Fernando Pessoa, uno de los lisboetas más célebres, me enseñó hace años en su Libro del desasosiego (absolutamente recomendable) el lado oculto del romanticismo: «la mayor acusación contra el Romanticismo no se ha formulado todavía: es la de que representa la verdad interior de la naturaleza humana. Sus exageraciones, sus ridiculeces, sus poderes varios de conmover y de seducir, residen en que es la figuración exterior de lo que hay más dentro en el alma, más concreto, visualizado, hasta imposible, si el ser posible dependiese de otra cosa que no fuese el destino».
Algo así es Lisboa. En cualquier guía de viajes se pueden leer alabanzas al romanticismo de Lisboa, «una de las capitales más románticas de Europa junto a París y Praga»; sin embargo, quizá su apariencia descuidada decepcione al visitante, porque en Lisboa no hay un Montmartre ni un Puente de Carlos, en la Plaza del Comercio huele a fango y a la orilla de la desembocadura del río Tajo, las ratas, las palomas y las gaviotas se afanan en conseguir el mejor bocado. Quizá Pessoa se refería a eso cuando hablaba de «la verdad interior de la naturaleza humana», esa convivencia entre ratas y ratas del aire.
Lisboa, como el romanticismo, conmueve y seduce. Desde la sinceridad de saberse una ciudad sin joya de la corona, de tonos grises y fachadas desatendidas, Lisboa muestra una sinceridad conmovedora. Podría ser una ciudad esplendorosa si el Castillo de San Jorge fuese más imponente, o si la Torre de Belém pareciese indestructible, o si en la desembocadura del Tajo brillase el agua, o si los miradores no se viesen salpicados por antenas de televisión poco discretas, o si el elevador de Santa Justa fuese algo más que un ascensor célebre. Pero Lisboa es seductora tal cual, como una joven esbelta que llevase zapatos sucios y melena desordenada.
Lisboa, como el romanticismo, es exagerada y ridícula. En esta capital, las calles son más atractivas cuanto mayor sea el desnivel de las cuestas. Tanto en el Barrio Alto, como en el Chiado o en la Alfama, el viajero goza del sufrimiento de afrontar cuestas imposibles y escaleras interminables; como en el amor, donde el padecimiento se torna perseverancia y desemboca en amor propiamente dicho. En concreto, merece la pena la ascensión desde la Baixa hacia el Castillo para comer en O Eurico y tomar una copa nocturna en la terraza de Chapitô. El primero, una tasca diminuta y familiar de trato simpático y precio barato donde degustar bacalao, doradas o sardinas como hechas en casa. El segundo, un local muy conocido, luego abarrotado, donde puedes tomar desde una cerveza a cenar, desde bailar a observar Lisboa desde el mirador propio.
Lisboa, sin embargo, es lo que hay más dentro y no la figuración exterior. Lisboa es una ciudad desnuda con dos atractivos brazos, el Puente 25 de abril y el Puente Vasco de Gama, el más largo de Europa con 17 km. de longitud. Lisboa se deja tocar y sentir, con sosiego. Igual que Pessoa, que abandonó su desasosiego literario para apostarse en la terraza de la cafetería O Brasileira y disfrutar del trasiego de la gente en Baixa-Chiado, porque ya hay bastante metafísica en no pensar en nada.