El hombre que mató a Osama Valance


Liberty Valance con Tom Doniphon

No tengo twitter, aunque no sé por qué, seguro que algún día me hago uno. Es entretenido leer las opiniones de las celebridades y algunos tweets, creo que se escribe así, son muy divertidos. El otro día me tropecé en el twitter del gran columnista David Gistau con un tweet que me llamó especialmente la atención: «Obama es el primer negro de la Historia tratando de convencer al mundo de que él sí mató a un hombre.»

A raíz de ese mensaje me acordé, a saber porqué, de una gran película: El hombre que mató a Liberty Valance, uno de los últimos westerns genuinos, por supuesto, dirigido por el insoportable borrachín de John Ford. Si no has visto la película difícilmente entenderás la relación entre Liberty Valance y Bin Laden y entre Ransom Stoddard y Obama, pero es que si no has visto El hombre que mató a Liberty Valance es altamente improbable que leas este blog.

El filme narra una historia con tres protagonistas: James Stewart como Ransom Stoddard, John Wayne como Tom Doniphon y Lee Marvin como Liberty Valance. Un pueblo del Oeste en el que se entrecruzan los destinos de tres hombres totalmente opuestos. Ransom llegó al pueblo con un morral en el que traía ¡libros!, buenas intenciones, ideales de justicia y un diploma de recién licenciado en Derecho. Pero, vaya, no se le había pasado por la cabeza hacerse con un maldito revólver. A su vez, Liberty vivía asido a su látigo con empuñadura plateada, infundía respeto –perdón, miedo- y sonreía con una seguridad que dejaba traslucir malas intenciones y peores acciones. Por último, Tom, el tipo duro de siempre, con su corazón ya comprado por una joven cocinera y el honor aún intacto. Digamos que se trataba de ver quién era más fuerte, si la racionalidad con ansia de justicia, la represión autoritaria o la honestidad. En fin, una lucha entre el libro, el revólver y el honor. Pero, como suele suceder en este tipo de duelos con tan cualificado personal, nadie vence.

En la peli pronto sentimos empatía hacia Ransom por sus buenas maneras, como ha logrado siempre Obama. Alguien mata a Liberty para liberar al pueblo, algo parecido a lo que buscaba EE.UU. suprimiendo por fin a Osama. Y luego está Tom, John Wayne, que ya no va a poder ir al quiosco a comprar la SuperPop.

Como si eso sirviese para algo


Ernesto Sábato (www.guapacho.net)

Hay libros con los que uno se tropieza casi sin darse cuenta. Me sucedió con El túnel cuando tenía unos diecisiete. Lo empecé a leer una tarde de domingo simplemente porque era más finito que sus vecinos de estantería, unas ciento veinte páginas que me absorbieron sin pedir permiso a mi voluntad. Lo abrí y empecé a leer como quién no quiere la cosa sentencias del tipo «uno se cree a veces un superhombre, hasta que advierte que también es sucio y mezquino» o «vivir consiste en construir futuros recuerdos» o «gente que andaba de un sitio a otro, como si eso sirviese para algo.» Sentencias firmes y sencillas que taladraban una mente maleable y adolescente y la llenaban de desamparo junto a otros tropiezos existencialistas como La náusea o El extranjero.

Y ahora, a los 99, ha muerto el escritor que decía que «con los años se llega a saber que la muerte no sólo es soportable sino hasta reconfortante.» Sábato ha tenido mucho tiempo para acomodarse, sin duda. Algo así le pasó también a Márai, que duró hasta los 89. Sólo que él se suicidó a esa edad. Parece casi un suicidio frustrado: a esa edad ya no tiene sentido, es como si Ian Curtis hubiese dicho «me cuesta mucho vivir, pero mejor me espero en este calvario», ¿o pensaba durar otros noventa años? Precisamente de esa edad habla García Márquez en una controvertida novelita: «No obstante, cuando desperté vivo la primera mañana de mis noventa años en la cama feliz de Delgadita, se me atravesó la idea complaciente de que la vida no fuera algo que transcurre como el río revuelto de Heráclito, sino una ocasión única de voltearse en la parrilla y seguir asándose del otro costado por noventa años más.» Y Sábato, a menos de dos meses de hacerse centenario, ha optado por voltearse pero hacia el otro lado.

Hormiguitas negras


Ana María Matute (laclavecultural.blogspot.com)

Todo está relacionado. En mi pueblo, para exagerar y separar conceptos totalmente dispares, dicen ¡pero qué tendrá que ver el tocino con la velocidad! Pues mira por dónde, mucho, porque cuanto más tocino tengas en los michelines menos velocidad alcanzarás. Y eso que es una frase hecha para burlarse de conceptos imposibles de relacionar. Todo está relacionado. También Ana María Matute y Tony Soprano.

Ayer, Ana María Matute pronunció su obligado discurso en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes. La escritora, tan sencilla en su «vida de papel», con esa humilde fragilidad nada disimulada, dictó un emotivo alegato en pos de la imaginación, de la invención, del mundo que habita en nuestro interior. Una lectora siempre sorprendida: «¿cómo es posible que de aquellas páginas de papel, de aquellas hormiguitas negras que las surcaban se levantara un mundo ante mis ojos, mis oídos y mi corazón de niña? ¿Qué clase de magia, de sortilegio era aquel que sobrepasaba cuanto yo vivía y cuanto vivía a mi alrededor?» La puedo imaginar a sus cándidos diecinueve llamando a las puertas de la editorial Destino con el manuscrito de su primera novela «en un cuaderno escolar, cuadriculado, con las tapas de hule negro.» Tenía claro su lugar en el mundo, en su mundo de sueño y fantasía, porque «el que no inventa no vive». Su felicidad, su pasión, era empezar con un «Érase una vez» que la arrojase al mar de la imaginación.

Entonces me acordé de Tony Soprano, protagonista de Los Soprano, jefe de una vasta familia de mafiosos americanos de pasado italiano. Pensé en la felicidad de Tony contrapuesta a la de Ana María. Cómo ella sufrió la miseria de hacer «interminables colas para conseguir pan y patatas» y, sin embargo, alcanzó su más profunda felicidad navegando entre las páginas de los sueños y las ilusiones. Y Tony, infeliz en su poder más su dinero más sus amigos más su ostentación más su mejor whisky del mundo más sus apetecibles amantes. Refugiando su fracaso personal en una psiquiatra de prestigio a pesar de tener a una esposa fiel y en una parvada de patos a pesar de tener un yate.

Como si la imaginación de Ana María tuviese más valor que todo el dinero que Tony había gastado y ahorrado en su vida. Esas hormiguitas negras.

Obsoletos o despeinados por el viento

Obsoletos
Almacenando fotos en disquetes (julio 2010).

Tan deprisa. ¿Dónde queremos ir tan deprisa? Una evolución tan vertiginosa: tanta población, tantos medios, la profesionalización, la alienante profesionalización, la investigación, la darwinista investigación, la cresta de la ola encima de la cresta de la ola sobre la cresta de la ola. Del iPhone al iPhone 4 en tres años y un abismo tecnológico. Como esa cámara digital que almacenaba fotografías en disquetes, ¿qué es un disquete? ¿Qué resolución tendría la cámara, un megapíxel? ¿Cuánto se tardaría en visualizar una foto en la diminuta pantalla LCD? Si te paras estás muerto, ergo hay que moverse y correr, como el juego de al escondite inglés pero a la inversa. Lo malo es cuando no sabe dónde (hu)ir.

Japón quería navegar sobre la cresta de la ola más elevada, quería ser la punta del iceberg tecnológico y tener muchas lucecitas de colores encendidas por la noche para iluminar los karaokes y las lámparas de los jugadores de playstation. Necesitaba imperiosamente energía para poder investigar y desarrollar nuevos prototipos de visión 5D con realidad aumentada para los cinco sentidos antes de que los países perseguidores le arrebatasen el trono del ocio tecnológico. Energía en un país superpoblado demasiado pequeño como para ser autosuficiente explotando recursos naturales como el sol, el viento o los ríos y demasiado pragmático como para importar megavatios a la vecina Rusia. ¿No habíamos dicho que si te paras estás muerto? Pero, ¿y si corres no avanzas también hacia un barranco de caída fatal?

En España, mientras, a ciento diez, ni paseando en la pobreza ni en una frenética carrera. Así no nos despeinamos.

Un hombre a una máquina pegado

Richard M. Stallman en el Paraninfo de la UCLM
Richard M. Stallman en el Paraninfo de la UCLM (marzo 2011).

Richard M. Stallman, el excéntrico fundador del software libre y GNU, visitó Ciudad Real el miércoles para dar una conferencia multitudinaria en la que defendió sus tesis acerca del software y la libertad. De una forma amena y sencilla explicó a las más de mil personas que abarrotaban en Paraninfo de la UCLM en qué consiste eso del software libre y cómo las empresas de software privativo coartan nuestra libertad individual. En cualquier rincón de la Red se puede encontrar algún vídeo con sus conferencias, por ejemplo, esta que impartió en la Universidad Politécnica de Madrid hace tres años.

¿Y qué es eso del software libre? A grandes rasgos, y utilizando una célebre cita de George Bernard Shaw, se puede resumir en que «si tú tienes una manzana y yo tengo una manzana y las intercambiamos, entonces ambos aún tendremos una manzana. Pero si tú tienes una idea y yo tengo otra idea y las intercambiamos, entonces ambos tendremos dos ideas.» En ese ámbito de cooperación se mueve el software libre dado que permite realizar copias de los programas y distribuirlas, así como fomenta la libre modificación del código fuente de los programas y su posterior redistribución.

Sin embargo, las empresas que apuestan por el software privativo (Apple, Microsoft, Oracle,…) creen que si tienen una idea, en vez de intercambiarla, es preferible venderla; más aún, venderla a cada una de las personas que la quieran impidiendo la libre distribución de sus programas. Y bajo ese paraguas establecen su modelo de negocio. ¿El mayor inconveniente? Sus malas artes a la hora de convertirse en imprescindibles en la sociedad atacando aquellos puntos más vulnerables como son, por ejemplo, las escuelas y los países empobrecidos. En estos casos, ofrecen de forma gratuita su software para crear dependencias intelectuales en los niños o las personas empobrecidas.

¿Y por qué el software privativo coarta tu libertad individual? Porque llega un momento en el que las grandes empresas llegan a ser las propietarias de tu propio ordenador gracias que su software privativo (malware para Stallman), en algunas ocasiones, tiene objetivos fraudulentos. Por ejemplo, puertas traseras en Windows que permiten a Microsoft acceder a tu propia información o cláusulas que restringen incluso el uso de ciertos programas recortando tu libertad de expresión. Y muchos más asuntos que se escapan al ámbito de este post, como la sucia táctica de Amazon de retirar el libro 1984 de su tienda electrónica; sí, ese que habla del Gran Hermano y de un Estado omnipotente que dirige la vida de las personas, ¿no hablábamos de recortes en libertad?

¿Hasta dónde llega nuestro sentimiento de esclavitud si las cadenas que nos atan son invisibles?

Un profeta cabreado (o a medio cabrear)

Retrato de un erudito agricultor
Retrato de Adolfo Martínez (julio 2010).

Y es que el hombre actual es aquel bárbaro antiguo pero sin su grandeza, un bárbaro que ha perdido la inocencia; ésta se pierde cuando se descubre una gran mentira, cuando se descubre una traición, o cuando el Gran Tontaina te convence de que lo que hay que hacer es desmitificar. Por desgracia, estos hallazgos no traen madurez ni sabiduría sino dureza y malicia. Os apunto una aproximación a la grandeza, o a ser hombre simplemente, no lo sé: aquél que a pesar de todo mantuvo su inocencia.

El hombre de hoy no se pregunta, afirma. Y es pasmosa la zafiedad y la delectación con que esta sociedad contempla una maniática e inepta maniobra de acoso y derribo de lo sagrado, último asidero del ser humano. Nos rodea la necedad como una espesa niebla y no nos damos cuenta porque, como entonces, nos anestesian con pan y circo y nos sucede como a la nariz saturada de malos olores, que ya no huele.

[Los profetas cabreados, Adolfo Martínez, 2011]

P.S. Ediciones La Discreta presentó el sábado pasado en Villaescusa de Haro dos libros nuevos y sorprendentes: «Los papeles secretos de La Discreta» y «Los profetas cabreados». Este último, publicado sin conocimiento de su autor, Adolfo Martínez, de quién ya se ha hablado por aquí alguna vez a raíz de su libro «Erótica urbana» y de la exposición veraniega que hizo de algunas esculturas y cuadros propios. «Los profetas cabreados» contiene un compendio de textos variados que van del pregón de fiestas de su autor en la ya nombrada villa hasta el texto que elaboró su editor para la presentación del libro «Erótica rural» pasando por diferentes relatos del erudito villaescusero.

Nadie al volante del mundo

«Para creer en la sostenibilidad de un mundo de crecimiento infinito tienes que ser tonto o economista.»

Hace un rato, en La 2 han televisado el documental «Comprar, tirar, comprar» acerca de la historia de la obsolescencia programada. ¿Qué es eso? El mecanismo mediante el cual los objetos que usamos vienen con una caducidad programada de fábrica para que no duren demasiado y tengamos que reemplazarlos y, por tanto, consumir, consumir, consumir. Entre los ejemplos propuestos, se analiza una impresora que incorpora un chip que la paraliza si llega un número determinado de impresiones (y no por falta de tinta) y el negocio de las bombillas, que podrían durar más de cien años pero que se venden con una vida útil de 1.000 horas para que tengamos que ir a comprar otras nuevas.

Todo esto ya lo explicó Kerouac en On the road: «Pueden fabricar ropa que dure para siempre. Pero prefieren hacer productos baratos y así todo el mundo tiene que seguir trabajando y fichando y organizándose en siniestros sindicatos y andar dando tumbos mientras las grandes tajadas se las llevan en Washington y Moscú.» Lo malo es que esta vorágine de reemplazo ocasiona monumentales montañas de residuos (¿cuántos teléfonos móviles se compran cada año?) que suelen acabar en países marginales e indefensos.

Es muy representativo el ejemplo ilustrativo que comenta el documental: el mundo actual (y su economía, y su consumismo, y su libre mercado) es un coche a toda velocidad incontrolable que cada vez va más y más y más deprisa. Pero es inviable (o insostenible, como se dice ahora) el eterno crecimiento, es decir, la aceleración progresiva del coche/mundo es vertiginosa y en cualquier momento podemos abrirnos la cabeza contra un muro o caer por un precipicio (¿verdad Irlanda, Grecia, Portugal?).

Como alternativa, se propone el decrecimiento, tan de moda hoy en día, que promulga un estilo de vida de equilibrio entre la naturaleza (y sus recursos) y el hombre (y sus necesidades como ser social). Merece la pena acercarse a esta corriente e informarse, por las ideas que promueve y el trasfondo al que aspira: personas más felices con menos. ¿Es eso posible?

¿Qué si es posible? Apostaría que para una gran parte de la población no es posible ser más feliz con menos bienes materiales, suena demasiado romántico. Y como ya decía Gandhi, «el mundo es lo suficientemente grande para satisfacer las necesidades de todos pero demasiado pequeño para saciar la avaricia de unos pocos.» ¿Dónde nos conducirá este ritmo desenfrenado y sin nadie al volante?

Quizá haya que empezar de cero e intentar corregir los errores que arrastramos como si tuviésemos que repetir una asignatura.

1 entre 85.000

Esta noche la luna es especialmente atractiva, tan redonda y rodeada de esa neblina cambiante de comienzo de película de terror. Sobre todo si la miras a través de las ramas desnudas de un árbol caduco y de fondo suena música de Wagner. Lástima que ni siquiera la pueda fotografiar. La luna siempre ha gustado, yo creo que porque está con nosotros en la noche, que es cuando las cosas buenas son menos buenas y las malas son peores. O será porque disimula los defectos y nos permite vender nuestra alma al diablo a precio de saldo. Y justo la noche más larga del año, tantas horas como reina durante lo que llaman solsticio, que a mí me recuerda a estulticia. Y justo la noche con más ilusión, cuando se espera que al día siguiente la vida dé un vuelvo con ese pequeño papelito que tiene una entre 85.000 posibilidades de salir del bombo, lo que si no me fallan las cuentas equivale a que mezcles una baraja de cartas y se queden los cuatro ases arriba. Qué maravillosa es la naturaleza humana, capaz de colgar toda una vida sobre un perchero tan débil, como diría Woody. Lo bueno de las probabilidades es que nunca fallan, las adoro, porque hasta la más mínima puede decir que ahí está y no se va a rendir. Lo malo es cuando a la hora de comer ya todo sea papel mojado y entonces nuestra compañera nos tenga que decir apenada «yo quiero evitar que te hundas, pero llevas unas pesadas botas de plomo.» Quizá sea más fácil quitarse las botas que poner una vela al décimo.