Y te veo y reveo caminando bajo el frío aire pesado de noviembre, un ambiente preocupante de puro quieto y esterilizado. Con ese rostro pálido y estirado por la seca frialdad manchega, parcialmente oculta tras tu bufanda siempre de color liso, los labios níveos, la nariz sofocada. Con las manos de movimiento grácil, inertes y gélidas. Con el paso acelerado, tus dos piernas tan bien ajustadas a tus mallas oscuras en perfecta sincronía intentando huir del frío. ¿Cómo quieres que no piense que eres una muñeca de ocasión? Tan de porcelana que tu fragilidad paraliza. ¿Para que te querría tan de albina cerámica? Parece que ni pudieses tener sentimientos del aura inerte que te rodea y de la palidez de noviembre.
Categoría: microrrelatos
Una transformación, o dos
Ikea e iPod, baluartes de la globalización (abril 2010)
Era como la luz anaranjada de las farolas de algunos pueblos manchegos, sobria pero con aires de íntima calidez. Una habitación así, tenue, vaporosa. Una cama amplia y algodonosa. Mientras ella se descalzaba sus largas botas de forma desapasionada o quitando hierro al asunto o desentendiéndose de mi intención, me llamó la atención ese libro sin título sobre una moderna mecedora de llamativa funda roja. Lo abrí y leí al azar: blablabla y «en mi transformación no existía el menor deseo de conflicto o rebelión, sino solo el propósito de un desamarre sin rumbo.»
Plas. En el clavo. Justo lo que me rondaba los últimos meses durante las tardes de niebla y oscuridad. Y ni siquiera había sido capaz de poner nombre a mi silenciosa metamorfosis, tan bien definida ahora gracias a un libro sin título. Una revolución pacífica que desea un cambio profundo sin el temblor de ningún elemento cotidiano, como si uno quisiese una larga noche de amor en una cama y que al día siguiente las sábanas siguiesen intactas, algo así. Y yo ansiaba una mansa metamorfosis, no brusca como la del bicho raro ese, no un abismo entre dos vidas, sino un dejar hacer a las olas del mar o de la sociedad o de mi capricho.
Y en ese momento ella regresó de desmaquillarse del baño convertida en una mariposa y ya me daba igual ser cucaracha, larva o no saber si me abrirían en casa transformado en insecto. Cerramos la puerta.
Diferentes preocupaciones
Una tarde muy remota, cuando escocía el sol de junio en las nucas de los constructores, allá por la época en la que los césares eran todopoderosos, en una planicie de una esplendorosa urbe italiana, andrajosos y sucios, Aurelio y Antonino eran dos más de los esclavos encargados de poner en pie una megalómana construcción, una magna obra para disfrute de la plebe ansiosa de gladiadores, leones y cuadrigas.
Aurelio andaba los últimos días muy preocupado, no porque lo explotasen, ni porque no tuviese libertad, ni por los peligros del desprendimiento de piedras (un compañero suyo había muerto tres días antes porque le cayó una piedra mal colocada en la estructura). Si estaba cabizbajo no era por la herida infectada con ese aspecto tan desagradable que tenía en la pantorrilla, ni por no saber leer, eso era lo de menos. Y no le afligía que le contasen extrañas historias acerca de religiones que aseguraban que en un futuro se reencarnaría en un sapo, en un personaje secundario o en un curandero de prestigio. Aurelio estaba inquieto por su mujer. La puta se cepillaba al prestamista, pero no para que no le cobrase los intereses, sino por gusto.
Cuando terminó la jornada, Antonino se fue pensando que tenía hambre.
Sócrates juega al póker
Sócrates es homosexual, de eso no cabe la menor duda, y como Sócrates es un hombre, entonces se deduce que todos los hombres somos maricones. Pero sucede que yo no soy Sócrates, de lo que se desprende que no soy hombre. No creo en los silogismos, como tampoco creo en las inferencias lógicas, porque entonces no se debería cumplir que cuanto más te quiero peor me tratas y cuando más te ignoro más me persigues. No tiene explicación que me digas que sí cuando dices que no, que montes en cólera después de cinco días contigo si no te miro dos minutos, que me llames desesperadamente si me olvido de ti dos semanas, que me odies si hago que te tiemblen las piernas y que me abraces si te confieso que me gasté el dinero que me prestaste en la tragaperras. Que no quiero que me retes a otra partida de póker en la que tienes las cartas marcadas. Ya me la ingeniaré para espiar lo prohibido con mis cinco naipes.
La estabilidad del caos
El desequilibrio, por definición, es perfecto, estable hasta la desesperación. Pero bueno, eso ya lo estudiábamos en termodinámica, todo sistema tiende al caos. Parece muy poético, pero más bien es un desastre, y nunca mejor dicho.
La tendencia infinita al caos me recuerda a N. No era un habitante usual de este mundo, sino más bien un espectador, un supervisor. Intentaba controlar que todo a su alrededor fluyese del modo correcto. Era feliz cuando veía todos los elementos de los sistemas (léase individuos y sus circunstancias) de su alrededor en armonía, como un gran ecosistema bien engranado. Le desesperaba la incertidumbre. Para ella el mundo era un sistema en el que cada uno giraba de forma individual, a lo suyo, inconsciente de su posición global dentro del todo, pero ocupado de manterse en su órbita particular; y ella se consideraba la encargada de mantener ese frágil equilibrio, como si tuviese que mantener cientos de platos girando alrededor de largas varillas de madera y tuviese que correr de un lado a otro cuando cada plato perdía velocidad.
Ella era consciente de que el equilibrio era frágil, pero luchaba por mantenerlo, de ello dependía su satisfacción personal. Era sensata y sabía que hacía falta una gran concentración para que cada decisión fuese la correcta, desde dar un paso y no tropezarse con la acera hasta llamar a una amiga y no equivocarse en el nombre o pagar una copa y devolver bien el cambio. Sabía que era utópico mantener la estabilidad, pero su inconsciente luchaba por apresarla.
Un día conoció a un chico que la desoriento por completo, tanto que le repetía a menudo esos versos mágicos de Aute «no temas si me matas, que yo sólo entiendo tus labios como espadas.»
No es el sabor de las cerezas
No era una de esas chicas que conoces un día en un garito de forma casual y entablas una conversación banal que se va enredando hasta que le terminas hablando de tu viaje a Boston con tu primo hermano y luego de tu verano de los 15 años cuando te escapaste de casa por una mezcla de discusión familiar y porque pensabas que encontrarías una quimera del oro personal y un destino que iba a ser la envidia de todos los lugareños pero que resultó un fracaso porque no tenías ni un duro y tuviste que atiborrarte de orgullo malherido y volver a casa con el rabo entre las piernas. Entonces, después de unas cuantas miradas mientras ella ya baila y bebe y charla con sus amigas te acercas a ella para despedirte y al ir a darle dos besos de encantado de conocerte y a ver si coincidimos por aquí algún otro día, te roba los labios y se los enreda con los suyos de una forma que al principio te sorprende porque tu inocencia no se lo esperaba y después te atrae por el sabor de esa saliva cálida libre de humos y finalmente te excita por el roce intencionado de su pecho en tu hombro mientras su lengua acaricia tus encías hasta que te susurra al oído un el placer es mío, y lo podría ser mucho más. No. Ella no era de esas.
Moleskine
Un día me compré una libretita Moleskine. Por eso de ir anotando todo lo que se me ocurriese, como si las ideas que me asaltasen fuesen brillantes y supusiera una gran pérdida para la humanidad que no las materializase, ingenuo de mí. Eso fue hace algunos años y supongo que pensé en la libretita como el carné de acceso al club vip de la intelectualidad, un pacto tácito y ridículo. Sólo escribí en ella una vez y, cuando lo releí, vi que era una soberana estupidez, como casi todo lo que se escribe, sólo que algunas veces o no somos prudentes o somos vanidosos. Como ni tengo gafas de pasta, ni fumo con la muñeca doblada, ni anoto lo que escucho por si se ríen en el bar del pueblo al verme con una libreta, decidí regalar mi moleskine, no sin antes arrancar la página escrita, por supuesto.
Se la podía haber regalado a varias personas, pero ella fue la primera candidata con la que me tropecé, más casualidad que premeditación. No le hizo especial ilusión, no las conocía porque, aunque lectora y escritora, era pobre y en la universidad se gasta el dinero en vino y cine antes que en libretas. No sé para qué la usaré, dijo, pero intentaré tratarla con cariño por ser un regalo. Bueno, contesté, al menos como agenda te puede servir, es manejable. A cambio me regaló un casete. Lástima que yo ya tuviese ordenador y discman.
Ahora la he recibido por correos, ya la había olvidado, la libreta. Habían arrancado otras dos páginas. La siguiente estaba en blanco. En la siguiente había tres series de rayitas verticales alineadas; al principio de cada serie, dos letras: LC, VR y MR. LC tenía 12 rayitas, VR 22 y MR sólo 7. No sé qué significaba. El resto de páginas estaban en blanco, excepto la penúltima, que estaba acartonada, como si hubiese estado húmeda anteriormente, donde se leía:
Era como si me despreciasen por mi aspecto físico. Era como si pensaran: a este chico no le puede gustar una pobre desgraciada sin dientes. Como si los dientes tuvieran algo que ver con el amor.
El día que fue a comerse el mundo y masticó tierra
Cuando llegó a la parada de metro indicada, diez minutos antes de la hora a la que se habían citado, se dio cuenta de que la espera sería en balde. Era consciente de que ese tiempo sería basura, aunque, pensándolo bien, no sabía distinguir el tiempo basura del tiempo oro; todos los segundos son iguales y quizá el instante aparentemente más irrelevante te cambie la vida. Si acaso podría definir tiempo valioso como aquel del que dispuso Santiago Nasar por ser finito. Los demás creemos que el nuestro no es finito, y así vamos tirando.
Aún con todo, se sentó en un banco con vistas a la salida de la estación de metro. Por educación más que por convicción. No era necesario tener la frente demasiado ancha ni las sinapsis neuronales muy bien conectadas, más con menos y menos con más, para advertir sus deseos. Ella quería quererse, sencillamente sentirse bien como amante y amada en una curiosa simbiosis autosugestiva. Ansiaba convertirse en un ángel de Victoria’s Secret y en portada de las revistas que compran las chicas acomplejadas para hundirse más profundamente en las arenas movedizas de su nula autoestima.
Ella llegó, le dio dos besos y se sentó en el banco disimulando su fracaso, pensando que el populista lema puedes conseguirlo si lo deseas realmente sólo es cierto para los cínicos. Rompió el breve silencio informando que no la habían escogido como extra para un spot de Movistar.