Cayetano y el chocolate; Alfonso J y el vino


El ombligo de Alberto Olmos.

No me conmueve el horizonte
No me da miedo la muerte
No me importa tu desorden
Me asusta mucho perderte.

[Autorretrato, Tulsa]

Te regalé Irene y el aire, la nueva «novela» de Alberto Olmos, el día de tu «santo» previendo garantía de éxito: regalar a una matrona por el día de la Inmaculada Concepción un libro sobre el parto y la paternidad en un hospital en el que ha trabajado era apuesta poco arriesgada. Te duró media madrugada, a mí un par de días; nos sentimos interpelados en cada frase, en cada idea de Olmos.

En realidad, la novela no apabulla en contenido: es cierto que el alumbramiento es el momento más luminoso de cualquier existencia, pero hemos sido tantos miles de millones los padres y madres del mundo que podría considerarse banal y vanidosa, de antemano, la intención narrativa. Concretando, Irene y el aire se centra en el relato con mucha destreza de un escritor cuarentón sobre su paternidad en el 12 de Octubre a partir de unas notas recogidas al alimón con su novia Eugenia en un cuaderno autobiográfico. Y «su» parto no tiene nada de carismático: pareja primeriza que concibe a niña sana por parto natural en hospital madrileño. Lejos, por ejemplo, de la narración de Sergio del Molino en La hora violeta que escribe una carta de amor a su hijo que muere por leucemia o de Francisco Umbral en Mortal y rosa, que acompaña la infancia de su único hijo Pincho, fallecido de forma prematura con 6 años también por leucemia, en un libro poético de llorar a la vuelta de cada párrafo.

El mérito de Olmos, si cabe, es que va a vender bastantes ejemplares porque la narración es ágil y absorbente y porque su nombre ya se ha hecho un hueco en el panorama actual por su irreverencia política. Y cuando te digo esto y me dices que he obviado la mitad de los detalles del libro, y me lo argumentas, hundes mi orgullo con tu razón, porque hay muchas aristas con lectura obstétrico-ginecológica: cómo trabajar para que el padre no se sienta desplazado, cómo esforzarse en empatizar con la embarazada a pesar del horario de los turnos laborales, qué abismo tuvo que sufrir el padre solo con su hija recién nacida en brazos, qué principiante irse a por el coche y la bolsa de mudas en el peor momento, qué necesidad de protagonismo paterno sea impostado o realmente sentido.

Me pides que imite a Olmos, no por egolatría sino por interés real, como madre y como matrona. Toda madre ha narrado su parto mil veces pero pocos padres han manifestado su vivencia, por pudor o por insignificancia, y ahí reside el mérito de Olmos, en la singularidad de lo más humano. La memoria siempre traiciona al pasado y a la realidad, máxime en una situación límite, pero cuanto menos se rememora mayor margen de maleabilidad delegado en la memoria. Y mi memoria, lamentablemente, se caracteriza por su fragilidad.

Lo malo de que la madre sea matrona es que te desentiendes de las dudas. Cada pareja primeriza arrastra un alijo de inseguridades, de problemas reales y posibles, de sangrados mortales o lavables, de contracciones preventivas o notariales, qué silla es mejor para el coche, lactancia materna, piel con piel, marca de cremitas para el culete. Incluso ignoraba que los partos se podían programar sin recurrir a la cesárea, que te citan en el hospital para inducir la expulsión en X semanas más Y días de embarazo. Y así nos convocan el martes 17 de octubre de 2017 a primera hora de la mañana. Lo lógico es pensar que, ya que te dan cita para inducir el parto, el proceso sea rápido: estímulo, expulsión, bebé, pim, pam, pum. Pero no, desde el aviso al cuerpo materno vía óvulo vaginal de prostaglandina hasta la expulsión se suceden durante horas los gritos y dolores. Pasan las horas y las contracciones, brotan mugidos de desesperación desde un abismo interior cada vez con más frecuencia e intensidad, rezas a todos los dioses de todas las religiones en todas las posturas que mitigan tu calvario.

Primero, en la habitación de la maternidad, después en la sala de dilatación y, por último, en el paritorio. Cada cuerpo es un mundo, sirva la obviedad, y recorre su peregrinaje hasta el parto con diferentes ritmo y pendiente de dolor. Nosotros no podemos entenderlo, no podemos sentir ese dolor, ese empuje innato de la naturaleza que quiere abrirse paso entre las piernas de una mujer. Me recuerda a una novela de Sándor Marai: «a veces ella, cuando tenía miedo, decía descarada y desafiante: sólo soy una mujer… Como si uno dijera: sólo soy el Niágara«.

Supongo que es difícil recordar horas concretas pero sé que después de más de doce horas en el hospital, sobre la hora de una cena tardía, sientes que ya tienes que estar madura. La matrona te dice que has avanzado poco pero como os expresáis en centímetros que en realidad son dedos no os entendemos. Más de doce horas de dolor desaprovechadas. Te hundes y lloras porque haces una regla de tres simple y te sale como resultado un sufrimiento eterno. Si no me desmorono bajo tus lágrimas es porque no tengo ni idea de lo que significa la cifra cantada por la matrona bajo tu camisón. El equipo del paritorio entiende tu desesperación y propone un plan alternativo: droga para dormir un rato y que el útero trabaje sin molestar durante unas horas pero prohibiéndote parir mientras dura su efecto porque podría tener efectos letales para el bebé; esta es mi explicación for dummies, y no tengo otra. Te drogan en la sala de dilatación asignada y volvemos a la habitación a descansar. En la noche escandalosa de un paritorio en ebullición -cinco partos si no recuerdo mal-, tú duermes como si no tuvieses contracciones, como si tu cuerpo no librase una magnífica batalla por la vida, y como si las paredes no se estremeciesen ante cada ronquido de nuestro compañero de habitación, que ayer fue padre y goza literalmente «el descanso del guerrero». Me veo como centinela en vela que lucha por dormir contra los elementos: la adrenalina, el incómodo sillón y los molestos ronquidos.

En la madrugada muy avanzada despiertas con hambre y nos acercamos a la máquina expendedora de guarrerías, a saber qué eliges, algo de chocolate. El camino de vuelta a la habitación se completa entre varias estaciones de dolor en las paredes del pasillo: si queda mucho la tortura será insufrible. Pides volver a la sala de dilatación y entonces todo sucede demasiado deprisa. No sabría ordenar cronológicamente: te monitorizan y las cifras que canta la «máquina de intensidad de las contracciones» son de cum laude, notifico por wasap a ambas familias que estamos en completa, me muerdes el brazo en mitad de una contracción, más vale un hijo que un pedazo de antebrazo, te arrancas las vías con desesperación y te sangra la vena del brazo, todo se llena de fluidos, la cama, mis brazos, el camisón. Llaman a Inma, tu amiga matrona, para asistir el parto, y viene con contagiosa vitalidad aunque sean las cuatro o las cinco de la mañana y esté durmiendo en casa. Creo que llegas a pedir la epidural, contra tus intenciones, pero no da tiempo porque el anestesista está ocupado (o la anestesista está ocupada). Dices que «quieres empujar» y entiendo que no es que «quieras» sino que de forma instintiva tu cuerpo va a engendrar otra vida humana por las buenas o por las malas en ese instante. Ahí ya no queda nada de conciencia, de libre elección, solo el sometimiento a los designios de la naturaleza para perpetuar la especie humana en este mundo.

Nos pasan al paritorio adjunto y te colocan en una silla de partos como las que tenemos registradas en nuestra memoria colectiva, boca arriba y con las piernas abiertas. Entonces comienza la cuenta atrás tras cada empujón entre contracciones. Me fascina el papel de la matrona, acompaña, no interviene, recomienda, tranquiliza. Veo salir la cabeza del bebé, todo va bien, yo que me pensaba incapaz de asistir a ese momento, pudoroso entre sangre y dolor. Sigues sufriendo, su mano te rasga porque la trae en la cara. Como si la matrona estuviese a la espera de cogerlo al vuelo, expulsas al bebé y ella captura el trofeo con destreza a las seis menos diez de la mañana. Ni siquiera veo cómo pinzan y cortan el cordón umbilical. Después de más de nueve meses de bendito parasitismo se convierte en un ser independiente. Te lo dan, lo besas, ha nacido, pero no soportas el dolor y quieres que ¿yo? lo coja. ¿Yo? Quince mil conversaciones y una investigación adornada con un póster en un congreso mientras estudiabas la especialidad sobre el piel con piel para que ahora no admitas la evidencia. La teoría y la práctica. Al final accedes al piel con piel mientras pasas el duro trámite de expulsar la placenta. La matrona estira con cuidado del cordón umbilical poco a poco para extraerla, la casquería de la vida pesa mucho, molesta mucho. Pensabas que el dolor terminaba con el bebé y no con la liberación de la placenta, lección anotada, por eso la acepción literal de «alumbramiento» es la expulsión de la placenta y membranas. Ahora ya sí, tres cuatrocientos.

El pequeño Cayetano está sucio, lleno de líquido amniótico y sangre, con la nariz aplastada y la cabeza espachurrada. Solo pienso en lavarlo pero dices que la piel absorberá toda la grasa en su propio beneficio, la naturaleza es fascinante; con autoridad remarcas que los hospitales que lavan al recién nacido están obsoletos. Nos pasan a la habitación de puerperio y, en el camino, me dejan escaparme para notificar a ambas familias, en la sala de espera del paritorio, que todo ha salido bien, que Cayetano ha nacido y que tú estás bien, no sé si lo llegué a pronunciar o simplemente mi emoción y mis lágrimas manifestaron la felicidad.

La sala de puerperio es una salita pequeña en penumbra, como si el hospital ofreciese un servicio de relajación e intimidad durante dos horas. Yo ignoraba por completo la existencia de este lugar y este tiempo. Inma, la matrona, especula con el parecido y nos hace un par de fotos de recuerdo antes de dejarnos solos. No recuerdo haber hablado mucho contigo durante las horas previas pero sí en esas dos horas. Te digo que ahora tenemos que aprender a querer a nuestro hijo, que de momento no es nada más que un recién llegado. Que, por ahora, te quiero más a ti que a él. Mientras, tú ya lo estás amamantando, es decir, queriendo. Y recuerdo un comentario que me hizo un amigo durante el embarazo: «en cuanto veas salir a tu hijo, lo vas a mirar y vas a pensar ‘¡coño, yo a este lo conozco!'». Ese dieciocho de octubre llovió muchísimo.

Cada nacimiento es un mundo único y singular. 12 de junio de 2020. Tienes cita en monitores, salimos mañana de cuentas pero en la consulta te dicen que no será inminente. Cuando volvemos de Cuenca te comento que podríamos volver a la capital a cenar, por si acaso, porque asimilamos el temor a una hora de viaje con el parto desencadenado. Sabemos que Alfonso Javier, concebido en la resaca de la celebración del cincuenta aniversario, debe nacer el día de San Antonio de Padova, patrón de la familia por las peticiones atendidas y certificadas desde 2005. Cenamos entre mascarillas en la terraza de la marisquería Joni, tomamos un gintonic en El Gallo y después nos damos un paseo por la calle del agua. Más que a multiplicar una famlia parece que hemos ido de turismo. Dudamos entre las alternativas: volver a casa, ir a dormir a un hotel o acudir al hospital. Optamos, con acierto, por la última opción y nos ingresan automáticamente en la habitación 212. En Cuenca no suele haber muchos nacimientos, así que nos asignan una habitación libre, tengo cama. La experiencia es un grado: tú te pones a leer entre contracciones y yo a dormir. Hasta que sobre las tres y media me despiertas y me dices que ya no aguantas más. Nos vamos a parir.

La sala de dilatación es más lúgubre que la de Alcázar de San Juan, más vieja, más pequeña, peor iluminada. Las contracciones son ya muy fuertes pero te sientes cómoda entre una matrona veterana con la que coincidiste en tu especialidad y una matrona residente menuda y atenta. Tú conoces sus nombres. Informas que «quieres empujar» y van a preparar el paritorio con premura. Mi papel se limita a darte agua y sostener en tu espalda baja un cojín caliente con fuerte olor a romero, inútil auxiliar de un púgil en combate de boxeo. Sucede todo tan rápido que apenas da tiempo a ir de la sala de dilatación al paritorio aunque los separen pocos metros; a la mitad de camino te viene una contracción fuerte, casi para quedarnos a parir en el pasillo. Llegamos a la sala de partos y todo fluye con una naturalidad fascinante. Te agachas y te apoyas en mí, o te agachas y te sujeto de los hombros. Declinas tumbarte en la silla de partos, quieres parir como estás, en cuclillas, no por romanticismo sino porque sientes que tu cuerpo te lo pide. Empujas sabiendo cómo y cuándo, para asombro de la aprendiz de matrona y orgullo gremial de la veterana. Pides silencio porque entre todo el equipo montan mucho escándalo, a mí también me estaba molestando la confianza pero no tenía derecho a réplica. La más joven se muestra entusiasmada, a pesar de su incómoda posición casi en el suelo, y no para de repetir «¡Qué bien, Inma!». Entre cada contracción, un empujón consciente, meditado y medido para concluir una expulsión sobresaliente a las cuatro y media de la madrugada.

El viejo suelo es un gran charco de sangre y fluidos, incluso pides perdón por haberlo ensuciado, como si estuvieses pidiendo una fregona para recogerlo. Esta vez sí acurrucas al bebé entre tus pechos entre besos y sonrisas. Creo recordar que en este momento sí te apartas la mascarilla para besar al bebé. Yo también te doy un beso en la frente sudorosa, te lo intento decir todo con ese humilde beso. Periné íntegro, como dices con gran satisfacción cuando vuelves de un trabajo bien hecho. Cuando expulsas la placenta, la joven matrona juega con ella como si fuese una bola gigante de plastilina roja y negra y, entonces, siento vértigo. Todo ha salido tan bien que la adrenalina se la ha envainado al instante y siento que la cabeza se me queda vacía. Lo manifiesto con prudencia y me mandan a sentarme en el suelo, junto a la pared. Sueles decir que a los padres, si se quejan en un parto, les dan una patada y los abandonan a su suerte, son la última prioridad en un paritorio; a mí me ofrecen agua con educación y me hacen un hueco para poder mantener el lazo visual con madre y bebé, no puedo estar más agradecido. Como mi aviso fue muy preventivo, pronto me levanto con confianza y escucho a la joven matrona agradecerte el parto, como si considerase un privilegio haber asistido a un alumbramiento así, de sentar cátedra. Alfonso nos mira como pensando que el mérito es suyo, ¡qué bienvenido eres!

El Abecedario & El Bocadillo


A la escuela con una mochila de ilusión.

Eso que tú me das
es mucho más de lo que pido.
Todo lo que me das
es lo que ahora necesito.

[Eso que tú me das, Jarabe de Palo]

Después de casi tres años de mimos y zarpazos, de salvajismo entre algodones, si nada cambia, dentro de diez días tendrá su primer día de cole. A él le preocupa que le echemos dos bocaillos en la mochila, y a nosotros, todo lo demás.

Durante estos días no se habla de otra cosa y los padres manifiestan su temor al tiempo que los profes y equipos directivos confiesan su incertidumbre y, también, miedo. Iluso el que se atreva a simplificar un contexto tan difícil, pero cuánto tiempo perdido y qué dejadez de funciones de algunos responsables políticos del ramo. Da la casualidad de que tanto a nivel regional como nacional gobierna el socialismo con equipos más preparados para la propaganda y manipulación mediática que para la gestión y la búsqueda de soluciones a problemas reales.

No me gustaría haber estado en el pellejo de los directores de centros educativos durante este verano sin disponer de instrucciones claras, de ratios, de variaciones de personal, de protocolos en diferentes escenarios, de posibilidades de nuevos espacios, abandonados a una improvisación que comenzará en septiembre. Contra este enemigo cruzar los dedos no suele ser una buena solución.

Y preocupa también el ambiente infantil, cómo se marginará y culpabilizará a alumnos y padres cuando se identifiquen rebrotes y se señale, inquisidor, su origen. Y el miedo personal de muchos profesores de edad avanzada, o de salud frágil, o convivientes con familiares mayores. Y las idas y venidas de cierres y aperturas ante cada rebrote que desorientará más si cabe a los alumnos.

The New York Times publicó el otro día una sonrojante columna de muy recomendable lectura titulada «El país donde las discotecas son más importantes que las escuelas». Dan ganas de llorar; menos por los dos bocadillos, por todo lo demás.

Serranía Conquense, Nuestra Joya


Mirador a Santa María del Val.

Si ves las fisuras de la erosión,
nacen los cuervos de tu corazón,
déjalos volar,
déjalos llorar.

[Alma de Oro, Xoel López & Ede]

Un pueblo del sur de Madrid, Móstoles por ejemplo, tiene más habitantes que toda la provincia de Cuenca. Todos juntos y aspirando a vivir en otro lado, Pozuelo de Alarcón por ejemplo. En Móstoles hay bloques o urbanizaciones más grandes que la mayoría de los pueblos de Cuenca, e incluso pisos con más convivientes que habitantes en municipios conquenses. Por contra, Cuenca tiene más de diecisiete mil kilómetros cuadrados de extensión, lo que significa que en un kilómetro cuadrado te caben de media unos once conquenses. Para entendernos, más de doce campos de fútbol por cabeza. Nuestro alojamiento en el norte de Cuenca estaba a más de 170 kilómetros de nuestros campos de fútbol, que se dice pronto dentro de una provincia.

A fin de aprovechar la coyuntura espacial se ha presentado recientemente una campaña publicitaria provincial bajo el lema «Kilómetros de calma». Sin duda una consigna acertada, aunque peligrosa si le pilla a uno con poco combustible en el depósito o con mucho hambre en un viaje. En el contexto de mascarilla y distanciamiento individual parece idóneo vender que tienes kilómetros de calma y que podrás infringir normas -como respirar con la nariz al aire o remojar los pies en una laguna- en tus doce campos de fútbol porque sería mala suerte que alguien violase tu vasto espacio.

Con ese ánimo marchamos a la joya de la corona de la provincia, la Serranía Alta Conquense, paraíso del pino y la soledad. Kilómetros de calma, de curvas, de desnivel, de verde y agua, de humildes pueblos embutidos casi con vergüenza en los valles fértiles, como integrados en un entorno natural más reciente que ellos mismos. Un destino polivalente donde los haya, para hacer senderismo o ir en bici, escalar paredes escarpadas en hoces imposibles, vigilar buitres en amenazante vuelo, transportar la madera de los pinos por el cauce de los ríos (maderadas) o navegar en canoa con los amigos, tener frío en verano, tener frío en mitad de una ola de calor en mitad de la canícula de Santiago, viajar al pasado serrano, comer mucho y bien, cenar mucho y bien, perderse en los senderos de abajo o sentir vértigo en lo alto de las hoces, esquivar al bicho, relativizar realidades, saborear un trozo de aquella vaca a la brasa o saciar la sed con agua fresca de ese manantial, ¡y maldecir que se vean tantas estrellas en el cielo que no se puedan distinguir las constelaciones cercanas!

Si la casualidad os lleva a El Tobar, cerca de Beteta, podréis comer en dos lugares diferentes pero ambos muy recomendables. Uno, el restaurante Castilla, negocio familiar de Agustín y Socorro donde te sentirás mejor que en casa; los boletus con huevo y trufa propia son una obscenidad por sabor y precio. Tanto el menú del día como la carta merecen un repaso. Otro, el asador El Perula, de Jóse y Alba, con su hija Sara a los fogones, solo a la carta y con precios superiores a la mayoría de la hostelería de la comarca pero con resultados excelentes; la ternera a la brasa en cualquier corte es inolvidable.

Bromearé con que atravesábamos el pueblo tras la cena diciendo que era nuestro paseo marítimo, cambiando humedad por sudadera y rumor del mar por ruido de grillos. Era curioso porque había sillas de plástico «al fresco» pero ni rastro de sus ocupantes, como para dar sensación de mayor multitud. El combate contra la despoblación se asemeja al de la fe; uno nunca sabe si dejarse la piel y que le rechinen los dientes del esfuerzo o simplemente rendirse a la inercia y la duda y la realidad perceptible. Si merecerá la pena desmayarse y estar furioso al ver el puñado de habitantes de tantos pueblos, ese asistir a la última generación que impulsa el latido de vida de enclaves mágicos que no son Macondo ni Comala, ni queremos que Ainielle. Sois la última generación que ha desarrollado su vida completa aquí desde el parto hasta la expiración, los últimos que conoceréis los entresijos de la tierra y el arroyo y el viento y los árboles genealógicos del lugar desde antepasados remotos, dueños del último ganado que disfrutará de esa libertad de pasto en el monte, gracias a vosotros; si nos ponemos dramáticos la última vez que se barrerá esta calle con casi todas las viviendas abandonadas en el frío del invierno. Para algunos sois la nostalgia de una infancia felizmente deformada en un tiempo con el viento siempre a favor y el refugio de veranos de morriña y paz, para otros más jóvenes simbolizáis un reducto de libertad anacrónica y de amor forzado. Los años caen tan pesados como las losas que tapan a los difuntos no reemplazados; hay que morir pero dejando estelas de vida. Queremos imaginar futuros de esperanza y de posibilidades, territorios tan vastos necesitan custodios y amantes, es un deseo y una necesidad. Cómo no querer vivir en un lugar llamado, por ejemplo, Peralejos de las Truchas en los Montes Universales. Os (nos) reclaman a día de hoy como mercancía política tras lemas como el de la España vaciada o los pactos contra la despoblación y revitalización rural como si una inercia tan devastadora se pudiese frenar con un párrafo de ideas. Y mientras aprovechamos el drama como figura literaria para rebozarnos en boñigas de artificio.

Empecé a escribir esta entrada porque un amigo me pidió recomendaciones y se me acaba el folio sin haber apuntado POIs, aunque algún retazo colgué por instagram. Hay que visitar el Salto de Poveda, en Poveda de la Sierra, cómo se despeña el Tajo en una torca agreste, ya en el parque natural del Alto Tajo en la provincia de Guadalajara. Hay que acercarse siempre al nacimiento del río Cuervo en Vega del Codorno, tan vestido para la ocasión con sus pasarelas y su señalización, un agradable paseo incluso en familia (sic) allá donde brota el agua a las puertas de la gruta, sin duda la parada más reconocible de la serranía. Merece la pena la laguna de El Tobar, aguas tranquilas y accesibles donde uno menos se lo espera, y detrás del cerro del Sur el embalse de La Tosca con mirador desde Santa María del Val, que refresca con solo mirarlo. La hoz del río Guadiela en Beteta merece un recorrido pausado por la fuente de los Tilos y la cueva del Armentero. Y en lo alto de Beteta se alza el castillo de Rochafría, de reciente intervención para garantizar su supervivencia, y que goza de una vertiginosa vista de la vertiente Este de la hoz de Beteta por donde transcurre la carretera hacia la Cueva del Hierro. En cualquier caso una visita a la serranía ni siquiera requiere un mapa de puntos de interés, su personalidad intrínseca te invade sin grandes alharacas y un recorrido a pie, en bici, en canoa o en coche es más que suficiente para dejarse atrapar por su encanto.

Cuando uno regresa de un viaje valora mucho más su hogar; en este caso, sin embargo, nada más llegar a casa me entraron ganas de dar la vuelta y seguir transitando por los pueblos serranos y su naturaleza protagonista.

Oropéndola DJ en La Pesquera Tonight


Oropéndola vista en este rincón.

Si me das a elegir
entre tú y mis ideas,
que yo sin ellas
soy un hombre perdido, ay amor,
me quedo contigo.

[Me quedo contigo, Los Chunguitos]

Ver una oropéndola en la pesquera llama tanto la atención como ver un payaso en un funeral. Espléndidas oropéndolas de color amarillo chillón revolviéndose entre chopos viejos de ramas secas en un entorno áspero y ocre bajo el sol impío del verano manchego. Vuelan por la pesquera ajenas a la realidad e ignorando que este atípico verano es de duelo y de miedo y que tendrían que cobijar su pecho brillante bajo sus discretas alas negras y cambiar su canto de merengue a gregoriano. Y, sin embargo, han nacido para brillar y destacar entre nuestra mediocridad, y gracias que la evolución les ha enseñado a mostrarse esquivas a la vista de los depredadores. La vida misma.

Tal y como está el patio del circo lo raro es que no se le haya ocurrido a algún iluminado independentista reclamar el fastuoso amarillo de la oropéndola como patrimonio de sus ansias políticas. Si nos dan a elegir entre una oropéndola y Puigdemont la disyuntiva se decanta en un instante: la belleza innata versus la psicopatía fanática. No exagero: hace miles de meses, en marzo, ya hubo pataleta entre simpatizantes de ERC porque el Gobierno de España había rotulado el lema contra el coronavirus («Este virus lo paramos unidos») en amarillo y negro, colores oropéndola, y para más inquina con la palabra «virus» en amarillo. Tuvo que salir un señor serio y enjuto a justificar el uso de los colores recurriendo a la convención internacional y alegando que una bandera amarilla y negra en una embarcación ha significado históricamente «barco en cuarentena». Si pensáis que Cataluña es algo así como un barco en cuarentena es cosa vuestra.

Este virus lo paramos unidos. Hemos apuntalado el aspecto cromático del lema pero me daría pavor afrontar el enfoque semántico. Qué paradigmática esa reivindicación de «pararlo unidos» como si se tratase de una batalla de braveheart en la que tuviésemos que combatir hombro con hombro; no respetamos la distancia de seguridad interpersonal ni en las consignas. Tuvieron ese mínimo pudor de no definirlo como «Unidas Podemos parar el virus». Más desafortunado, si cabe, fue el eslogan gubernamental de finales de mayo: «Salimos más fuertes». Pensé que era una broma; aunque en las escuelas de publicidad enseñen a usar la herramienta del shock para campañas exitosas, en este caso atacaban a puñal nuestra inteligencia más básica: ni hemos salido, ni somos más después de tantos fallecimientos, y mucho menos más fuertes vista la coyuntura política, económica y social que nos toca afrontar.

Cuesta adivinar qué historia estamos pintando. Parece evidente que no la de los hechos sino la del relato guiado, la versión edulcorada y moralista de una realidad despiadada, aunque parece difícil intuir cómo se evaluarán estos tiempos con el transcurrir de las décadas. Quisiera ser pesimista pero esta noche habrá concierto de Oropéndola DJ al fresco y ofreceremos toda nuestra energía para que los djs sigan mostrándose como un oasis de vitalidad en este desierto de desidia.

Abubilla Atropellada


Biodiversidad: tordos y antenas.

Los que no participan de las injusticias,
no miran a otro lado.
Los que no se acomodan,
los que riegan siempre su raíz.

[Girasoles, Rozalén]

A la vuelta de Briones nos acompañó la abubilla revoloteando entre las carrascas de las lindes. A tus impacientes llamadas ella contestaba con su u-pu-pu u-pu-pu mientras atravesábamos raudos y prisa-prisa con la bici eña el camino repleto de «margaritas metepatas» que sembraron a conciencia tus tíos antes del encierro y que ahora florecen entre las rodaduras de tierra. Distingues los pinos de las carrascas, señalas el cereal granado diciendo «cerveza, pan, galletas, espaguetis» y las cepas de las viñas identificando «uvas y vino para papá». Nunca cazas con la vista los lagartos ocelados que atraviesan las pistas porque andas con la mirada perdida calculando los huevos de las gallinas que cogiste ayer y soñamos con ver juntos un jabalí huidizo o un elegante corzo que, de momento, nos son esquivos. Se supone que el pueblo está hecho a la medida del hombre y la ciudad a la medida del producto, del número, detalle que ignoramos porque no necesitamos etiquetar ni, por supuesto, desdeñar diferencias más allá de bendecir la posibilidad de elección. Para qué preocuparnos por intangibles pudiendo centrarnos en que Sesar nos traiga un árbol de piruletas de chocolate de Tarancón y plantarlo en la parcela de los pinos y que agarre bien y tener, de cara al otoño, buena cosecha de piruletas de chocolate.

El mundo es cada vez más piramidal y más líquido y más frágil, menos atractivo. Y mientras miserablemente se están los otros abrazando con sed insacïable del peligroso mando, tendidos a la sombra estemos cantando y merendando sandía con fanta de río. Ahora ya es tarde, demasiadas carencias en filosofía para aprender a pensar y demasiadas carencias en matemáticas para aprender a investigar. Demasiados escrúpulos para profesionalizar la instigación y demasiados frentes abiertos para abordar el objetivo de guerra a pecho descubierto.

El viernes en la carretera detecté una abubilla atropellada en el asfalto, supongo que no era la que nos acompañó en nuestro paseo en bici.

Emosido Engañado


Atardecer en La Poveda.

Yo soy todo lo que quieres
cuando todo lo que tienes
no te basta.

[Joana, Xoel López]

Stefan Zweig era buena gente, digo yo. Nacer en una familia rica siempre te da facilidades para ser buena gente, e incluso para tener preocupaciones tan atractivas como coleccionar incunables o no perderte ningún estreno musical en tu ciudad. Y si tu ciudad es Viena a principios del s. XX, cima de la música y la cultura y el teatro, entonces eres uno de los seres más afortunados del mundo. Incluso si viene una guerra mundial siempre tendrás opciones de salvoconducto para camuflarte en Suiza, volar a Gran Bretaña o, en última instancia, refugiarte en Brasil. Te puedes permitir el privilegio de ser amable y caritativo, de ser buen amigo de amigos como Rilke y, si eres tan inteligente como Stefan, de mostrarte como un visionario ante la compleja perspectiva social que produce un giro político desordenado. Al final puede traicionarte o la sensibilidad o el miedo.

El día que supe que Stefan Zweig se había suicidado en 1942 junto a su esposa en Brasil por temor a que el nazismo se extendiese por todo el mundo se me derrumbó un mito. Puedes ser ejemplar toda tu vida y que tu obra te avale como indispensable pero no pidas que tenga fe en ti. Su nota de suicidio: «creo que es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la Tierra». Dicho de otro modo: me gusta escribir y adoro la libertad pero el miedo a Hitler es más grande que la literatura más la libertad más el miedo a la muerte.

También está Roberto Bolaño, pobre de misericordia, emigrante desamparado. Tuvo que pasar hambre fijo. Su bibliografía está jalonada de pobres, de putas, de gente que hace lo que puede por sobrevivir, para sobrevivir, de gente como Lorenzo, «es difícil ser artista en el tercer mundo si uno es pobre, no tiene brazos y encima es marica» o como Hans Reiter, que «no parecía un niño sino un alga». Él mismo trabajó en lo que pudo para subsistir, lavaplatos, vendimiador, mucho tiempo como vigilante nocturno en el camping Stella Maris. Había épocas en las que se le acumulaban los cafés a crédito en su cafetería habitual de Blanes; no tener para pagar un café es un listón bajo. Su vida y su libertad estaban por encima del dinero, por simplificar. Podríamos interpretar de algunos de sus textos que desdeñaba el dinero, su órbita giraba en torno a la poesía, sentido y sensibilidad. Hasta que nacen sus hijos y entonces sabe que con la poesía no va a poder comer pero con la prosa quizá sí.

Y hete aquí que se va a morir de insuficiencia hepática y, antes de que arrojen al Mediterráneo sus cenizas, deja dispuesto que 2666 se publique en cinco tomos diferentes para poder garantizar la solvencia financiera de sus dos hijos, Lautaro y Alexandra, ad aeternum. No tienes para pagar un café esta tarde pero quieres asegurarte de que tu hija pueda remodelar la cocina dentro de treinta años.

También está el húngaro Sándor Márai, descendiente de una familia acomodada de origen sajón que pudo disfrutar de viajes de juventud por Europa. Una vida de éxito literario al nivel de Stefan Zweig y respeto social que termina como emigrante en California. Un humanista que se suicida con 88 años: se pega un tiro en la cabeza a los 88 tacos. La soledad como catalizador de la muerte. Joder, que nos hablaste de cosas bonitas en muchas de tus novelas, que fuiste un referente en los asuntos de importancia, que te leímos en casa durante una época con fervor, y al final te rindes.

Emosido Engañado. En el momento de la verdad, parece, el miedo vence al amor, el dinero vence a la literatura, la soledad vence a la amistad. Convivimos con la decepción. Presté mi coche y me lo devolvieron con gasoil bonificado y muchos kilómetros. Confié en la oposición y me colaron un gancho. Pasé apuntes en la universidad y el viernes que la resaca me jodió la mañana nadie se levantó a cogerme el testigo. Presté dinero y se evaporó. La lealtad me la devolvieron con marginación y los favores con traiciones. Pero seguiremos siendo antes ilusos que desconfiados.

Aceituna


Buitres sobrevuelan el barrio de las peñas…

Hacia el fondo de ese mundo del que me has hablado tanto,
paraíso de glaciares y de bosques polares,
donde miedos y temores se convierten en paisajes
de infinitos abedules de hermosura incomparable.

[Viaje a los Sueños Polares, Family]

¿Qué está pasando para ti estos días? ¿Por qué tanto papá y tan poca Yiyi? ¿Por qué ahora no hay ascensor para ir a la biblioteca, ni asiento de detrás del Jor, ni pan con mon de Pepe, ni pesarse en la báscula de Edi ni llevar el coche de mamá a Ipi para arreglar la rueda, ni hay que pagar la osca con monedas a Eduardito, ni aféeche con Yiyi para merendar, ni illa de baba Ili para cenar los días de catequesis, ni hay que echar edas en la bandeja en la emita, ni la tata haciéndote cosquillas y llamándote chorlito, ni hay ina por la tarde con Enta y Lui? Estructuramos nuestra vida con la carga de lo cotidiano como asidero de supervivencia y, de repente, se esfuman los martes y los domingos y todos los días se vuelven un ente difuso de nuevas rutinas entre el salón, el patio y el corral. ¿Cómo asimilas que se haya estrechado tu espacio vital, que un pueblo haya quedado reducido a una casa? Tú lo resumes con lógica abrumadora: si papá está en casa por la mañana es que voy con mamá a echar de comer a las gallinas, nos quedamos aquí a comer, tomamos manzana de postre y me duermo la siesta en el pecho de papá en la esquina del sofá. Y ya van treinta y tantos días. Como decía Faulkner, entre el dolor y la nada elijo el dolor, el dolor de los suspiros de los que necesitan que tu presencia les hinche las ganas.

Y en estas afrontas tu primer duelo. Ayoanco, el pollo blanco, nos deja, se pone malito y en pocas horas se muere. Ya no ta, Ayoanco no ta. Era tu preferido aunque solo fuese porque era el más fácil de identificar, junto a Mamola, la gallina que no tiene cola. Y no te importa ni lo más mínimo, nadie podrá hacer un drama de tu idea de duelo porque te da igual que hoy ya no esté. Cómo enseñarte a decir adiós si en unas horas asimilas que no vas a volver a ver a Ayoanco. Y siento un golpe fuerte en el pecho al ver en el patio de casa un gallo con las patas estiradas que no llevaba ni dos meses por aquí, un puto estremecimiento de dolor ante la muerte por un maldito gallo, como para ir a la guerra estamos, como para ir a la planta de críticos de un hospital cualquiera en estos tiempos. Dicen que Martínez-Almeida sale destrozado cuando visita el hospital de campaña en Ifema, otros no seríamos capaces ni de entrar con dignidad.

Tomamos un aperitivo y te miro y pienso que no voy a ser capaz de darte una aceituna o una cereza hasta que seas mayor de edad.