la senda del perdedor

Charles Bukowski

Charles Bukowski junto a su querida máquina de escribir.

Yo no tenía ningún interés. No tenía interés en nada. No tenía ni idea de cómo lograría escaparme. Al menos los demás tenían algún aliciente en la vida. Parecía que comprendían algo que a mí se me escapaba. Quizás yo estaba capidisminuido. Era posible. A menudo me sentía inferior. Tan sólo quería apartarme de la gente. Pero no había sitio donde ir. ¿Suicidio? Jesucristo, tan solo más trabajo. Deseaba dormir cinco años, pero no me dejarían.

Ese es Henry Chinaski, alter ego del poeta maldito norteamericano Charles Bukowski y protagonista de la novela La senda del perdedor, que narra la infancia y juventud del desubicado Chinaski en Los Ángeles durante la época de la Depresión y la Segunda Guerra Mundial. La novela es certera y descarnada, tremendamente transparente y sin visos de exageración, natural:

Mi madre tenía un agujero y mi padre tenía una picha que echaba jugo. ¿Cómo podían tener cosas como esas y andar por ahí como si todo fuera normal, hablando de las cosas, y haciendo eso sin contárselo a nadie? Me dieron verdaderas ganas de vomitar al pensar que yo había salido del jugo de mi padre.

Henry/Charles ahonda en su infancia dándonos a conocer los motivos que lo llevan a convertirse en un inadaptado social: un padre maltratador que cada día simula ir puntual a trabajar para que sus vecinos no sepan que está en paro, una madre atemorizada («esta gente no son mis padres, me han debido adoptar y no les gusta cómo he salido»), compañeros de colegio que lo tratan como si fuese basura, pobreza, educación de baja calidad, ambiente hostil.

La senda del perdedor constituye un auténtico manual del fracaso social; Chinaski/Bukowski siente que “no es posible vivir en ningún lado, ni en esta ciudad, ni en este sitio, ni es esta jodida existencia es posible la vida”, se dice a sí mismo que “dios te ha abandonado”. El libro deja ver claramente la posición vital de Bukowski, ajeno a una sociedad de reprimidas y controladas marionetas, como si él estuviese al margen de la civilización. En esa huida hacia la soledad, la apatía como actitud existencial, se refugia en la bebida («mis padres habían pagado mis libros y yo los había vendido para bebérmelos») y la literatura: «las palabras no eran abstrusas sino cosas que hacían vibrar tu mente. Si las leías y permitías que su hechizo te embargara, podías vivir sin dolor, con esperanza, sin importarte lo que pudiera sucederte». Disfruta terriblemente leyendo todos los libros de la biblioteca municipal pero, sin embargo, no encuentra las respuestas a sus preguntas:

Sabía que yo era feo, pero pensé que si aparentaba ser lo suficientemente inteligente tendría alguna oportunidad. Nunca funcionó. Las chicas sólo tomaban notas en sus cuadernos y luego se levantaban y salían mientras yo observaba cómo sus cuerpos se movían mágica y rítmicamente bajo sus limpios vestidos. ¿Qué habría hecho Maximo Gorki bajo esas circunstancias?

La literatura no respondió y Bukowski siguió siendo virgen unos años más…

Sed y ceguera

Don Quijote no fue un loco, sino un lúcido que sabía que tenía que renovarse, o morir. Que debía buscar ilusiones por las que luchar, que le darían los sobresaltos emocionales que necesitaba para considerarse plenamente satisfecho y realmente humano. No fue un inconsciente que salió a la calle por la inercia de haber leído un puñado de novelas de caballerías. Simplemente envidió la intensa vida de aquellos sus héroes que cada día dormían a la intemperie. A él no le cegaron las aventuras leídas, sino que lo iluminaron: advirtió que su vida rozaba la monotonía de la tumba pero tenía sed de emoción. Ingenuos aquellos que sonríen sin disimulo cada vez que se cruzan con algún quijote con ganas de vivir y lo acusan de loco sin advertir la viga en el ojo propio…

Acerca de la fidelidad

Han corrido ríos de sangre, claro, es un tema espinoso. La fidelidad como cadena que nos ata con fuertes eslabones a una persona con la que compartimos una relación, bien sea de amistad, bien sea sentimental. Pero sin embargo, la fidelidad no debería ser considerada como un pesado fardo sino como una bendición que permite evaluar la fortaleza de esa cadena. Decía el protagonista-narrador de Crimen y Castigo:

Tuve la suficiente bellaquería, y también franqueza, en cierto modo, para declararle sin rodeos que no sería capaz de guardarle fidelidad completa. Esta confesión la puso frenética, pero, al parecer, mi brutal sinceridad le agradó. “Si me lo dice de antemano, señal de que no quiere engañarme”, pensaría.

En El último encuentro de Sándor Márai también se comenta desde otro punto de vista: la fidelidad no debería anteponerse al amor/sentimiento puesto que priorizarla respecto al amor rebaja a éste:

¿Exigir fidelidad no sería acaso un grado extremo de egolatría, del egoísmo y de la vanidad, como la mayoría de las cosas y de los deseos de los seres humanos? Cuando exigimos a alguien fidelidad, ¿es acaso nuestro propósito que la otra persona sea feliz? Y si la otra persona no es feliz en la sutil esclavitud de la fidelidad, ¿amamos a la persona a la que se la exigimos? Y si no amamos a esa persona ni la hacemos feliz, ¿tenemos derecho a exigirle fidelidad y sacrificio?

Oscar Wilde, por su parte, tenía una opinión más certera, muy de su estilo:

¡Qué obsesión tienen las personas con la fidelidad! Los jóvenes quieren ser fieles y no lo son; los viejos quieren ser infieles y no pueden.

Y también los hay que consideran la fidelidad como un signo inequívoco de cobardía y sumisión, como dice Kenize Mourad en De parte de la princesa muerta:

La fidelidad de su marido le provoca desprecio, la considera una manifestación más de su flaqueza.

¿Con quién estáis más de acuerdo? ¿Qué opináis al respecto? ¿Fidelidad como bendición o como castigo?

Nuevos relatos publicados

En la página de Relatos han sido colgados dos nuevos relatos. El primero de ellos, La metáfora de la parábola de la hipérbola, narra una historia acerca de la costra del amor, de eso que queda cuando desaparece la otra mitad. El segundo, Pasiones literarias del siglo pasado, es una metahistoria resumen de la literatura del siglo XX, cargada de referencias y con una metáfora global resumida en el último párrafo. Espero que os gusten…

Julio Cortázar: el enormísimo cronopio

Hace un par de años preparé en mi residencia universitaria una noche dedicada a Julio Cortázar, con lectura de textos, charla y visionado de una jugosa entrevista de alrededor de dos horas que concedió a TVE en el programa A Fondo. Para el evento, preparamos un documentillo acerca del grandote argentino que colgamos por aquí por si a alguien le interesa:

Julio Cortázar: el enormísimo cronopio

En el documento se distingue una breve y concisa biografía en forma de pinceladas puntuales, un análisis de las ideas de Cortázar guiado por textos de amigos y estudiosos del escritor y, al final, una brevísima recopilación de textos breves.

Cuando pusimos los carteles del evento en la residencia, la gente preguntaba: oye, ¿va a venir el hombre ese de las barbas esta noche?

after such pleasures
Esta noche, buscando tu boca en otra boca,
casi creyéndolo, porque así de ciego es este río
que me tira en mujer y me sumerge entre sus párpados,
qué tristeza nadar al fin hacia la orilla del sopor
sabiendo que el placer es ese esclavo innoble
que acepta las monedas falsas, las circula sonriendo.
Olvidada pureza, cómo quisiera rescatar
ese dolor de Buenos Aires, esa espera sin pausas ni
esperanza.
Solo en mi casa abierta sobre el puerto
otra vez empezar a quererte,
otra vez encontrarte en el café de la mañana
sin que tanta cosa irrenunciable
hubiera sucedido.
Y no tener que acordarme de este olvido que sube
para nada, para borrar del pizarrón tus muñequitos
y no dejarme más que una ventana sin estrellas.

El arte: conversaciones imaginarias con mi madre

El arte: conversaciones imaginarias con mi madre

El arte: conversaciones imaginarias con mi madre es un libro difícil de encuadrar del dibujante barcelonés Juanjo Sáez. Puede ser calificado de novela gráfica, de inteligente pero divertido ensayo o de novela autobiográfica. Juanjo Sáez adapta algunos de los capítulos más interesantes de la Historia del Arte en forma de cómic, los guía a través de conversaciones imaginarias con su madre -totalmente ajena a la concepción actual de arte– y divaga acerca de la relevancia y significado de algunos artistas como Calder, Picasso, Miró, Magritte o Warhol.

Se trata de un libro que conjuga con maestría diversión e inteligentes divagaciones. Destierra algunos dogmas obsoletos acerca de la naturaleza inaccesible del arte contemporáneo en pos de una concepción del arte más sensorial: un gol de Maradona o un paisaje pueden desencadenar un sentimiento místico de gozo propio del arte. Según Juanjo, cualquier persona mínimamente sensible puede romper la cerradura y encontrar el tesoro del arte; no hay que buscar porqués, sólo hay que sentir, olvidarse de todo, hasta de nosotros mismos… al fin y al cabo, la vida es un cúmulo de sensaciones. No obstante, desde mi punto de vista, el disfrute de algunas obras de arte requiere de una educación específica previa que nos permita «ser sensibles» a dichas manifestaciones del arte: será muy difícil que me emocione ante una representación genial de Beethoven dirigida por Bernstein si me he pasado media vida escuchando a The Offspring o Extremoduro (sin menospreciar a estos grupos, por supuesto).

¿Qué es el arte? Una conversación imaginaria con mi madre antes que eternas mesas redondas de intelectuales-intelectualoides discutiendo y chorreando ríos de sangre en la búsqueda de una definición inexistente, de la demarcación de una frontera difuminada entre lo que pertenece a su selecto club y lo que no…

Firmin: el roedor lector

Firmin es el título de la primera novela de Sam Savage, un estadounidense doctor en filosofía por la Universidad de Yale con pinta de Robinson Crusoe. Firmin narra en primera persona su vida desde su nacimiento en el sótano de una librería junto a doce pequeños hermanos-rata, más fuertes que él y que se aferraban a las doces tetas de mamá-rata: me he pasado toda mi inútil existencia tratando de encontrar la decimotercera teta. Y Firmin intentó buscar el sentido a su existencia royendo y rumiando y leyendo las grandes obras de la literatura universal: lo único que encontré al llegar fue un trozo de lechuga; sabía igual que Jane Eyre. Mientras su familia emigra en busca de alimento, Firmin pasa noches enteras leyendo y alimentando una ingente imaginación que, a la larga, supone la base de su raciocinio y su fatalismo. Queda en evidencia que los problemas metafísicos nacen en la inteligencia: si hay algo para lo que resulte útil una formación literaria es para dotarlo a uno de un sentido de la catástrofe. Firmin no era como sus hermanos, tenía inquietudes y aspiraciones que se generaron en su constante humanización:

Los demás miembros de mi familia fueron muy afortunados, en cierto modo. Gracias a la enanez de su imaginación y el corto alcance de su memoria, no era gran cosa lo que pedían: más que nada, comida y fornicación, y de ambas dispusieron en cantidad suficiente como para ir tirando mientras les duró la vida. Pero eso no era vida para mí. Como cualquier idiota, tenía aspiraciones.

Firmin, en definitiva, es una novela cargada de alegorías que arranca más de una sonrisa y provoca más de una reflexión, un libro encantador que difunde el valor de la literatura y nos enseña a qué saben Proust o Stevenson.