Abismos

Fueron largos y jugosos los cafés del principio -incluso cuatro horas estuvieron una tarde al poco de conocerse-, hasta que empezaron a convivir juntos. Aplazaron los cafés y los sustituyeron por sintéticas conversaciones nocturnas en la cama, antes de dormir, como a modo de resumen esquemático, casi informes ejecutivos por obligación. Al poco, empezaron a obviar los buenos días, los qué aproveche y los te quiero. Cuando la confianza se consolidó, eludieron los debates problemáticos y desviaron la vista hacia el televisor, señor de la concordia (y de la capitulación). Así, el salón se fue inundando de silencios. También la cocina, donde, por puro pragmatismo, cocinaba uno u otra, fregaba otra o uno. Incluso el pasillo, donde antaño abundaban las miradas de complicidad y las sonrisas al cruzarse, se plagaba ahora de un brumoso silencio. No se podría decir que era indiferencia o tedio; más bien habían llegado a ese estado en el que sobran las palabras porque las miradas lo dicen todo. Unos dirán que era lógico, el tiempo mató la incertidumbre y la sorpresa, se habían acostumbrado a ellos mismos; otros dirán que se querían muchísimo y esa era su forma de expresarlo; e incluso estarán los que piensen que, pese a entenderse en profundidad, sentían un hastío infinito pero debían guardar las formas.

Al final, sus conversaciones fueron diluyéndose entre silencios espesos hasta que un abismal mutismo inundó su casa, desde el comedor hasta la habitación. Las palabras que se escuchaban no eran más que el eco de las ya dichas.

Eterna Juventud

Tanto le insistieron en que debió tomar el elixir de la eterna juventud que al final terminó creyéndoselo. Igual que Obélix cayó en la marmita de poción mágica de Panorámix y se la bebió casi entera cuando era un niño, ella parecía otro prodigio de la naturaleza. Daba igual que pasasen los meses y los años porque ella seguía siendo la más guapa, la más risueña y juvenil. Era la envidia de ellas y el objeto de deseo de ellos. Conseguía lo que se proponía con una facilidad asombrosa: una simple sonrisa y ¡zas! el éxito asegurado.

Le perdí la pista hace años y no supe nada de ella hasta la semana pasada. Me encontraba en Almería, adonde había acudido para asistir a un congreso. Al llegar al hotel, solicité que a la mañana siguiente el servicio me despertase a las 7:30; había olvidado mi despertador y no me fiaba de la alarma del teléfono móvil.

Ella me despertó al día siguiente. Yo no comprendía que hubiese cambiado su trabajo anterior, bastante estable, por cierto, por este nuevo, mucho menos gratificante. Me dijo que se había cansado de que siempre le dijesen «Sí» y quería saborear los «No», los gruñidos matutinos contra el despertador, los ruegos de aplazamiento. Pensé que si quería sufrir y no conquistar sus deseos con la facilidad que siempre había tenido podría haber escogido muchos otros trabajos más sacrificados, pero de todas formas me sorprendió su actitud, ese hastío del éxito.

P.S. Basado en la historia real de un sueño.

EntE

Un día preguntó a su dios que por qué lo había dotado de tan estrecha inteligencia, que por qué la química de su genética lo engendró tan torpe, cerril incluso para jugar al parchís. Pero su dios no alegó los motivos, se mantuvo impasible. Él pensó que su dios era mudo. Poco después suplicó a su dios con todas sus fuerzas para que su padre se salvase de ese tumor maligno que acosaba su riñón, pero su dios no libró a su padre del fatal destino. Él pensó que su dios era sordo. En otra ocasión, poco después, imploró con lágrimas en los ojos el final de la guerrilla de bandas que asolaba el barrio y lo convertía en escenario de una dramática pesadilla. «¿Acaso no lo ves? ¿Por qué no das fin a la maldad imperante? ¿por qué no ayudas a las familias que aquí viven, víctimas de esta injusticia?». Pero su dios no resolvió la guerrilla y él pensó que su dios era ciego.

Llegó el día en que tomó un avión. Como todos bromeamos el primer día que ascendemos a los cielos (con motor), él también pensó que estaría más cerca de su dios. Al principio las turbulencias fueron incluso divertidas, pero en poco tiempo se convirtieron en terroríficas. No se veían las nubes, pero las corrientes de aire provocaban un inusitado bamboleo en el desplazamiento del avión. Él, temeroso, advirtió a su dios: «por favor, por favor, ayúdanos a llegar sanos a tierra, tenemos miedo de que el avión pueda tener un accidente, por favor, evítalo, dios mío».

Y el avión se precipitó hacia el vacío de un descenso imparable. Él pensó que su dios no tenía olfato para preveer las situaciones catastróficas. Durante la caída se dio cuenta de que, por tanto, su dios era sordo, mudo, ciego y falto de olfato. Un ente insensible (más bien insensorial) y ajeno a las desgracias de este mundo.

Cuando el avión estaba a punto de estrellarse contra el mar, él tuvo un último pensamiento. Se acordó de su dios. Siguió, a pesar de todo, teniéndolo presente.

Nutella Generation, capítulo 256

¡cómo se te ocurre matarte!¡no te parece una estupidez! Incluso aunque lo peor sea cierto, ¿qué pasa si no existe Dios y nosotros sólo vivimos una vez y se acabó? ¿No te interesa? ¿No te interesa esa experiencia? Entonces me dije: ¡qué diablos! No todo es malo. Y pensé para mis adentros: ¿por qué no dejo de destrozar mi vida buscando respuestas que jamás voy a encontrar y me dedico a disfrutarla mientras dure? Y después, después ¡quién sabe! Quiero decir: quizá existe algo, nadie lo sabe seguro. Ya sé que la palabra quizá es un perchero muy débil en el que colgar toda una vida, pero es lo único que tenemos [Woody Allen, Hannah y sus hermanas]

Que Mickey, el personaje de Woody, no fuese lo suficientemente valiente como para suicidarse a sangre fría y confirmase un vacuo optimismo no significa necesariamente que Diego tenga que comportarse igual. Por eso Diego, cuando tuvo oportunidad, selló las puertas y la ventana de su habitación y abrió el frasco de monóxido de carbono que de forma corrupta había sobornado a QuimiNet. Se tumbó en la cama y aspiró fuerte. Progresivamente el monóxido de carbono entró en sus pulmones, pasó a la sangre y se combinó con la hemoglobina, molécula encargada del transporte del oxígeno. Así, el nivel de oxígeno en sangre disminuyó hasta provocar la axfisia de Diego. Una muerte dulce, dicen.

Los demás pensaron que dulce había sido su vida, sobre todo el día que consiguió derrotar a Inglaterra haciendo trampas y convertido en un barrilete imparable, o la larga temporada que disfrutó en un balneario de Los Alpes junto a su último trofeo, una joven supermodelo de 22 años. Al tiempo, ella emigró a Cuenca, concretamente al Provencio, donde empeñaba el día ordeñando y paseando a un pequeño rebaño de merinas. Rumoreaban las marujas del lugar que hacía la noche, que si no una chica tan guapa no estaría por esas tierras perdidas; y ella sonreía a ese bulo frente al espejo de su habitación mientras se desabrochaba el sujetador sin relleno. Entonces pensaba que quizá en alguno de los infinitos mundos paralelos cuya existencia está demostrada pero no probada ella era una mujer de alterne.

P.S. La Nocilla está rica, Agustín Fernández Mallo, el hombre que se salió de la tarta, baila con sentimientos y pensamientos, ciencia y poesía, cultura pop y refinada. Muchos lo odian, y ese aspecto de intelectual da motivos para ello, pero se ha de reconocer su tino y originalidad. Cuando lo lees sientes cómo se agolpan todas las ideas y cómo, de forma inconsciente, van solidificándose hasta formar un ente íntegro. Hay miles de críticas a su trilogía, así que quién quiera, que busque…

Building

– No me pidas que te quiera tanto. No sigas insistiendo, por mucho que lo pidas no te avasallaré con pasiones desbordadas, ni derramaré delirios lacrimógenos sobre ti. Así que deja de preguntarme si te quiero en el después y deja de quejarte si no te llamo a todas horas. No intentes aferrarte a un paraíso que no existe, que no puede existir. Lo que me pides no es más que una sombra de felicidad, una enclenque estructura pasional que no podría soportar la embestida de un suave viento en contra. Porque «hay que darlo todo» quizá no tenga la acepción que le asignas, y, si la tiene, es probable que te decepcione. No se trata de vaciarte, de exprimir el jugo de tu inconsciente ardor, de mutilar la experiencia vital en pos del martilleo entusiasta de un fulgor personal, no consiste en arder en todas las direcciones con viento revoltoso y árboles secos. El amor, querida, va por otros derroteros, el amor quiere tiempo, paciencia, mimo, un gesto dulce, una mirada trascendente. Hay que construir un castillo resistente, no destruir dos casitas coquetas, no sé si me entiendes. Y un castillo se compone de muchas idas y venidas cargados de piedra, pesado símbolo infranqueable, irrompible. Supongo que sonaré genérico y tú, que eres más de anécdota y de suceso concreto, querrías que me expresase de otra manera.

– Te entiendo perfectamente, no desprecies mi inteligencia, capullo. Lo que pasa es que no estoy de acuerdo contigo, para nada.

– ¿Por qué?

– No, por nada.

Ella sabía que le pedía que la quisiese mucho, mucho, mucho porque no quería que la dejase sola. Lo quería para que fuese a por el niño al cole porque a esa hora a ella le venía mal y para que pagase la cuenta del súper, ah, y la gasolina. El resto son pamplinas.

La china de su zapato

Era joven, así que la muerte todavía no le emplazaba a una partida de ajedrez, o algo peor. Gozaba de buena salud, como suele ser habitual cuando alguien frisa los veinticuatro. Disfrutaba de los placeres mundanos con su chica desde los dieciocho; y con alguna otra desde que a los veintidós leyó a Wilde y se dio cuenta de que «los jóvenes quieren ser fieles y no lo son; los viejos quieren ser infieles y no pueden» y quiso adelantarse a los pensamientos de su vejez. Salía a menudo con sus amigos, a los que estaba unido a través una relación de lazos fuertes, unas veces más tensos, otras más sedosos. Su trabajo le satisfacía, no era el culmen de la satisfacción personal, pero le permitía llevar una vida desahogada y tener suficiente tiempo libre como para que el estrés no lo rondase.

Sin embargo, había algo que le hacía estar incómodo, como un pinchazo del inconsciente sobre el consciente para que supiese que algo no iba bien, o al menos no tan bien como desearía. Era una perturbación mental que le molestaba especialmente en esos momentos de paz en los que parecía recrearse en lo bien engrasados que estaban los engranajes de su vida. ¿Por qué sabiéndose satisfecho con su vida sentía esa incomodidad incorpórea?

Por mucho que reflexionase no era capaz de llegar al núcleo del dolor. Quizá fuese por el sentimiento de fugacidad de lo que se posee (y el miedo a perderlo), o porque tenía una ambición enterrada bajo su auto-satisfacción que gruñía sin cesar, o porque intuía que no podría dotar de un sentido global a su existencia y, entonces, al fin y al cabo, cada pequeño acierto no suponía más de lo que hubiese supuesto un gran error. Acaso ahí palpaba el quid de la cuestión. Sus decisiones habían sido generalmente acertadas pero no obedecían a un proyecto que lo englobase todo y otorgasen un sentido universal a su vida.

Entendimiento

Yo te entiendo. Es por eso que te alejas de mí, para esconder tus fragilidades. Sé que tienes miedo de que alguien pueda desnudarte y mostrar tus entrañas, más que nada por pudor moral. Es evidente que huyes de ti misma, que temes aprenderte y descubrir nuevos defectos que enturbien tu pulcra personalidad. No es que me parezca reprobable tu conducta, que también, sino que me provoca una inmensa pena ver cómo escapas a tus miserias. Eres muchas virtudes y un puñado de sombras, pero precisamente son éstas las que dibujan tu contorno en la noche. No tengas miedo y afronta la noche. Yo te entiendo, es por eso que debes acercarte a mí, juntos podemos jugar a ensalzar deficiencias y a familiarizarnos con ellas.

Cuando terminó su parlamento, ella lloraba. La abrazó.

Tiempo embotellado

Para él, como para Saint-Exúpery, el tiempo no era un reloj que consume su arena, sino un cosechador que ata su gavilla. En su opinión, el tiempo ponía a cada uno en su sitio y si uno ocupaba el propio, cual cigarra, en retozar y tocar la mandolina, ya vendría el tío Paco con las rebajas. Por eso, porque no hay que dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy, él consagraba su preciado tiempo a su trabajo, origen de satisfacción personal y calmante de la conciencia. Obviamente, se levantaba no después de las seis, que a quién madruga Dios le ayuda. Leía con ansiedad la prensa, como si la página siguiente fuese a ser más emocionante que la presente, mientras devoraba un desayuno copioso preparado con gran mimo por su mujer.

En cierto modo recordaba al viejo profesor Isak Borg de las imprescindibles Fresas Salvajes de Bergman. Luego, ya en el trabajo, luchaba con ahínco en medir que su productividad se acercase al 100% y si no era así, continuaba trabajando hasta quedar rendido. No fueron pocas las veces que tuvo que ir su mujer a su laboratorio para rescatarlo. Vivía completamente absorto en su trabajo, tanto que era común que olvidase comer e, incluso, dormir. Y si dormía, lo hacía sin implicarse en el descanso.

De pequeño, un profesor le espetó amenazante «esfuérzate, muchacho, si no se acaba bajo las ruedas y vaya si se aplicó el consejo. Es probable, qué casualidad, que Bajo las ruedas, de Hermann Hesse, nunca cayese en sus manos; aunque también es probable que, de haberlo leído, hubiese opinado «¡qué mamarrachada!».

Mientras tanto, si alguna vez disponía de unos minutos, los guardaba en un pequeño cofrecito que en su noviazgo le regaló su santa mujer. De la misma forma que algunos se empeñan sumar céntimos en una hucha con la aspiración de llegar a ser ricos, él anotaba en un trozito de hoja el número de minutos que le sobraban ese día y lo introducía en el cofre. Obviamente, había sido idea de su otra vez santa mujer. Él al principio refunfuñaba, pero pronto se acostumbró. El pacto establecía que los minutos del cofre le corresponderían a su mujer, que podría sacar los papelitos y pedir cuentas pendientes. Mientras tanto, esos minutos él los podía invertir a su antojo, y así lo hacía: aprovechaba para avanzar trabajo. Siempre había tajo abierto.

Un día su mujer abrió el cofre con intención de cobrarse la deuda, sin ninguna mala intención, más bien con una infinita comprensión después de mucho tiempo cultivando su paciencia. No quiso decirme qué ponía en los papelitos.