectura en el que el escritor catalán dibuja un fresco muy vivo y sobresaliente de la maravillosa ciudad de Roma y, ya de paso, de la sociedad romana. La escritura es muy ágil y los contenidos muy atractivos, qué pena que sea tan corto, con multitud de anécdotas y opiniones de Berlusconi, Juan Pablo II, Alberto Sordi o Totti, entre muchos otros. El retrato es tierno y mordaz, va de anécdotas graciosas a valoraciones filosóficas básicas pero relevantes.

Un libro recomendable para todo aquel que haya ido o vaya a ir a Roma, además casi te dará tiempo a leerlo en el avión a la capital romana. Como alternativa, Enric González también ha publicado sus historias de Londres y Nueva York, dos capitales en las que también fue corresponsal.

Schweinsteiger, Hauptbanhof

Alemania es una Hauptbanhof.

Suena a insulto, pero simplemente se trata del término con el que designan a las estaciones de trenes principales de cada ciudad. La primera imagen que me viene a la mente cuando pienso en Alemania es la de una larga hilera de vías de tren, montones de amasijos de hierro perfectamente alineados en paralelo, lo que se ve cada vez que te acercas a una Hauptbanhof y el tren decelera. Y ahí desembocan los trenes, en las estaciones principales, tan imponentes, generalmente espacios abiertos con grandes bóvedas, como catedrales de la globalización y la ubicuidad. Es denso el trasiego de personas de todas las edades, desde adolescentes que comen brezeln o berliner hasta personas mayores con zapatillas de deporte y pantalones de chándal pasando por serios ejecutivos que toman el tren y no los taxis o coches oficiales. Y denso es también el olor de las estaciones y andenes y vagones, debido a la familiaridad con que comen los alemanes fuera de casa y el olor de su comida, tan especiada. Da la sensación de que no haya ningún alemán fuera del tren y que todos hagan visitas a familiares o trabajen o estudien en ciudades diferentes. Lo malo es que te abroncan si hablas por el teléfono en el vagón, no les gusta que interrumpas el sonido de los raíles. Es curioso, como anécdota, que he visto más trenes de alta velocidad con retraso que regionales, como si Deutsche Bahn quisiese atenuar las injusticias que sufre la plebe con un pequeño detalle de favoritismo o como si fuese consciente de que los trayectos en regionales son más relevantes para el engranaje germano.

Schweinsteiger es una Hauptbanhof.

Suena a insulto, pero Schweinsteiger es algo así como una Hauptbanhof, un conglomerado de hierro forjado en las canteras bávaras, donde no se aprender a gambetear, sino a atornillar, soldar y tomar consciencia de la industria de cadenas de montaje de logística casi mística. Schweinsteiger es como un nudo ferroviario en el que se concentra el germen del fútbol aleman actual, origen de todos los trenes con destino la portería rival. Una estación que reparte justicia con los viajeros, agilidad de transbordo e incansables labores de distribución. Cuando sus compañeros lo encuentran, sienten el alivio del viajero cuando divisa la alta bóveda de una Hauptbanhof, saben que estéticamente podría ser más estética y atractiva pero difícilmente más funcional y sosegante.

Esperemos que mañana todos los trenes lleguen con retraso.

Richmond Park, a place to walk

Hace un par de semanas, con motivo de una conferencia acerca de la vídeo-vigilancia, estuve en Londres. En realidad, no estuve en el Londres que todos conocemos con su Buckingham Palace, su Big Beng, su Tower Bridge o su Trafalgar Square, sino en uno de los distritos del Gran Londres, Kingston. Y allí es donde se encuentra el más asombroso parque que he visto, Richmond Park.

   

Richmond Park, con sus casi mil hectáreas de superficie, es el Royal Park más grande de los nueve londinenses y uno de los mayores parques urbanos del planeta. Pasear alrededor de Richmond Park es una experiencia prácticamente mística; no hay contaminación visual -a no ser que pases cerca del camino de coches- ni acústica y se puede observar el sosegado modo de vida de la fauna que allí habita, desde zorros y ardillas hasta ciervos y cisnes. El parque es visualmente inabarcable y en algunas de las zonas la frondosidad de los árboles es tal que uno se siente en el corazón de la naturaleza. En Richmond Park se respira paz y sosiego, es un buen lugar para sentarse a meditar o simplemente a disfrutar, a escuchar los silbidos de las aves o a observar el comportamiento de los ciervos. Una ardilla me sopló algo que no entendí muy bien de la rosa de los vientos humana, algo así como social, intelectual, emocional y espiritual, pero no capté bien, tendré que volver.

Qué injusta es la popularidad con Richmond Park en comparación con el archiconocido Hyde Park, tan sobrevalorado y abarrotado.

P.S. Una lástima que no llevase cámara de fotos, afortunadamente en flickr hay miles de fotos del parque. Gracias Elena.

Donostia-San Sebastián

Hoy he sabido que esa ciudad vasca tan burguesa y elegante se llama oficialmente Donostia-San Sebastián, así, juntito, para ver si la proximidad en el nombre se traduce en concordia política (eso sí, el gentilicio es donostiarra, uno a cero)…

Siempre digo que San Sebastián es una de las ciudades más atractivas de España. Su panorámica desde el Palacio Miramar es absolutamente cautivadora, con la bahía de La Concha encerrada entre los montes Igueldo y Urgull, la isla de Santa Clara levantada en mitad de la bahía, la playa de Ondarreta junto a sus palacetes barrocos y la playa de La Concha vigilada por una cadena de construcciones casi imperiales. Sólo por esa vista San Sebastián ya merece la pena, y supongo que el señor del sombrero blanco de la imagen también lo pensó porque estuvo horas sentado en ese banco. La bahía, además, se puede pasear en un largo paseo marítimo que termina en el célebre Peine del Viento.

Llegó temprano, supuse que sabía que el día sería soleado, y se sentó en un banco acorde a su vestimenta. Parecía un tímido personaje de Esperando a Godot, pero él no era un vagabundo. No sé si era la primera vez que iba o era un ritual, pero estuvo mucho tiempo sentado. Su mirada me hacía suponer que intentaba ser consciente de sí mismo a través del gozo visual, como si viese reflejado el fundamento de la existencia en las vistas, tan maravillosas. Que llevase allí tanto tiempo me desconcertaba, máxime cuando el calor debería haberlo convencido en poco tiempo de cobijarse a la sombra. No se inmutaba ni cuando pasaba por allí alguna donostiarra de chapeau. Sin embargo, él parecía ajeno a todo lo que le rodeaba, como si hubiese alcanzado un nirvana terrenal. Cuando la curiosidad me superó, me acerqué. Estaba leyendo. Como drogado inmerso en la lectura de uno de los libros de Stieg Larsson, ¿tanta adicción provocan? ¿dejan secuelas?

Lisboa, romanticismo sucio

Fernando Pessoa, uno de los lisboetas más célebres, me enseñó hace años en su Libro del desasosiego (absolutamente recomendable) el lado oculto del romanticismo: «la mayor acusación contra el Romanticismo no se ha formulado todavía: es la de que representa la verdad interior de la naturaleza humana. Sus exageraciones, sus ridiculeces, sus poderes varios de conmover y de seducir, residen en que es la figuración exterior de lo que hay más dentro en el alma, más concreto, visualizado, hasta imposible, si el ser posible dependiese de otra cosa que no fuese el destino».

Algo así es Lisboa. En cualquier guía de viajes se pueden leer alabanzas al romanticismo de Lisboa, «una de las capitales más románticas de Europa junto a París y Praga»; sin embargo, quizá su apariencia descuidada decepcione al visitante, porque en Lisboa no hay un Montmartre ni un Puente de Carlos, en la Plaza del Comercio huele a fango y a la orilla de la desembocadura del río Tajo, las ratas, las palomas y las gaviotas se afanan en conseguir el mejor bocado. Quizá Pessoa se refería a eso cuando hablaba de «la verdad interior de la naturaleza humana», esa convivencia entre ratas y ratas del aire.

Lisboa nocturna

Lisboa, como el romanticismo, conmueve y seduce. Desde la sinceridad de saberse una ciudad sin joya de la corona, de tonos grises y fachadas desatendidas, Lisboa muestra una sinceridad conmovedora. Podría ser una ciudad esplendorosa si el Castillo de San Jorge fuese más imponente, o si la Torre de Belém pareciese indestructible, o si en la desembocadura del Tajo brillase el agua, o si los miradores no se viesen salpicados por antenas de televisión poco discretas, o si el elevador de Santa Justa fuese algo más que un ascensor célebre. Pero Lisboa es seductora tal cual, como una joven esbelta que llevase zapatos sucios y melena desordenada.

Lisboa, como el romanticismo, es exagerada y ridícula. En esta capital, las calles son más atractivas cuanto mayor sea el desnivel de las cuestas. Tanto en el Barrio Alto, como en el Chiado o en la Alfama, el viajero goza del sufrimiento de afrontar cuestas imposibles y escaleras interminables; como en el amor, donde el padecimiento se torna perseverancia y desemboca en amor propiamente dicho. En concreto, merece la pena la ascensión desde la Baixa hacia el Castillo para comer en O Eurico y tomar una copa nocturna en la terraza de Chapitô. El primero, una tasca diminuta y familiar de trato simpático y precio barato donde degustar bacalao, doradas o sardinas como hechas en casa. El segundo, un local muy conocido, luego abarrotado, donde puedes tomar desde una cerveza a cenar, desde bailar a observar Lisboa desde el mirador propio.

Lisboa, sin embargo, es lo que hay más dentro y no la figuración exterior. Lisboa es una ciudad desnuda con dos atractivos brazos, el Puente 25 de abril y el Puente Vasco de Gama, el más largo de Europa con 17 km. de longitud. Lisboa se deja tocar y sentir, con sosiego. Igual que Pessoa, que abandonó su desasosiego literario para apostarse en la terraza de la cafetería O Brasileira y disfrutar del trasiego de la gente en Baixa-Chiado, porque ya hay bastante metafísica en no pensar en nada.

Midiendo tamaños

Te llevaron al Parque Güell para que disfrutaras con las delicias de Gaudí, con esas formas irregulares y cuidadamente coloreadas que hacen las delicias de los mayores porque han olvidado mirar sus garabatos de antaño y no son capaces de despojarse de los desperdicios en forma de experiencia/ensayo-error que forman una gruesa película sobre la piel de sus pensamientos, pero preferiste tumbarte sobre el suelo fresquito a la sombra de un sol justiciero y medir con tu lapicero el tamaño de las columnas y mosaicos cenitales sin acordarte del triplete y sin importarte la caja negra del Airbus desaparecido.