No le tengas miedo al tiempo, tampoco a la oscuridad.
Suelen regalar linternas de muy buena calidad.
Y en el vacío no hay maldad.
[Exoplaneta, Arde Bogotá]
Hace casi cuatro años escribí una entrada, titulada «Cayetano y el chocolate; Alfonso J. y el vino», en la que narraba mi perspectiva de los alumbramientos del gorilaco y el garrapatín. Y ahora que ha llegado Santiago también siento el deber de darle una bienvenida narrativa.
El sábado 27 de julio salimos en familia a cenar al Saga, como cualquier otro sábado, una sepia, un huevo frito con patatas fritas, unas gambas al ajillo, un helado muy grande. A las 2:30 de la madrugada entendiste que era buena hora para activar las emergencias, despertarme y salir corriendo a Cuenca al ritmo de las contracciones. Me enfadé por el sueño, por las horas intempestivas y porque, intuía, no eran tan urgentes las prisas. A toro pasado es fácil escribirlo, pero si en aquel momento hubiese manifestado mi escepticismo habría acabado hervido en la caldera de los malos humos.
Estuvimos ingresados en el hospital hasta el martes por la mañana. Esos dos días sirvieron para elegir nombre, a tu pesar. También para descansar, ver en sesión continua los Juegos Olímpicos y comer en el Nazareno y Oro y en el Recreo Peral. Una vez más demostraste lo lejos que está la teoría de la práctica, la vivencia propia de la lección al prójimo. Siempre insistiendo en que los cuerpos tienen sus ritmos y hay que dejar fluir el tiempo hasta que llega el momento clave y, sin embargo, casi admites una inducción con dos semanas de antelación y, encima, pidiendo permiso para no molestar los turnos de los gines.
Ya de vuelta, pasaban los días despacio, se te hinchaban los tobillos, dormías en el sillón del salón para evitar el reflujo, te sentías incómoda con una barriga del tamaño de la Vía Láctea. Parecía que más que dar a luz ibas a explotar como la patata caliente del Gran Prix. Y, mientras, mirábamos de reojo en el calendario que se acercaban fechas clave: las fiestas de agosto, los compromisos familiares, el bautizo de Federico. A la incertidumbre se sumaba la preocupación por la agenda aunque la prioridad fuese innegociable. La noche del 13 de agosto te animaste a participar en la carrera del queso en aceite para asombro de todo el pueblo.
Volvimos a monitores la mañana del miércoles 14 de agosto, ahí ya estabas fuera de cuentas, según unos cálculos ponderados eran 40+3 y con una previsión de inducción para el 20-21 de agosto. El ginecólogo te ofreció negociar, es decir, adelantar la inducción, y aceptaste enchufarte el gotero de oxitocina a las 12 en punto de la mañana. Me llamaste y me acerqué paseando desde la Diputación al hospital sin saber si debía tener prisa o no. En el camino, pasé por la panadería a comprar desayuno para el paritorio. Cuando llegué, estabas en la sala de dilatación con música de fondo y un artefacto de aromas que no funcionaba bien; intentaban crear un ambiente propicio para la relajación.
Me bajé a la casa de comidas de Los Alfares por ser el lugar más próximo y, cuando subí, todo seguía igual, tranquilo. La auxiliar, Teresa, incluso me ayudó a reclinar el sillón para dormir un rato la siesta. Y ahí estábamos, pasando la tarde, tú en la pelota con los queridos niños de David Trueba y yo recostado con la más recóndita memoria de los hombres de Mohamed Mbougar. Paqui, la matrona, informó que te explorarían a las seis de la tarde. Miraba de reojo el reloj de la pared para echar cálculos, a las 7 era la novena, a las 8 la procesión y a las 11 el pregón. No tenía ningún motivo lógico para creer pero tenía fe. Callaba pero me entraban ganas de subir el volumen de la máquina de oxitocina, que estaba a 20 (ignoro, por supuesto, la unidad de medida).
A las seis en punto entró la matrona y se puso un guante para revisar tu evolución. Como la experiencia sirve para algo, ya sé que aquí el minuto y resultado se mide en dos parámetros: el borrado del cuello y los centímetros de dilatación. Paqui confirmó que la evolución era lenta y propuso romper la bolsa salvo que hubiese alegaciones en contra. No constaron las mismas.
Paqui es una mujer de las que inspiran confianza, una matrona veterana con la mirada de abuela que ha visto mucho. Cojeaba y sonreía, mostraba seguridad y empatía a pesar de no haber sido madre. Profesional y discreta, transmitía que sabía lo que estaba haciendo. Sin más contemplaciones, pidió una aguja como las de hacer ganchillo con un pincho transversal en la punta y la introdujo con delicadeza. Cuando consiguió explotar el globo, empezó a manar agua como en el nacimiento del río Cuervo en primavera. Entre risas, decías que no podías moverte porque encharcarías toda la sala de dilatación. No sé cuántos empapadores tuvieron que usar mientras Teresa declaraba que nunca había visto algo parecido. Podrías haber llenado una piscina. Paqui bajó a 15 la oxitocina y me miró cómplice, sabíamos que ahora ya iba en serio.
De forma paulatina fue creciendo la intensidad y frecuencia de las contracciones. Paqui practicó la maniobra de Lift & Tuck para ayudar a colocar al bebé en posición de salida. Dijo que era un movimiento de obstetricia clásica y que era necesario combinar lo clásico con lo moderno; como en todo lo demás, pensé. Después me pidió que hiciese la maniobra alzando tu barriga y así fueron pasando los minutos hasta que el dolor de las contracciones era ya demasiado insoportable. Como el parto ya estaba desencadenado, Paqui te desconectó la vía de la oxitocina.
La matrona y la auxiliar salieron de la sala para dejarte tranquila en tu recorrido por el dolor, sabían que pronto tendrías ganas de empujar y las reclamarías. Aunque no lo dijese, Paqui sabía que el parto sería en cuclillas y en la sala de dilatación. Poco después te quitaste el camisón porque tenías mucho calor y te quedaste desnuda. Una hembra de mamífero sin ropa ni cables ni ayudas en el instante del parto, lo natural, lo animal.
Llegaron las contracciones de verdad y seguíamos solos en la sala, hasta que les gritaste que ya empujabas. Había tanta tranquilidad que era imposible pensar que algo podría torcerse, todo fluía con naturalidad. Te retorcías mientras confesabas me costando más que ninguno, es muy grande. Te sujetaba de las axilas como con Alfonso para que pudieses estar más cómoda. Ya asomaba la cabeza y Paqui estaba de pie tan tranquila, me entraron ganas de decirle que se agachase y pusiese las manos no fuese que Santiago acabase en el suelo.
El expulsivo fue rápido y limpio. Y apenas lo cogió la matrona en sus manos, a las ocho en punto de la tarde, se lo quitaste y empezaste a darle besos y a decirle ven aquí mi bebé, ven conmigo y a quererlo y a sentirlo tuyo. Como siempre, me asomó una discreta lágrima de emoción y te di un beso en la frente, de amor y de admiración. Paqui y Teresa no paraban de repetir lo bonito que había sido el parto y que lo deberían haber grabado, como si más que un alumbramiento hubiese sido un espectáculo.
Ahora ya sí te limpiaron y te tumbaron en la cama de partos con el bebé en brazos para hacer el piel con piel mientras esperábamos que el cordón umbilical dejase de latir. Seguían los halagos a tu destreza durante el parto y yo miraba al bebé pensando que no se parecía de forma nítida a ninguno de sus dos hermanos. Unos minutos después pinzaron el cordón y Paqui me ofreció cortarlo; creo que es algo típico pero era la primera vez que tenía la oportunidad. Me pareció un gesto chabacano, como tener el papel protagonista de cortar la cinta de inauguración de un evento, solo que en ese caso el simbolismo era el de romper el vínculo de una madre con su criatura recién nacida. De todas formas, lo hice solo por no decir que no y porque lo estaban sujetando Paqui y Teresa como si fuese la línea de meta de un maratón.
Unos minutos después pudiste al fin expulsar la placenta, una bolsa grande y sana, de libro. Así que también la placenta recibió aplausos por su grosor y la ubicación centrada del enganche. Como ahora se lleva lo de plasmarla en un cuadro nos pidieron elegir colores e Inma no dudó en proponer el azul y el verde por ser los colores del equipo del árbol.
No solo había salido todo a pedir de boca en el parto sino que, mirando el reloj, también podría llegar al acto del pregón de las fiestas en el pueblo a las once de la noche. Dios provee. Estuvimos los tres juntos, tranquilos y satisfechos, casi dos horas en la sala pequeña y lúgubre del posparto hasta que calculé que debía salir pitando para llegar a tiempo. Me crucé en la carretera con Carmen, que me daba el relevo de tu compañía, y llamé a Emiliano para pedirle que, si no me veía en la primera fila, tocase otra pieza musical que me permitiese asistir al acto de coronación de la corte de honor desde el principio. Me encanta que los planes salgan bien, decía el coronel Hannibal Smith.