Si en mi imaginación el cuento empieza en una mesita de cafetería con una pareja y él está apagando con saña su cigarro en el cenicero entonces ya no es válido porque la gente ahora fuma de pie en la calle, sujetando el codo de la mano que fuma con su otro brazo, o con una mano en el bolsillo en el periodo invernal. Y si no vale apagar el cigarrillo, me pierdo entre la legislación vigente y el cuento se pierde entre la verosimilitud forzada. No puedes intentar aislar el cigarro y buscarle un nuevo escenario, así que el hombre, pongamos Marcos, termina de apagar su cigarro y levanta la mirada hacia la mujer, pongamos Marta, que tiene un tatuaje cursi de una mariposa cerca de la yugular, para preguntarle qué le parece lo que ha dicho Alberto Olmos en El Cultural. Marta, claro, no ha leído nada, ha estado en la oficina todo el día, ha hecho la compra y ha quedado con Marcos en la cafetería de las mesas de mármol negro en la que el marco de todos los cuadros es blanco. De hecho, ¿quién ese ese Olmos? Si lo único que ella ha leído de ese tipo son unas palabras en el blog de Luna Miguel: «Cuando estás enamorada, ¿qué pasa? ¿No te corres?.» Ni siquiera a mí, narrador de este post, me interesaba hasta que supe que fue finalista del Premio Herralde el año que lo ganó Bolaño con Los detectives salvajes. Marta inquiere con la mirada, ya con curiosidad, mientras Marcos se saca de la manga un ejemplar de la revista y empieza a leer fragmentos: «todos esos artistas que disfrutan de vidas regaladas desde que vinieron al mundo, que jamás les ha faltado trabajo ni han tenido que cargar cajas ni atender en un call-center» -a mi pueblo vino uno de esos artistas a vendimiar pensando que se trataba de una labor romántica, algo así como una mezcla de Un paseo por las nubes y el olor embriagador de un ribera viejo y el sabor reciente de la uva recién cortada, iluso, pobre iluso-, «que los artistas vengan a darme lecciones sobre cómo salvar el mundo me irrita profundamente», «la solidaridad hoy en día es una forma de ocio, una ficción para gente con mucho tiempo», a lo que Marta contesta que puede que algunos solidarios lo sean por presión social, por esa presión social que mancha tu conciencia para que dones una parte de tus ingresos a una ONG o por seguir la corriente del buenismo actual, pero que también existen personas comprometidas a fondo y sacrificadas, «sí, pero me ofende esa gente que disfruta del capitalismo y sus ventajas pero que como está afiliado a Unicef, se siente libre, va a manifestaciones y da lecciones para salvar el mundo», bueno, no deja de ser un alien solidario moderno, pero te repito que los hay coherentes en su austeridad, «hay gente que escribe muy bien en internet, pero eso no significa que tenga algo que contar y narrar», ya me has cambiado de tema, y eso es una perogrullada, si todo internet mereciese la pena desaparecerían las editoriales en su papel de identificadoras de la calidad, «es que vivimos en un tiempo en el que la estupidez y la maldad han concertado su poder destructivo; y no descubro nada al señalar que nuestra civilización se asoma a un ocaso sin épica ni grandeza.» Bueno, eso no lo dice Olmos, pero seguro que los suscribe, un ocaso sin épica, sin grandeza, un final tedioso e inevitable.
Un final tan triste, en el que se puede equiparar la satisfacción al montar una cómoda de Ikea a la complacencia después de retuitear los eslóganes más ingeniosos de la primavera árabe.