La Posmodernidad Era Esto

Después de casi doce años de vida, inmutable al paso del tiempo, y sin arriesgar a actualizar la plantilla, damos un salto de color como recomendación de Colour Lovers que se ha limitado al propio nombre de la paleta, Machu Picchu, motivo suficiente para argumentar su elección. Así se gestan las grandes decisiones.

Más trágica resulta la actualización del título del blog que pasa de Gin Soaked Boy a La Intemperie en honor a la célebre cita de Roberto Bolaño en 2666: «No es ningún experimento, en el sentido literal de la palabra, la idea es de Duchamp, dejar un libro de geometría colgado a la intemperie para ver si aprende cuatro cosas de la vida real.»

Colonavilus o cuando dejamos de ser dioses


Quise un aislamiento de 90 kilómetros cuadrados.

Voy a liberarme
voy a dejar de odiarte
voy a pensar que la culpa no fue tuya y perdonarte.
Voy a prender fuego
a todos los recuerdos,
voy a matar los demonios que se enredan en mi pelo.

[Reina, Miss Caffeina]

Inescrutables son los designios del Señor, y también las sendas entre el pasto que abre nuestra mente en la noche oscura de la pandemia canalla, sendas de miedo y de desprecio y de pornografía y de banalidad y de oración y de resquemor, cada mente un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento, Baudelaire dixit. No quiero escribir, no quiero conscientemente abrir la senda de la expresión, de rodar de la confusión mental hacia la materialización concreta del temor, porque no quiero correr el riesgo de que me acusen de fútil tertuliano ni de mostrar la más mínima mota de frivolidad. La idea de barro que hoy se seque puede quebrarse en mil pedazos en cualquier momento, la fragilidad del presente es la vorágine del contagio y, en el instante inesperado, todo quedará sepultado bajo el peso de un fallecido cercano.

La misión de un alcalde se reduce a dos mandamientos de dos palabras: escuchar gente y dar soluciones, y ahí no caben ni lo poético ni lo pusilánime ni, mucho menos, priorizar los fantasmas propios a los ajenos. Y, sin embargo, la gesta épica que la Historia nos ha reservado a los inútiles es que la mayor contribución que podamos hacer por el mundo, por la humanidad y por el futuro sea dar patadas a un rollo de papel higiénico en casa. La paradoja del ocio como antídoto contra el Apocalipsis. Si esto fuese una guerra, que no lo es, sería la primera vez que una batalla se combate con amor al prójimo, que el alejamiento no es signo de huida y que el arma más letal es respirar.

En el verano de 1665, Isaac Newton también sufrió un confinamiento debido a una pandemia provocada por la peste. Ahí cayó una manzana sobre su cabeza que le sirvió para fundar la ciencia moderna, la gravedad y sus leyes físicas y esas cosas. Los indicios parecen señalar como cierta la famosa leyenda. ¿Cómo puede la creatividad abrirse paso en un aislamiento? ¿No se puede tildar de inhumana esa capacidad de abstracción ante la catástrofe circundante? Algunos no somos capaces de saltar más allá de la redacción de un tuit, impotente entre la avalancha de información e incertidumbre, incapaz de retomar el estudio crítico sobre despoblación. En esta coyuntura, más allá de a) trabajar desde el ayuntamiento para minimizar la probabilidad de contagio local y b) rezar para mantener la impunidad del pueblo, tan solo me he hecho un propósito, un propósito de justicia: no llamar «pájaro» a cualquier ave.

El sábado 14 de marzo, unas horas antes del decreto de estado de alarma, salí por última vez en bicicleta, ignorando que al día siguiente estaría prohibido; quise publicar una foto de la sierra solitaria con título «confinado en 90 kilómetros cuadrados», presumir de españa vaciada en aislamiento nacional, acerté al no hacerlo. Era una mañana limpia, serena y templada, de marzo verdoso y cielo despejado, de las que purifican cuerpo y mente. Se sentía el protagonismo de los «pájaros», únicos sonido y movimiento en la soledad del campo, como si ya se supiesen más libres. Casi en lo alto de la parte sur de la Sierra de la Villa planeaba bajo un águila, ignoro si perdicera o real, e incluso si era un águila o un ejemplar de una especie parecida. Me avergoncé de mi analfabetismo rapaz y consideré entonces de justicia aprender unas nociones básicas de ornitología. No fueron creados el abejaruco y el vencejo tan diferentes para que los llamemos igual.

– ¡Ay, cómo vais a acabar los poetas!
– Emparedados por los utilitaristas en el muro de la Verdad.

Nada va a cambiar. No vamos a ser mejores. Una conciencia social, una moral comunitaria, se cuece a fuego lento durante décadas y no se gratina ni con el fogonazo más dramático. Algunos licuarán conclusiones sobre su modo de vida y se propondrán otros hábitos y reorganizarán sus prioridades, no creo ni que sean muchos ni que sean significativos. Quiero equivocarme hasta el fondo, y no pensar en ese mañana irreal de entrar en el bar con miedo a que haya alguien cerca, de sentirte culpable por dar dos besos de reencuentro, de creer que infringes una norma que se ha evaporado.

Y mientras, los partidos que gobiernan imparten una lección magistral de desgobierno, de falsedad y de ineficacia. Me acuerdo de Pedro Sánchez, de Page, de Iglesias. Obcecados con la imposición del relato positivo oficialista mientras descuidan lo más relevante, la gestión de la crisis sanitaria. Imperativos en su discurso de unión y lealtad institucional cuando no descuidan un segundo para seguir haciendo política bananera. Salid y confesad, pedid disculpas mientras manifestáis vuestra disposición a trabajar sin descanso y de forma ordenada, entenderemos que os desespere una situación crítica para la que no se podía estar preparado, nadie envidia vuestra posición, pero no endulcéis la realidad de carencias de material y saturación de hospitales ni vengáis con discursitos que no nos creemos. Las reglas del juego han cambiado. Lástima que las virtudes de vuestra genética no contemplen este escenario porque estáis hechos de gestos y no de soluciones, profesionales en propaganda y en eludir responsabilidades. Llevo la cuenta de las declaraciones y resoluciones vergonzantes de estos días y se va a terminar el cuaderno. Toda realidad ignorada prepara su venganza, avisó Ortega.

Mi miedo son todos tus miedos. Tu llanto inesperado ante un videoclip de una playa, temor inexplicable ante un espacio abierto y desconocido, pánico a que Xoel pare de correr sin haber encontrado a Yiyi y Baba. Qué entiendes que yo no entienda que entiendas, que en tu mundo de negros amarillos y rojos azules puedan caber miedos invisibles, que de tirar la basura riendo y corriendo y «yo ver, Yiyi sí» pasemos a una temerosa odisea muda de ir fuertemente agarrados de la mano y apretar el paso a la vuelta hasta la puerta, qué luminoso sentimiento te alumbra cuando abres el cofre y sacas la llave con la que sabes que abrirás, soñamos que pronto, la puerta a los que quieres, cómo coño sabes querer con dos años. No hemos sido capaces de adaptar nuestro mundo a tu medida, has sido tú el que has adaptado tu mundo a nuestra medida. Y lo has llenado de chocolate y jamón york. Y cuando esto termine iremos al Saga a comernos el plato de patatas más grande de la vía láctea.

Paz, guerra y dos huevos fritos


Trashumancia por Las Pedroñeras.

Ya llevo demasiado
aguantando tus bromas
porque nadie te ha dicho
que no tienen puta gracia.

[Juramento, Anni B Sweet]

La paz no existe sino como marco de convivencia que soporta tensiones. Y quizá así deba ser, entender la paz como el contexto en el que las presiones tienen la posibilidad de escape sin reventar el recipiente de la coexistencia. Qué infantil la paz que pretendemos vender en épocas como la Navidad, edulcorada y llena de corazoncitos y revoluciones de las sonrisas y deseos vanos, como si el mundo fuese un lugar paradisiaco en el que los «problemas de verdad» pudiesen resolverse con besos cariñosos, como si la paz no fuese de facto un sustituto de la vida y la supervivencia. Que la situación sea compleja no supone una circunstancia tan terrible como observar la cantidad de ciudadanos ilusos que mentalmente asocian el concepto de paz a un sosiego higiénico, si acaso la semántica de «sosiego higiénico» pudiese existir. Ni todo es blanco o negro ni todo es guerra o paz, aunque nos reconforte pensar que la ausencia de guerra implica paz, una paz frágil fundada por el miedo, sostenida por la cobardía y apuntalada por legislación. Que nos deseemos paz estos días para un armonioso 2o2o, pero con el convencimiento de hacerlo con el ahínco que requiere construirla, conscientes de que implica disposición y batalla, valga la paradoja.

Decía Luis Piedrahita que «la vida es como un hotel, un sitio en el que vas a estar poco tiempo y tienes que llevarte todo lo que puedas». Si alguien tiene una definición más certera que levante la mano. ¿Y qué nos hemos echado este año 2o19 a la mochila en este contexto sin paz ni guerra?

Si el año pasado quedé tremendamente fascinado y acongojado con «El ruido y la furia» de Faulkner y con «El mundo de ayer» de Stefan Zweig, también este año han sido dos los libros que pasan a un lugar privilegiado de la estantería de mi memoria. Ian McEwan me sorprendió con «Chesil Beach», quizá por mi «pre-escepticismo» -que no prejuicio- de sospechar que no podía tener mucho recorrido una trama tan sencilla como la noche de bodas de un joven matrimonio virgen; y vaya si consterna la narración a pesar de lo acotado del escenario, qué forma de esbozar el contexto y entender una situación, qué forma de poner en palabras sencillas un sentimiento tan indescriptible, y sobre todo qué lección de humanidad, de psicología, de instintos descritos y de tabús despedazados. McEwan al desnudo asestando una puñalada certera a la guerra humana del miedo que subyace bajo la paz de las normas sociales. También en la mochila del año la genial «Solenoide» de Mircea Cartarescu, un prodigio de literatura íntima, el relato extenso de una mente habitada por fantasmas incapaz de discernir la realidad en la Rumanía comunista, jalonado por reflexiones deliciosas más para saborear que para leer, uno de esos libros a los que saludas con un sincero «encantado de conocerte» porque sabes que es especial y bendices haberlo descubierto.

Hacerle la guerra al yo del pasado forma parte de nuestra esencia como seres competitivos y comparativos, atributos inherentes a nuestro instinto de supervivencia. Y si es fácil tender trampas al inocente yo anterior debido a la experiencia que la edad concede, no lo es tanto batirse a nivel deportivo contra un yo más joven e impetuoso. El amor propio y la vanidad son buena leña para la locomotora de la superación y este año vengo a humillar a mi yo pasado. Orgulloso confirmo que en la MAMOCU (esto siempre siempre hay que escribirlo en mayúsculas) ascendí de la posición 166ª del 2018 a la 138ª de este año clavando el tiempo en un escenario mucho más exigente, me gané por 8 segundos en la subida al castillo de Belmonte, subí tres puestos del 28º al 25º en el duatlón del Queso en Aceite para seguir como campeón local por quinto año consecutivo y, en condiciones adversas, le gané un segundo y dos puestos a mi yo del 2018 en la carrera del Queso en Aceite. No he batido ninguna plusmarca mundial pero he dejado tocado y hundido a mi yo del 2018, y qué es la vida si no derrotarse a uno mismo aunque sea haciendo trampas.

Hay guerras que ya no siento como propias. Si hace años la Fotogramas era obligada, así como listar y valorar las decenas de películas que caían en mis manos y redactar críticas para sesiones de cine-fórum, ahora ni recuerdo cuándo fue la última vez que fui al cine salvo para la presentación de Rocambola como invitado amigo del director Juanra Fernández. La «Roma» de Alfonso Cuarón y el «Dolor y Gloria» de Almodóvar me dejaron frío, ignoro si porque el distanciamiento me ha endurecido la sensibilidad. Qué suerte, por contra, haber dispuesto del entorno apropiado para paladear esa joya innegociable llamada Chernobyl, la terrorífica serie sobre el enemigo invisible y silencioso más terrible, lección de historia y, sobre todo, de política.

La música gana la batalla como arte de expresión, ninguna experiencia sensorial artística llega más lejos ni es capaz de estimularnos hasta los confines de nuestro inconsciente. Me aterra pensar que podrá llegar el momento en el que olvide tres grandes conciertos de este año: Menil, Marlango y Christina Rosenvinge. Hace ya meses hablamos del concierto de Menil que nos fascinó en el convento de las justinianas local y que, gracias al técnico de sonido, puedo rememorar con frecuencia. El 4 de julio, en la entrada del parador de Cuenca y ante la postal más significativa de la ciudad, fue Marlango el grupo que brindó un concierto perfecto, delicado pero salvaje, íntimo pero ambicioso. Leonor Watling, sensual y carismática, nos encandiló presumiendo de versatilidad a través de sus temas de siempre y versiones acertadamente escogidas. Y por último, Christina Rosenvinge, que nos emocionó con un breve concierto de cuatro temas en la sede de la Fundación Antonio Pérez, cuatro obras maestras para paladear: «La Flor entre la Vía», «Canción del Eco», «Romance de la Plata» y «La Tejedora». Rosenvinge aturde con su presencia, nos deja con la sensación de que no somos nadie al lado de la luz que emite, supernova del arte. ¿He confirmado que estamos enamorados de Leonor y Christina?

En un mundo abarrotado de turistas, viajar cada vez está más sobrevalorado. Viajamos para conocer y para valorar que la paz está en la cama de casa. Cada viaje supone el conflicto de no entrar al trapo de los escenarios fabricados para deleite del turista ávido de emociones, de estampas, de sabores, de hacer check en la visita a esa ciudad. Hay mil formas de viajar, y líbreseme del pecado de juzgar el enfoque de cada viajero, máxime ante la imposibilidad de huir del mundo prefabricado que se ha montado en estos últimos quince años. Ha sido el primer año entre muchos, por desgracia y/o casualidad, que no he pisado suelo extranjero y tan solo he pasado por Barajas como chófer de viajeros. Si hago memoria, el listado de destinos es tan poco romántico que cualquier malpensado podría sospechar que el resultado ha sido premeditado: Benalúa de Guadix, Roquetas de Mar, Salvatierra de Tormes o Bótoa, amén de decenas de municipios conquenses. ¿Buscando la paz a través del pueblo?

Mil y una veces he escuchado a un hombre decir que sería incapaz de matar a sangre fría, que sería incapaz de ser protagonista de una guerra, de batirse a vida o muerte con enemigos anónimos ni en Normandía ni en Teruel. Quizá infravaloramos la naturaleza humana, la genética de la guerra, los mecanismos químicos programados para hacer frente a las situaciones más traumáticas o emocionantes, el mejunje de hormonas que nos amoldan a la ocasión para que no reviente nuestro corazón en mil pedazos en la coyuntura de la paz y de la guerra. A cada poco sobrevienen circunstancias que afrontar, como batirse con Gabriel Rufián, combatir por una victoria electoral, dar un paso al frente en tus filas para afrontar nuevos retos, analizar la estrategia de la guerra de guerrillas que son las convocatorias de subvenciones públicas, ser cómplice de cómo un hombre abre sus entrañas en un gesto de respeto y amor a la humanidad y la sociedad, hacer de la espera un arte en la batalla, celebrar aniversarios en tiempos de paz. Siempre alerta.

Y, por supuesto, la familia, búnker infranqueable de la guerra de la vida, salvaguarda del único patrimonio que importa, entorno de definición de la estrategia bélica de la supervivencia común, aún a riesgo de poder llegar a convertirse en la más temerosa trinchera de forma inesperada. Quizá un año clave y definitorio en todos los frentes de batalla: bienvenidas al mundo, consolidación de la fertilidad, florecimiento de la pasión, espontáneo brote de motivos para seguir en la contienda, maduración del aliado y, sobre todo, el día a día del asedio.

No tenemos intención de rendirnos y batirnos en retirada.

Patrimonio, por sus hechos los conoceréis

Ruinas II

Entre el cielo y el suelo hay algo
con tendencia a quedarse calvo
de tanto recordar.
Y ese algo, que soy yo mismo
es un cuadro de bifrontismo
que solo da una faz.

[Me cuesta tanto olvidarte, Xoel López & Combo Viramundo]

El concepto Patrimonio viene sufriendo en los últimos tiempos un abuso y manoseo que diluye su significado y desvirtúa peligrosamente su relevancia social. Debemos ser conscientes de que el Patrimonio Histórico-Artístico no se reduce a un amasijo de piedras bien dispuestas, “montones de piedras” dicen algunos de forma simplista y despectiva, sino que engloba al conjunto de bienes materiales e inmateriales que hemos heredado de nuestros antecesores. En consecuencia, su valor está íntimamente ligado a nuestra identidad y a nuestra forma de ver el mundo, a cómo lo vieron antes que nosotros y a la proyección que hacemos de nuestra cultura, de nuestro arte, de nuestra arquitectura, de nuestra tradición.

El Monasterio de Uclés, el Castillo de Belmonte o la Catedral de Cuenca son ejemplos que se asocian de forma instintiva al concepto de bien patrimonial. No obstante, no está de más recordar que también forman parte de nuestro patrimonio muchos otros monumentos que no han corrido la misma suerte con el devenir del tiempo como el Convento de los Franciscanos de Torrejoncillo del Rey o el Palacio de los Gosálvez de Casas de Benítez. Y, por supuesto, también otros bienes inmateriales como las danzas de paloteo que siguen vivas en las festividades de muchos pueblos como Montalbo o Iniesta, la Endiablada de Almonacid del Marquesado, la Trashumancia por la cañada real de Los Chorros o las Maderadas de los Gancheros por el Escabas y el Júcar.

Ahora que está de moda el concepto “apropiación cultural”, se podría inferir el concepto “apropiación política” para hacer referencia al anhelo de confiscación de un valor con fines políticos y partidistas. No se debe pensar en el Patrimonio como en un territorio en el que clavar la bandera propia o enterrar la clavada por otro, sino como un compromiso que a todos incumbe tanto por razones económicas, debido al potencial turístico de muchos rincones de la provincia, como por razones de justicia histórica, debido a la responsabilidad íntima con la herencia de nuestros ascendientes.

Y por lo expuesto, precisamente, resulta desalentador que las buenas intenciones se queden tantas veces en el trastero cogiendo polvo. En este contexto de sensibilización y “apropiación política” no se pueden entender dos decisiones puntuales tomadas por dos instituciones gobernadas por el PSOE como la Diputación Provincial de Cuenca y la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha.

De un lado, Martínez Chana ha propuesto y aprobado en la institución provincial una reducción del remanente destinado a “inversiones en conservación y rehabilitación de patrimonio” desde 7 millones hasta 2,92 millones de euros, una merma de más de la mitad de lo presupuestado por la anterior Corporación presidida por Benjamín Prieto. Esta decisión implica la no ejecución de varias inversiones ya aprobadas, con el consiguiente perjuicio e inseguridad para los proyectos afectados.

Del otro lado, y más flagrante, resulta la decisión de Page puesto que el Proyecto de Ley de los Presupuestos Generales de la JCCM para el año 2020 reserva la injustificable cifra de 137.860 euros en la partida “bienes patrimonio histórico, artístico y cultural”. Podría parecer una broma pero esa es la cantidad que Page presupuesta para inversiones en bienes patrimoniales para el conjunto de Castilla-La Mancha de cara al próximo ejercicio.

Invade la tristeza y la decepción cuando se escuchan discursos de defensa del Patrimonio, de potenciar recursos turísticos y de conservar el pasado para enriquecer el futuro en boca de aquellos cuyas decisiones van en dirección contraria. La “apropiación política” del Patrimonio por parte de los socialistas Martínez Chana y García Page se diluye en sus presupuestos. Por sus hechos los conoceréis.

Salvatierra de Tormes


Vista del embalse de Santa Teresa desde Salvatierra de Tormes.

No soy toro, ni soy matador
ni tornillo, el destornillador
no soy hijo de un antecesor.
Soy la flor entre la vía.

[La flor entre la vía, Christina Rosenvinge]

El mundo es grande, oh qué perspicacia, y ofrece infinidad de culturas, idiomas y paisajes que disfrutar y conocer, pero resulta complicado abordarlo con un niño pequeño y poco tiempo libre. Estos factores limitan, de forma temporal y nada sacrificada, el radio del viaje a la península ibérica. Afortunadamente, resulta imposible cansarse de viajar por España.

Por cualquier motivo desconocido del subconsciente uno se siente como en casa en cualquier rincón de las cuatro grandes autonomías sin mar: Aragón, Extremadura y las Castillas. Nos une la sobriedad, la carrasca aislada, la sencillez, la tierra seca, la jota, una economía lenta, una hospitalidad rural, un pasado mejor. Y todos esos elementos confluyen también en la parte sur de la provincia de Salamanca.

La siesta del chico nos permitió recorrer el trayecto desde Villaescusa de Haro hasta ya la provincia de Ávila. En concreto y por casualidad paramos en Villatoro para refrescar el gaznate y merendar. Las banderolas en las calles y el trasiego de gente informaban que estaban en fiestas. A la postre nos notificaron que ese mismo día conmemoraban el recuerdo de la feria ganadera anual del pueblo, ya desaparecida y que suponía, como en muchos otros lugares de la península, el foro de compra-venta de ganado para el año y momento en el que los pastores aprovechaban para ajustarse. Todo el pueblo disfrutaba de una sana barbacoa de chorizo, morcilla, salchicha, panceta y lomo a la que nos convidaron con simpático altruismo. Solo la regente del bar local parecía preocupada, y no porque ese día disminuyese su negocio, sino porque su hija acababa de desembarcar en Salamanca para estudiar una carrera y esa noche iba a sufrir las célebres novatadas salmantinas. Comprendí sus temores al día siguiente, cuando la primera plana del periódico provincial se hacía eco de la advertencia del rector al control de las «actividades universitarias de bienvenida».

Con fuerzas recobradas retomamos el viaje hasta el destino en un hotel rural en Salvatierra de Tormes, junto al embalse de Santa Teresa y cerca de Guijuelo. Un alojamiento, por cierto, encantador y sumamente recomendable, aunque no pudiese disfrutar de un rato de sosegada lectura de Solenoide en su impresionante sala biblioteca, eje de las zonas comunes del hotel. Sí disfrutamos, en cambio, de su rotunda comida en la que la sopa de cocido se podía cortar con cuchillo (sopa ibérica sólida con tocino y fideo) y el cerdo ibérico reinaba en el plato en cualquiera de sus cortes de excepción. Una ventaja de su gastronomía radica en la familiaridad con todos los productos, no como aquella vez que en Lima nos lanzamos a una cena de fusión peruana y japonesa.

Cuando uno se asoma a Salvatierra de Tormes siente una profunda contradicción. Se percibe un núcleo urbano con sabor a historia, a un pasado próspero de casas señoriales, iglesia de renombre, castillo imponente («de la mora encantada»), escudos nobiliarios. Y sin embargo, el paseo por el pueblo es desolador, frío, de viviendas abandonadas y esplendor mutilado, de iglesia dejada de la mano de Dios y castillo ruinoso. Hoy día se ensalza la ruina vistiéndola de un halo romántico que tanto repele a los que defendemos la vida rural y entusiasma a los seguidores de La España Vacía. El turista fotografía la teja rota, la pared desplomada, la vegetación en el salón, y cada disparo aspira a firmar la autopsia de un pueblo. En ese primer paseo desconocíamos la historia del declive de ese rincón salmantino cuyo dueño y señor era Gafas, o Gachas, un mastín ya jubilado que hacía de sereno en la calle mayor de Salvatierra.

Por allí cerca está Candelario, en la sierra de Béjar, pueblo de cuento y destino turístico rural por excelencia. Un pueblo que históricamente ha vivido de la chacinería y, ahora, de un turismo atípico de paseo, foto e ibérico. Una joven estudiante me pregunta en la calle por los ingredientes de la morcilla, le digo que grasa de cerdo, sangre, ajo y pimentón. Por detrás un lugareño salta en su orgullo herido y le saca la lista de especias. Bajamos a Béjar y comemos en El Bosque, restaurante recomendable que nos sirve el mejor plato de jamón y embutidos ibéricos que he comido en mi vida, un plato que atestigua una marca de calidad. Horas más tarde, un rumano afincado en Guijuelo nos arruina la leyenda confesando que traen los guarros de Badajoz y ellos secan los jamones y curan los embutidos. La industria del cerdo ibérico en Guijuelo es envidiable, clave del tejido económico de toda la comarca. El rumano trabajaba en una empresa de embutidos y, viendo las perspectivas, hace unos años montó su propio negocio dentro del sector.

Por allí no muy lejos anda también La Alberca, en el parque natural Las Batuecas-Sierra de Francia, la maqueta de un pueblo idílico en medio de un paraje de ensueño. La Alberca ha cuidado su urbanismo con sabor añejo para exprimir al turista vendiendo que se trata de uno de los pueblos más bonitos de España. Nuestro recorrido terminó cuando dimos con la carpa en la que celebraban una feria gastronómica, con concurso de cortadores de jamón, en la que ofrecían barra libre de vino de la Tierra de Salamanca por 4 euros y platos de jamón ibérico por 5 euros. Menudo nos importaban entonces las balconadas de madera repletas de macetas y las calles empedradas con rincones fotogénicos. Copa de vino en mano, cucurucho de forro asado en otra mano, bailes regionales de frente, cortadores de jamón a la espalda, chico con la animadora infantil y sol en el cogote, menudo nos importaba el urbanismo albercano, menudo nos importaba que hubiese cielo o infierno. Pusimos la guinda con un exquisito chuletón de buey madurado en el recomendable La Cantina de Elías.

El único bar de Salvatierra de Tormes era la cantina del hotel, llamada Bar y custodiada desde la puerta por Gafas, o Gachas, con desidia y aburrimiento. El recepcionista del hotel era negro y amable, aunque me ponía café solo cuando lo pedía cortado, y la limpiadora, que debía ser marroquí, tuvo la inmensa gentileza de lavar la ropa vomitada del chico en un gesto discreto que nos sorprendió y agradecimos. Los parroquianos del bar eran muy escasos y de pocas palabras, y no protestaban si les ponía el baloncesto en la tele.

Al tañer de las campanas del sábado por la tarde nos acercamos a la iglesia para tomar el pulso a esa otra parroquia: tres feligreses y un joven cura que nos miró gozoso como ante una aparición mariana. Rezó por nuestra familia en nuestro tercer aniversario y por la fidelidad en su concepto vasto y trascendente. Al salir, entablamos conversación con el único varón de los tres feligreses, con casi noventa años y «del pueblo de toda la vida». Nos habló, con lucidez y melancolía, de la época de prosperidad de Salvatierra de Tormes como referencia comarcal y de la riqueza que generaban las tierras húmedas de la ribera del río Tormes. Nos habló de cómo expropiaron todas esas tierras para crear el embalse y cómo trasladaron a muchos vecinos a pueblos de repoblación a cambio de una vivienda y unas hectáreas de regadío. Nos habló de estafas y chantajes, del agua embalsada subiendo pero sin llegar jamás a anegar el pueblo, de la emigración abrupta, del empobrecimiento de la comarca y del abandono de las casas. Nos habló de su pueblo con más de ochocientos habitantes y de los poco más de cuarenta afincados ahora, todos mayores salvo los regentes del hotel. Nos habló de un pueblo sin futuro que se aferra a la rehabilitación de alguna vivienda como motivo de esperanza. Y mientras nos hablaba, la realidad nos abofeteaba sin piedad, todo pasa, no te bañas dos veces en el mismo agua del Tormes, nadie se acordará pronto del esplendor de Salvatierra y su húmeda ribera. El anciano y el cura se marcharon porque el primero le había prometido unos cartones de huevos al segundo.

En el viaje de vuelta se pinchó una rueda del coche. Fui en la grúa con el coche hasta Ávila con un mecánico cincuentón que me contó que una vez había salido de España, a Oporto, y a regañadientes. No le gustaban los aviones ni la gente que hablaba idiomas que no entendía. Su hijo viajaba por el mundo enlazando vuelos y eso a él le bastaba para tomar la medida a sus confines. Intuyo que cuanto más amplia es la perspectiva mayor capacidad para relativizar y, al contrario, los panoramas obtusos generan visiones absolutas. Seguiremos aprendiendo y conversando.

¿Preferiría no hacerlo?

Bartleby, el escribiente, solía repetir su célebre frase «preferiría no hacerlo» («I would prefer not to») ante cualquier petición u orden. Y así se le pasaba la vida al discreto escribiente del bufete de un prestigioso abogado en el relato de Herman Melville.

Nosotros, casi sin ser conscientes, seguiremos gobernando Villaescusa de Haro durante otros cuatro años gracias a la ratificación de los votantes que han vuelto a depositar su confianza en nosotros. En un contexto político y social como el actual quizá nos sintamos con más fuerza los antagonistas del humilde Bartleby porque «preferimos hacerlo«.

El próximo 15 de junio volveremos a tomar posesión para seguir haciendo.

P.S. Mientras, me disculpo ante los miles de lectores de este blog por su escasa vida. Quizá digan mucho de mí las entradas no publicadas.

non confundas me ab expectatione mea

Lavadero Romano
Lavadero municipal.

Ay que chiquitín, tin, tin,
que era aquel ratón, ton, ton,
que encontró Martín, tin, tin,
debajo un botón, ton, ton.

[Debajo un botón]

Seguimos teniendo ilusiones y sobresaltos y esperanzas y, afortunadamente, a alguien que nos recuerda que estamos más gordos y más canosos y que no deberíamos llevar calcetines con agujeros ni camisetas con jerseys de punto. Somos conscientes de que nuestras convicciones se van cayendo como hojas caducas o como capas secas de cebolla. Se desprendió la capa de la emoción antológica por un gol propio o de Van Basten, luego el sentimiento de vivir en cine y rezar a los grandes de la historia desde Kubrick a Léolo, se cayó también la capa de la emoción del bikini, y poco queda ya de la conmoción íntima ante un adjetivo preciso en un texto poético. Como si cada vez fuésemos más espectadores y menos protagonistas, la perogrullada de la madurez. Otrosí digo que tenemos la ilusión de bajar dos millones de veces las escaleras al sótano solo para encender la luz de la alacena y abrir el arcón. Y nuestro universo lingüístico se restringe a un «¡ta!» que lo dice todo.

También somos afortunados porque la modernidad líquida nos resbala sin dejar mancha y seguimos prefiriendo leer a publicar entradas y pasear en frías noches mirando la húmeda vegetación que crece en la umbría de la iglesia a sufrir atascos gratuitos escuchando Onda Cero con bocinazos de fondo. Vivimos el más hipócrita de los tiempos líquidos y por eso mutilamos nuestras lenguas para que las marabuntas que saben dónde van sin ir a ningún sitio no nos arrastren a sus vacíos. Otrosí reitero nuestra fortuna por el privilegio de poder seguir siendo ilusos, ilusos con esperanzas para los que todos los errores han prescrito siquiera antes de haberlos cometido.

A Pompeyo le atribuyen la bravuconería de arengar a sus marineros con el desafiante «navegar es necesario, vivir no». Otrosí insisto en la suerte de ser náufragos que han perdido la noción de si lo importante es la vida o el sentido de navegar. Si el sentido conlleva comportamientos simiescos como mamporrear el teclado para edificar ira o cotillear sobre la maripuri quizá sea preferible valorar el milagro de la naturaleza en sí mismo que aspirar a construir una catedral a partir de barro seco.

Se antoja ficción la tarea de navegar entre las olas de una sociedad cada vez más nórdica, es decir, más aséptica, más higiénica, con menos «¡buenos días!» y menos envoltorios de caramelos en las calles. Nos vamos a la cama temprano para mañana madrugar y en los sueños no aparecen fantasmas sino que calculas y estimas entre la certidumbre y la seguridad, cuánta leche queda, a qué hora pongo el despertador, tengo que comprar crema hidratante, una alcachofa para la ducha y cambiar la talla de los botines. Quién es capaz de navegar en mitad de tan vitales disquisiciones y sabiendo que una rama de la acacia del vecino se está metiendo en nuestro patio por encima de la tapia. Disculpad, de antemano, nuestras dudas. Nos abruman vuestras certezas y nos fascina vuestra seguridad, vuestra capacidad para proponer soluciones infalibles a problemas imposibles.

Quién se atreve a lanzarse al mar bajo la tormenta después de ocho horas de oficina, pasar por el mercadona y recoger la nota simple para rehacer las escrituras. Me gustaría ver la gallardía de Blas de Lezo intentando darse de baja de vodafone mientras su hijo pequeño arranca las hojas de todos los periódicos de todos los tiempos. Pero qué grande nuestra suerte que hay botones que escupen agua potable para que no se infecten nuestras heridas y otros que iluminan pesadillas en la noche y nos permiten disfrutar de las cosas de la hbo y otros que se llevan lejos nuestros desechos naturales para no ver ni oler.

La reja gótica que da acceso a la deslumbrante capilla reza desde hace siglos un verso del Salmo 119: «non confundas me ab expectatione mea», que no quede defraudada mi esperanza, no me confundas en mis esperanzas. Tu ilusión es bajar las escaleras sin ayuda y la mía que siempre me pidas la mano para agarrarte y darte seguridad en el descenso.

Pregoneras y Patriotismos

Crestería & Farola

Sueño que estoy andando
por un puente y que la acera (mira, mira, mira, mira)
cuanto más quiero cruzarlo
más se mueve y tambalea.

[Malamente, Rosalía]

Un alcalde de un pueblo vecino se quejaba, de forma casi infantil y con el respaldo de su mujer, de que a los demás alcaldes les interesaba hacer acto de presencia en «los pueblos grandes» pero al suyo no se acercaba ninguna autoridad en sus fiestas patronales y se sentía abandonado y ninguneado. Como sea que entre mis mil y un defectos se cuenta el de sentir compasión por la pena cuando viene originada por un sincero sentimiento de inferioridad y desamparo, decidí acompañar junto a mi familia a Fernando en su acto de coronación y pregón a San Benito Abad. A él y a sus 69 habitantes según el INE, que son 48 reales contados uno a uno por un concejal en mi presencia; el concejal ronda la cincuentena y remarca con triste orgullo que es el «duodécimo más joven del pueblo».

Al llegar, Fernando nos presentó a la pregonera de fiestas, oriunda del lugar, en la treintena, sacrificada a unos innegablemente incómodos zapatos de tacón y exteriorizando tensión, nervios e ilusión. Pensé en qué podría decir de su pueblo, sin un pasado glorioso que evocar ni un futuro brillante del que presumir; un pueblo cuya mayor singularidad consiste en tener dos pequeños cerritos idénticos tras el núcleo urbano conocidos popularmente como «las tetas de Monreal«. Hace poco el alcalde confesó que aspira esta legislatura a comprar «las tetas».

Ya en el escenario Cristina brindó una alocución contundente en forma y fondo. Centró su discurso en torno a su infancia, a su vida en el pueblo, a su familia y amigos, a los numerosos vecinos fallecidos este año que duelen individualmente y horadan sin piedad el oscuro futuro de Monreal. Sin retórica difusa ni complejos lastimeros pregonó una profunda y emotiva declaración de amor al lugar que la vio crecer, con sus lágrimas, su orgullo y sus vivas como punto y final.

Ajeno a los sentimientos y emociones que el discurso afloró en el auditorio local por una evidente carencia de contexto, me descubrí conmovido por un pensamiento paralelo: Cristina me acababa de abofetear con una rotunda lección de humildad mostrando que su pueblo no era menos que ningún otro que tuviese más habitantes, un pasado más célebre, más personajes ilustres o un entorno más atractivo. La pregonera, en su desnudo alegato de cariño a Monreal, desbordaba autenticidad y un cariño específicamente enfocado a «su» lugar y «su» gente, su pequeño lugar común y su gente humilde. Tan simple y evidente que casi da incluso vergüenza relatarlo, ¿quién si no tú va a querer a tu gente y tu sitio en el mundo? ¿acaso alguien quiere menos a su vecino por no ser astronauta o estima menos su infancia por no crecer en una ciudad patrimonio de la humanidad?

En esas andaba divagando cuando me vinieron a la mente aleatorias instantáneas de dos viajes recientes; unas imágenes de un blanco y húmedo pueblo costero de pescadores de una isla balear y otras de un espectacular pueblecito vasco verde en sus cuatro costados en la frontera entre Guipúzcoa y Navarra. El camarero balear de nuestro restaurante de confianza esos días confesaba con satisfacción que trabajaba seis meses en hostelería para luego disfrutar de otros seis de salir al mar con su hijo todos los días. La casera vasca de nuestro alojamiento rural presumía de caserío del siglo XVI en el que las vigas de madera del gran salón diáfano se asentaban sobre la roca natural del enclave y mostraba los retratos de antepasados que allí mismo habían llevado a cabo sus vidas.

Y así fue cómo un joven camarero de temporada, una cariñosa vasca y una pregonera manchega acabaron encontrándose sin saberlo y sin conocerse en un mismo sentimiento de noble orgullo emergido por su casual habitación geográfica. A eso se le suele llamar patriotismo y, aunque sea un concepto que viene untado por connotaciones peyorativas, considero elemental la sensibilidad individual del agradecimiento y el aprecio a nuestro lugar en el mundo. Camilo José Cela lo resumió en un aforismo: «el nacionalista cree que el lugar donde nació es el mejor lugar del mundo; y eso no es cierto. El patriota cree que el lugar donde nació se merece todo el amor del mundo; y eso sí es cierto.»

Huelga recordar que cada vida es irrepetible, y el patriotismo conforma una de las vigas en las que se sustenta esa unicidad. La singularidad que viene del chopo tronchado en el que te rompiste el brazo, del bar del primer beso y de la iglesia de tu primera comunión, de las casas en las que cantas villancicos cada Nochebuena, del banco de tus mejores botellones y del césped de las resacas del verano, de la arena de tus mejores goles, de la cuesta de tus mayores sudores y de la esquina de tu artesanal cabaña. Y eso sin un mar Mediterráneo bañando la Pesquera ni un frondoso bosque en el cerro de los Molinos.