El Perú: Más Zapatilla Que Miel (2 de 5: Lago Titikaka)

Para visitar el Lago Titicaca (en quechua se pronuncia “titijaja”) el camino más corto consiste en coger un vuelo de Lima a Juliaca, ciudad que se caracteriza por ser un núcleo comercial del sur de Perú, lo que equivale a decir que mueve dinero y, en consecuencia, genera inseguridad y violencia. Para evitar sustos, y dado que Juliaca no cuenta con atractivos turísticos y sus habitantes tienen mirada desconfiada, desde el aeropuerto (de sonoro nombre “Aeropuerto Inca Manco Capac”) un taxi nos lleva a Puno, ciudad en la orilla del Titicaca y considerada “la Ciudad del Lago Sagrado”.


Avión de la compañía LATAM entre Lima y Juliaca.

La distancia entre ambas ciudades es de unos 40 kilómetros en línea recta a través de una carretera que atraviesa la planicie andina. No en vano nos encontramos ya en el famoso altiplano andino, una amplia región que abarca áreas de diferentes países sudamericanos y que se caracteriza por su llanura y, sobre todo, por su altitud, con una media, bastante regular, de 3800 metros sobre el nivel del mar. Un manchego tiene ya muy interiorizada la sensación de mirada infinita en el horizonte a través de carreteras de tiralíneas, aunque lo que aquí es viña allí son plantaciones de quinoa y lo que aquí son conejos allí son alpacas.

Puno, de hecho, es la principal región productora de quinoa (“kínua” en quechua) del Perú, ese alimento al que se le otorgan hoy en día propiedades de superhéroe y que allí, desde siempre, ha supuesto un alimento humilde y accesible. La ONU declaró el año 2013 como el Año Internacional de la Quinoa, lo que incidió en un brutal incremento de la difusión y, en consonancia, de la exportación de quinoa desde Perú y Bolivia. Los campesinos productores celebraron la declaración pero, cosas de “los mercados”, el incremento exponencial de las exportaciones no repercute en su bolsillo y siguen siendo uno de los departamentos más pobres de Perú. Nada nuevo bajo el sol.

La sensación de ciudad costera en Puno es inevitable, aunque estés casi a cuatro mil metros de altura y la humedad provenga de un lago y no de un mar, pero es que el Titicaca es mucho lago: “el lago navegable más alto del mundo” y uno de los veinte lagos más grandes del mundo. La cultura inca lo consideraba un lago sagrado de gran relieve religioso puesto que el Inca Garcilaso de la Vega situaba entre sus aguas el origen de los incas. Según la leyenda, de las espumas del Titicaca emergieron Manco Cápac, primer gobernador inca, y Mama Ocllo, su esposa, enviados por el Padre Sol para fundar una civilización, compadeciéndose del “estado de salvajismo en el que hasta entonces vivían los hombres”.

Cuando navegas por el Titicaca sientes una sensación térmica de contrastes. El sol quema con fuerza por la altitud y por el reflejo de los rayos en las aguas del lago, y sin embargo a la sombra hace fresco por el viento y porque las temperaturas del altiplano son bajas. Era curioso comprobar cómo el guía advertía la necesidad de usar protector solar y llevar gorra aunque estuviésemos a menos de 10º C.


Sol abrasador pero frío a la sombra surcando el Titicaca.

La parada turística por antonomasia de la parte peruana del Titicaca, cuyas aguas están compartidas con Bolivia, son las Islas de los Uros. Se cuenta que los uros huyeron de los españoles durante la colonización y se refugiaron en el Titicaca; para ello, “fabricaron” islas flotantes artificiales amontonando la totora (los juncos de la orilla). Unos cuantos siglos después la totora sigue siendo su forma de vida y, además de conformar la base de sus islas flotantes, este junco se utiliza como materia prima para construir sus viviendas y sus embarcaciones. Como es evidente, los uros también usan la totora en la artesanía con la que pretenden embaucar al turista.


Uros esperando la llegada de nuestra embarcación para hacer demostración del corte de la totora, dar un paseo y explicar su forma de vida.


Casas de los Uros hechas de totora y con placas solares para dar luz en la oscuridad.


Detalles de las casas de los Uros.

La isla peruana más grande del lago es Amantaní. Con casi diez kilómetros cuadrados, Amantaní es una isla pobre de casas de adobe que no tiene alumbrado público ni vehículos a motor y que subsiste gracias a una agricultura muy básica y a la actividad textil. En los últimos años ha proliferado lo que venden como turismo vivencial, que consiste en convivir un día con una familia autóctona que alquila alguna de las habitaciones de su casa en pensión completa. Su cocina es tan básica que son vegetarianos por imposición y apenas comen carne, pescado y fruta; la sopa de quinoa es su plato estrella, lo que complementan con diferentes papas, queso, pan o arroz. Y de beber, mate de muña o de coca, que además de baratos ayudan a combatir el mal de altura.


Vista de los pequeños terrenos de cultivo y las pendientes de Amantaní.


Grupo de mujeres con vestidos tradicionales cerca del puerto de Amantaní.


Puerta de chapa a la entrada de nuestro hogar de adobe y timidez.

La estancia se completa con una pequeña fiesta nocturna en la que se viste a los turistas como nativos, ellos con ponchos y ellas con polleras, para bailar unas danzas al compás de un grupo musical de jóvenes de la isla. Casi todas las familias son tímidas y calladas. Su comportamiento es amable y servicial, pero detrás de su agradecimiento sincero por apuntalar su flaca economía con nuestros euros/dólares, se puede vislumbrar el íntimo sentimiento de humillación por subsistir vendiendo su pobreza como atractivo turístico.

Su venganza viene cuando te animan a subir a los templos de Pachatata y Pachamama en la cima de la isla. Ascender trescientos metros de desnivel (desde el nivel del lago hasta la cima de la isla) a más de cuatro mil metros de altitud supone una odisea para el recién llegado. Las piernas pesan, el corazón late, además de cada vez más rápido, con fuerza. Y la cabeza palpita como si coquetease con explotar. No obstante, contemplar la puesta del sol en el Titicaca desde lo alto del templo de Pachatata atenúa el sentimiento de malestar.


Interior del templo de Pachatata, desde cuya puerta parece que se pone el sol.


Atardecer en el Titicaca.

Otra de las islas del lago sagrado es Taquile, menos hostil que Amantaní en desnivel y con un mayor nivel adquisitivo. Taquile fue utilizada en tiempos como prisión; con una temperatura media de 12º C, las aguas del Titicaca ejercían de barrera inexpugnable a las huidas. Aunque nuestra estancia fue breve, nos llamó la atención su organización cooperativista para sacar jugo a su arte textil.


Local comercial de la cooperativa de artesanía de Taquile.


Comida al aire libre y con vistas al lago sagrado en Taquile.


No puede faltar la sabrosa trucha rosada del Titicaca en el menú de la región.

Ya fuera del lago, pero en una población próxima a Puno, se encuentra el sitio arqueológico de Sillustani, un cementerio de sobrias e imponentes tumbas (denominadas chullpas) de la cultura Colla, anterior a la época inca. Las agencias suelen ofertar una excursión de medio día desde Puno a este lugar que, aunque interesante, personalmente no me resultó imprescindible. Quizá lo más atractivo del lugar es la vista de la laguna Umayo a los pies de las chullpas.


Restos de una chullpa en Sillustani.


Eclipse de chullpa.


Laguna Umayo desde Sillustani.

El altiplano y el gran lago sagrado se graban en el carácter del peruano indígena del Sur, de baja estatura, discreto y humilde, y que suele hablar con un volumen de voz tan bajito que hay que prestar atención para poder entenderlo. Qué contraste con Lima, tan ruidosa y ajetreada, la vida del altiplano y de las islas del Titicaca.

El Perú: Más Zapatilla Que Miel (1 de 5: Lima)

[Esta sería la cabecera donde se explica de forma somera que, después de un año de hibernación, y una vez concluido el personalmente constructivo #project366 en Instagram, retomamos la vida de este blog que nació en mayo de 2008 y al que le quedan pocos pero serios lectores.]

Es jodidamente difícil empezar. A ver cómo se podría sintetizar un viaje de dos semanas por Perú en un post. Y eso sin convertirse en una guía de viajes, que hay miles de descripciones de rutas similares por la blogosfera (qué bonita palabra), y sin entrometerse en exceso en las enriquecedoras vivencias personales disfrutadas, más que nada porque precisamente son “personales”.

No obstante, y sobre todo siendo consciente del tipo de lectores que llegan a este blog, me he visto en la necesidad de lanzarme a este océano de descripciones, consejos y reflexiones acerca del Perú. Por un lado, para que si alguien me pregunta que qué tal el viaje pueda contestarle “pues mira, genial, una experiencia única; si quieres más detalles entra en este enlace”. Y por otro lado, porque no me cabe duda de que algún amigo querrá viajar allí, y me pedirá ayuda para preparar su viaje, y le podré remitir a esta entrada del blog (otros post sobre, por ejemplo, Berlín, Cerdeña o Dublín han corrido el mismo destino).

El vuelo desde Madrid hasta Lima dura once horas en las que se recorren casi 10.000 Km. Como cifra solo tiene cuatro letras: “o-n-c-e”, pero como tiempo en un avión se puede traducir en “eternidad”, o en tres películas y una siesta. Pensaba que sería maravilloso sobrevolar la Amazonía brasileña, pero se vuela tan alto, tan por encima de las nubes, que la ilusión se queda casi en la estratosfera. Canalizamos esa ilusión a través de unos paradójicamente sabrosos tortellini de ricotta y espinacas cocinados por la señora Iberia.

Cuando aterrizamos, lo primero que me sorprendió fue ver que allí hablaban en castellano y que entendía los carteles publicitarios en mi lengua materna. Puede parecer una perogrullada, pero a los que solo hemos volado por Europa nos parece mágico aterrizar en país con nuestro idioma. A lo largo de todo el viaje valoras lo bonito (y útil) que resulta conversar en tu lengua con gente de todos los países de un continente (incluso aunque sean argentinos es bonito). Qué cantarín es el acento chileno, qué amable resulta el peruano, qué noble el colombiano, qué engolado el caribeño; multitud de colores para un idioma maravilloso.

Llegados a este punto podríamos incidir en los motivos por los que allí se habla español y abrir un extenso debate acerca de la colonización y de la expansión de la Corona de Castilla por el Nuevo Mundo. Sería un asunto apasionante porque, a priori, parece inconcebible que un puñado de soldados españoles sometiesen a todo un continente. En este caso concreto de Perú, el castizo extremeño Francisco Pizarro, junto a los famosos Trece Caballeros de la isla del Gallo, iniciaron la conquista del Imperio Incaico. La Historia tiene mucha letra pequeña y, aunque erigirnos en justicieros del pasado es una singularidad muy española, nos limitaremos a subrayar los hechos: los españoles arrasaron la cultura incaica, sus tradiciones y forma de vida, para imponer su cultura, su lengua y su religión (la célebre evangelización indígena). Sin ánimo de valorar, el Imperio Incaico también tuvo espíritu de expansión y sufrió una decisiva guerra civil en disputa por el trono justo antes de la llegada de Pizarro. Saltando en el tiempo, hoy la conquista la lideran Coca-Cola y Facebook, presentes en el más recóndito lugar de la selva amazónica.

Antes de la digresión, andábamos alabando a nuestro idioma común ya en el aeropuerto de Lima. Nota mental: recuerda no cambiar euros por soles en el aeropuerto porque el cambio es el menos ventajoso posible y fuera se pueden encontrar montones de pequeñas casas de cambio (en el barrio de Miraflores, incluso cambiadores oficiales con chalequito).

Lima es una gran urbe que mira desde la altura al Océano Pacífico a través de un conglomerado urbano de unos diez millones de habitantes (un tercio de la población de Perú), lo que convierte su día a día en un tremendo caos de tráfico y una vorágine de vida. Al tráfico se suma el ruido, principalmente de las bocinas de los coches; deben fabricar los coches peruanos con bocinas especiales para aguantar los cientos de bocinazos diarios. Mientras sales del aeropuerto y recorres el distrito del Callao (con una densidad de población de más de nueve mil habitantes por kilómetro cuadrado) no puedes evitar acordarte de cómo será el tráfico en mega-ciudades como Ciudad de México, Manila o Delhi. Al tiempo, y desde el taxi, te auto-agradeces la sensatez de no haber pensado en alquilar un coche. Por cierto, que el precio del taxi se negocia y regatea antes de subirte para evitar abusos.

El barrio residencial y comercial por antonomasia es Miraflores, que cuenta con todos los servicios imaginables y con vigilantes callejeros y serenos para mantener el orden en el distrito, un orden pacífico bastante chocante en Lima. Miraflores está encaramado al Pacífico, un océano gris y bravo, hostil en su inmensidad para disfrute de surferos.


Vista del bravo Océano Pacífico, la primera vez que lo veo.

Muchos de los turistas que se acercan a Perú utilizan Lima como escala más que como destino, y es que en realidad a nivel turístico es poco atractiva. Ya desde el hotel lo advierten, al tiempo que aconsejan por seguridad ceñirse a visitar, además de Miraflores, los distritos de Barranco y Centro Histórico. Venden Barranco como el barrio bohemio de la ciudad, aunque al trote parece un barrio residencial que no pasará a la historia. De hecho, su principal atractivo es el decepcionante Puente de los Suspiros.


Puesta de sol en el Pacífico desde el distrito de Barranco.

El Centro Histórico, por su parte, es Patrimonio de la Humanidad y deja entrever cómo la historia ha pasado por Lima durante los últimos siglos desde su fundación por Francisco Pizarro en 1535. La tumba del conquistador español, y fundador de la ciudad, se ubica en una capilla de la Catedral, en plena Plaza de Armas. Dicha capilla, en la que también exponen la cajita en la que supuestamente se conservaba la cabeza de Pizarro (la historia del cadáver del extremeño da para una tesis doctoral), está revestida al completo por atractivos mosaicos de entre los que destaca el frontal, donde se lee su histórica frase: “Por este lado se va a Panamá, a ser pobres, por este otro al Perú, a ser ricos, escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere”. En este rincón limeño tomamos conciencia de lo que supuso la Conquista de América; y esta sensación ya nos acompañará durante todo el viaje.


Mosaico en la capilla de la tumba de Francisco Pizarro en la Catedral de Lima.


Cambio de guardia en el Palacio de Gobierno de Lima.

Abandonando asuntos históricos y arquitectónicos, la burocracia peruana para conseguir una simple tarjeta (“chip” lo llaman) prepago para el móvil resultó lo tediosa y desesperante que se podía prever. Cuatro tiendas, entre ellas la de Movistar, con resultado negativo tras dos o tres horas desperdiciadas. Tuvimos que rendirnos y salir a pasear por la avenida para que la providencia nos enviase a dos chavales, desconocemos si profetas o emisarios celestiales, que nos ofrecieron una tarjeta telefónica de Bitel por 5 soles (menos de un euro y medio al cambio). El trámite de contratación duró apenas dos minutos. Para celebrarlo, nada mejor que tomar un pisco sour local.

Cualquier guía de viajes resalta a Lima como la capital gastronómica de Perú, lo cual es mucho decir en un país en la élite de la gastronomía mundial. Gracias a unos amigos, pudimos disfrutar de una experiencia única de cocina nikkei, fusión de cocina japonesa y peruana, en uno de los mejores restaurantes del mundo, el Maido. Para afrontar una cena de este tipo hay que dejar prejuicios en la puerta y ser valiente, o al menos parecerlo, porque te enfrentas a un conglomerado de sabores radicalmente ajenos al paladar manchego. Es célebre que la cocina nikkei se caracteriza por ser transgresora y rebelde, de ahí que casi todos los bocados resulten impactantes al gusto (supongo que el uso abundante del limón y los sabores picantes como el del ají juegan su papel al respecto). Sin ser un gastronauta, me quedó la valoración de que cada uno de los trece platos de la experiencia iban ocupando ordenadamente un hueco en mi estómago y activando unas aristas del paladar, como si la comida y el maridaje estuviesen cabalmente medidos para formar un conjunto.


Original presentación del primer plato sobre roca volcánica en Maido.


Un choripan con papas fritas también es cocina nikkei.

A finales de septiembre comienza la temporada de lluvia en Perú, y apareció la mañana que abandonamos Lima. Un taxista predicador nos llevó al aeropuerto incidiendo en la importancia de Dios para que España forme Gobierno (sic) y resaltando que sus manos sobre el volante eran guiadas por Dios para llegar siempre a buen destino, lo cual, en mitad del atasco matutino limeño resultaba inevitable. En Perú se siente en la calle el fervor católico con más intensidad que en España; los rótulos de muchos taxis son un claro ejemplo. Y, antes de dejar Lima, sobrevivimos a una “amenaza de bomba” en la cafetería del aeropuerto; alguna despistada había olvidado el bolso en una mesa cercana a la nuestra. Un agente de la ÚDEX (Unidad de Desactivación de Explosivos) desactivó el bolso antes de que estallasen los pintalabios y los bolígrafos.

P.S. Prometo que en las siguientes entradas habrá más fotos y menos rollo 🙂

Al vuelo

Otoño
Otoño en la Cruz Cerrada de Villaescusa de Haro

Me siento como aquel ladrón que busca su fortuna
en un callejón por donde nunca pasa nadie.

[Como un burro amarrado en la puerta del baile, El Último de la Fila]

Ciertas épocas del año son más propensas para la conversación, y yo precisamente soy un amante del otoño, la estación más denostada. No tiene la ligereza del verano ni la pesadez e intimidad del invierno, y tampoco esa pantomima de alegría de vivir de la primavera y las ferias de abril y olé. El otoño es lento y templado y desde él miras al resto del año con perspectiva, supongo que son ramalazos de la época de estudiante o de futbolista, y piensas cómo afrontar la temporada que ya ha empezado, con sus ilusiones y sus miedos. En otoño las conversaciones también tienen otro sabor porque estamos los que estamos y, para bien o para mal, la careta o se ha adherido a tu pensamiento o se ha deshecho. Dejo unos fragmentos robados de estas historias verbales aunque aisladas de su contexto pierdan su sentido porque, quizá, sea la única forma de recordarlas…

«Dostoievski dijo “la belleza salvará al mundo” pero no se refería a una cuestión estética, sino a otra cosa, algo que trasciende la estética. La belleza no se pinta con Photoshop. Una modelo no tiene por qué ser bella. La belleza es lo contrario del utilitarismo y está más relacionada con el altruismo.»

«Fui socio del fútbol muchos años, hasta que empezaron a poner vasos de plástico para el gintonic

«Mi vida ya está hecha.»

«Empecé a trabajar con siete años cuidando guarros para comprarme unos zapatos, a los 12 años era analfabeto. Terminé siendo supervisor de la Schindler International Corporation. Algo es algo.»

«Paco (el Papa) podría haber hablado en su encíclica de cualquier asunto y eligió la naturaleza, lo que nos da la vida. Le preocupa el cambio climático porque el hombre parece empeñado en cargarse la posibilidad de la vida.»

«Del mismo modo que la democracia es el menos malo de los sistema de gobierno inventados, el matrimonio es el menos malo de los sistemas de convivencia.»

«Soy profesional de la crítica de cine, por eso tengo que ver unos 350 estrenos al año, más todas las que rememoro por devoción y para ver cómo se conservan. Si me dan a elegir entre una mujer y una película… No te digo la respuesta.»

Gemelos de pueblo

En su archiconocida Teoría de la Relatividad, Einstein pintó la relación curva entre el tiempo y el espacio, y en esas dejó anonadada a lo que se suele llamar comunidad científica internacional. Venía a decir que el tiempo no es constante, sino que se deforma y varía en función del observador y de la velocidad del movimiento relativo. Simplificando hasta el absurdo, significa que el tiempo es mayor cuanto menor sea la velocidad del movimiento.

Para que lo entendamos los mortales, Einstein propuso la Paradoja de los Gemelos, según la cual si hay dos gemelos y uno se queda en la Tierra y al otro se le manda a hacer una excursión por las estrellas a casi la velocidad de la luz, cuando este regrese será más joven que su hermano estacionario. ¿Por qué? Porque el gemelo «viajero», al moverse a mayor velocidad, habrá «vivido» un tiempo menor, es decir, el tiempo habrá corrido para él más despacio.

Los pueblos tienen mucho de teoría de la relatividad y deformación espacio-temporal. Quién haya vivido en un pueblo sabe de sobra que el tiempo corre más deprisa porque el movimiento es lentísimo. Los acontecimientos se suceden al ritmo de una anciana tortuga, sin grandes sobresaltos en la vida cotidiana, y de repente, plas, te has comido un año, una década, una vida. Sin darte cuenta. Los pueblos son el gemelo que se queda en La Tierra.

La infancia es lo contrario, un estrecho periodo pero tan a rebosar de emociones y descubrimientos que parece que dura media vida. La infancia es el gemelo que viaja a las estrellas.

José Mota, también de pueblo manchego, lo explicó de forma desternillante en un sketch de la Blasa con Eduard Punset. La Blasa da una lección de la deformidad espacio-temporal relatando lo que tarda la Requenense en llegar de Valdepeñas a Montiel porque el autobusero sabe que el tiempo es curvo y entonces hace el recorrido por Argamasilla, Terrinches y Albaladejo. «¿Pudiendo ir recto pa’ qué dar la vuelta? Porque el tiempo es curvo». La Blasa es el gemelo que viaja a las estrellas.

Aunque la relación sea frágil, uniendo recorridos curvos, humor y vida de pueblo, me viene a la mente un diálogo de la imprescindible Amanece que no es poco:

– ¿Por qué anda usted en zig-zag, señor Nge?
– Porque así se tarda más en hacer el recorrido y se piensa mejor adónde va uno, hijo.

El señor Nge es el gemelo que se queda en La Tierra.

El movimiento en los pueblos, decíamos, suele ser apenas imperceptible, al ritmo del tractor y no del taxi, donde arrancar un árbol muerto supone un acontecimiento tan notorio como que en una ciudad se edifique un barrio nuevo. Cada vecino tiene sus rutinas grabadas a fuego; se mira el reloj de pared del bar si han pasado cinco minutos de la hora habitual del café y no ha venido, algo ha debido pasar. A algo así se referiría Pessoa cuando en El libro del desasosiego decía «sabio es quién monotoniza la existencia, puesto que entonces cada pequeño detalle tiene un privilegio de maravilla.»

Tenemos tantos millones de fotos en el smartphone y el disco duro que ya ninguna es una fotografía inolvidable. La fotografía impresa es el gemelo sedentario.

Ideología Barra Antidepresivo

Debería estar regulado eso de tener ideología. Primero se debería pasar un examen de sentido común y, una vez superado y contrastada tu propia sensatez, que se te regalase el privilegio de formarte una ideología. Nunca antes porque luego pasa lo que vemos a diario tanto en la tele como en la calle: que cualquiera se escuda en una ideología sin pasar la criba de un mínimo sentido común propio y, así, a la intemperie, el ideario se oxida y el pensar y el hacer avanzan por sinuosos caminos en sentidos desviados. Deberías, despacico, sentarte y esbozar los cimientos de tu ideología, base rocosa conforme a la que amoldar tu presente y tu futuro a través de la síncrona sinfonía del decir, el pensar y el hacer. Pero eso debería servir solo para personas superiores, superhombres de esos que decía Niche. Muchacho, ¡cómo vas a presumir de ideología con esa carencia de sensatez? ¡Cómo pretendes ser pregonero de un credo que no te merece? «Que tu boca no extienda cheques que tus manos no puedan pagar» (creo que de La Chaqueta Metálica).

Me maravilla, con mucha frecuencia, la facilidad de reivindicación de barra de bar y la inercia imparable de comentarios absolutistas. Como si cada uno llevásemos un repelente tertuliano en nuestro interior. O peor aún, un mesías provisto de la Solución Final a los Problemas del Mundo y vestido de tertuliano amigable con gafas de intelectual. Y sin embargo, ya resulta una quimera mantener en pie un mísero argumento de papel frente a las embestidas de vendavales de dogmas y terremotos de decepciones diarias. Quizá todo sea más fácil: más acción y menos palabra. Acercarse a esa máxima de San Agustín: «haz el bien a los demás y piensa lo que quieras».

Y reza para que la Justicia siempre sea justa en el mundo de las interpretaciones.

Bueno, eso no lo decía San Agustín, es una plegaria diaria. Y que si la justicia es ciega se busque un lazarillo que le chive quién tiene la culpa y qué límites no se deben rebasar. Que me vienen a la mente multitud de celebridades sospechosas que aparecen en prensa a diario y dan la sensación de ser inmunes al equilibrio de la balanza.

Mientras tanto, por si acaso y porque merece la pena abstraerse, recomiéndense/nos antidepresivos. Un, dos, tres, responda otra vez. Cachitos de Hierro y Cromo, delicioso programa musical que enlaza fragmentos de vídeos musicales del archivo de TVE y nos recuerda cómo ha pasado el tiempo y cómo hemos cambiado en pocas décadas; se emite en La 2 y Radio 3 y son capaces de enlazar a Lola Flores con Manos de Topo. Tic, tac, toc. Reflektor, un punto del firmamento en el que confluye la magia de Arcade Fire con la profesionalidad de James Murphy. Tic, tac, toc. La Gran Belleza, lo mejor del cine italiano desde Fellini es una copia de Fellini, qué paradoja, una peli burlesca y cruel con el mundo actual que sugiere que la nada y la vida y el todo a la larga son una misma cosa. Tic, tac, toc. Responda otra vez…

La mano en el fuego

¡Sonamos, muchachos! ¡Resulta que si uno no se apura a cambiar el mundo,
después es el mundo el que lo cambia a uno!

[Mafalda]

Pistorius. Lance Armstrong. Amy Martin. Isabel Pantoja. Bárcenas. Por quién pondrías la mano en el fuego. Cuando los periodistas -como Ansón– atacan despiadadamente para luego confirmar que su información no estaba contrastada. Cuando los políticos se centran en vender su producto en vez de en madurarlo y en atacar en vez de en demostrar. Cuando los reyes van a las fincas cercanas de cacería con poderoso personal de confianza y chicas confiadas de poderosas virtudes. Cuando los investigadores se preocupan más de buscar financiación para su próximo congreso en el otro lado del mundo que del beneficio del mismo. Cuando los informáticos subcontratan a chinos y/o indios para que hagan su propio trabajo. Cuando unos se escandalizan por la desvergüenza del informático sin mirar la ropa que visten. Cuando otros aborrecen los sueldos de color oscuro mientras gustan de jugar siempre al margen de la ley. Cuando los poetas quieren ser trascendentales y a lo único que pretenden es follar más. Cuando quieres aspirar a todo pero rechazas luchar por conseguirlo y prefieres llorar en cualquier esquina tu frustración. Cuando los intelectualoides admiran en el fútbol una mística estúpida. Cuando los borrachos se machacan en el gimnasio y les duelen los triglicéridos mientras los deportistas toman gintonics de veinte euros creyéndose ante una obra de arte. Por quién pondrías la mano en el fuego. Podremos ser tontos pero no debemos ser ingenuos.

Ahora todas las farolas de las autovías están apagadas y los baches se multiplican sin misericordia en el asfalto de cualquier población. Quizá nunca las volvamos a ver encendidas. Ojalá, como escribió Dickens, llegue la primavera de la esperanza tras el invierno de la desesperación. Me niego por igual tanto a declarar irreversible la catástrofe como a brindar por una cercana época dorada. Viviré una guerra, pero no será ahora y no será aquí, y me pillará demasiado viejo para ser ágil y demasiado joven para esquivarla. Cómo terminará no lo sé, no es lo importante. Eso de que aprenderemos la lección es mentira, de los fracasos se aprende pero a la postre los errores se olvidan. Podremos ser tontos pero no debemos ser ingenuos.

La sobredosis de información es abrumadora. Me sobra el noventa por ciento de lo que leo pero me falta el noventa por ciento de las cosas que no me quieren contar. Con esta perspectiva es inevitable aborrecer la actualidad. Sólo merece la pena indagar tras retazos de intimidad y detalles de cómo se las arreglan otros: «se trata básicamente de tirar para adelante y hacer las cosas de forma tan sencilla que parezcan estúpidas. No siempre fue así. Hubo un tiempo en que aspiraba a la trascendencia; fue la etapa más insufrible de mi vida. Colaba frases de Shakespeare en algún reportaje, pretendía emocionar en las columnas o hacía pomposas reflexiones acerca de la vida y la muerte que daban vergüenza ajena leer. Pero he abominado de la solemnidad.»

Supongo que cada uno tiene una clave de supervivencia, única incluso aunque sea clonada de imposiciones televisivas. A algunos les da por empezar a leer el diccionario desde el principio, que no juzgaré si es más lógico que leer Si una noche de invierno un viajero. A unos amigos les dio por comerse todas las hojas del tablón de anuncios de un bar, eso sí, bien aliñadas con aceite y vinagre. Incluso bandos municipales se tragaron. Los curiosos que merodeaban se atrevían a probar el supuesto manjar después de llamarlos locos y antes de llamarlos héroes. También los hay que sólo quieren joder al mundo, por eso de la autodefensa, como Alan Sillitoe. Supervivencia y efecto acción-reacción.

Falta la reacción.

Specialized

Josef Ajram ya no necesita presentación, como no debiera nadie capaz de terminar un Ultraman (10 Km. a nado, 420 Km. en bicicleta y 48 Km. a pie). En su caso lo insólito empieza ahí y termina en su trabajo como day trader en la bolsa, ese ente invisible y fundamental para nuestros designios aunque la mayoría no sepamos ni descifrar sus mensajes ni las de sus analistas; también los hay que se creen profetas del gremio y no pasan de lustrabotas, con todo mi respeto, pero si hay dos ámbitos en los que los familiarizados presumen de expertos son el mus y la bolsa.

Pues eso. El otro día publicaron en JotDown una entrevista realmente interesante (como suelen) a Josef Ajram en la que se hablaba desde el Where is the limit? como forma de vida hasta que en los últimos tiempos los valores de la bolsa predicen un final de la crisis próximo. De una entrevista tan extensa lo que más me hizo reflexionar fue la obsesión por la especialización, la convicción de Ajram en que cada persona debe ahondar en una faceta hasta convertirse en un experto y aprender a explotar ese conocimiento único. En un mundo tan interconectado, especializado y evolutivo es sin duda un buen método de supervivencia el conseguir destacar en un aspecto. Entre otras cosas es preferible ser un gran panadero a un mediocre ingeniero. Somos tantos que solo te podrás vender si puedes ofrecer un valor añadido, aunque sólo seas el mejor mondador de pipas de Europa.

En realidad, no me resulta demasiado atractiva la idea de la especialización. Un antiguo compañero de la universidad defendía que debíamos ir rotando de trabajo cada dos años por salud mental y por amplitud de miras. Un cambio provoca activación y motivación, lo cual genera movimiento y fluidez; en resumen, que Heráclito tenga razón y el agua no se estanque. En algunos países muy desarrollados es habitual el cambio de área laboral, algo impensable por aquí, donde se suele considerar el número de años de experiencia en el sector como el factor único y determinante para ser contratado. Pero qué bonito debe ser ir experimentando en diferentes campos en busca del ideal o simplemente por cuestión de aprendizaje y conocimiento de un mundo tan grande y complejo.

Supongo que ambos enfoques son válidos, por qué no, siempre y cuando se ponga pasión y atención en la tuerca a la que debas darle vueltas. Imagino que lo realmente valioso no consiste en acumular conocimientos sino en aprender a relacionarlos, en tejer una red que relacione las aptitudes adquiridas y que permita dar forma a una visión personal del mundo más completa para, en definitiva, conocer las fuerzas que inciden en el movimiento del mismo.

¿En qué planeta las hormigas piden al elefante que rinda cuentas de sus pisadas?