«Para creer en la sostenibilidad de un mundo de crecimiento infinito tienes que ser tonto o economista.»
Hace un rato, en La 2 han televisado el documental «Comprar, tirar, comprar» acerca de la historia de la obsolescencia programada. ¿Qué es eso? El mecanismo mediante el cual los objetos que usamos vienen con una caducidad programada de fábrica para que no duren demasiado y tengamos que reemplazarlos y, por tanto, consumir, consumir, consumir. Entre los ejemplos propuestos, se analiza una impresora que incorpora un chip que la paraliza si llega un número determinado de impresiones (y no por falta de tinta) y el negocio de las bombillas, que podrían durar más de cien años pero que se venden con una vida útil de 1.000 horas para que tengamos que ir a comprar otras nuevas.
Todo esto ya lo explicó Kerouac en On the road: «Pueden fabricar ropa que dure para siempre. Pero prefieren hacer productos baratos y así todo el mundo tiene que seguir trabajando y fichando y organizándose en siniestros sindicatos y andar dando tumbos mientras las grandes tajadas se las llevan en Washington y Moscú.» Lo malo es que esta vorágine de reemplazo ocasiona monumentales montañas de residuos (¿cuántos teléfonos móviles se compran cada año?) que suelen acabar en países marginales e indefensos.
Es muy representativo el ejemplo ilustrativo que comenta el documental: el mundo actual (y su economía, y su consumismo, y su libre mercado) es un coche a toda velocidad incontrolable que cada vez va más y más y más deprisa. Pero es inviable (o insostenible, como se dice ahora) el eterno crecimiento, es decir, la aceleración progresiva del coche/mundo es vertiginosa y en cualquier momento podemos abrirnos la cabeza contra un muro o caer por un precipicio (¿verdad Irlanda, Grecia, Portugal?).
Como alternativa, se propone el decrecimiento, tan de moda hoy en día, que promulga un estilo de vida de equilibrio entre la naturaleza (y sus recursos) y el hombre (y sus necesidades como ser social). Merece la pena acercarse a esta corriente e informarse, por las ideas que promueve y el trasfondo al que aspira: personas más felices con menos. ¿Es eso posible?
¿Qué si es posible? Apostaría que para una gran parte de la población no es posible ser más feliz con menos bienes materiales, suena demasiado romántico. Y como ya decía Gandhi, «el mundo es lo suficientemente grande para satisfacer las necesidades de todos pero demasiado pequeño para saciar la avaricia de unos pocos.» ¿Dónde nos conducirá este ritmo desenfrenado y sin nadie al volante?
Quizá haya que empezar de cero e intentar corregir los errores que arrastramos como si tuviésemos que repetir una asignatura.