La ira siempre engendra más ira

Tres Anuncios en las afueras

Pequeña de las dudas infinitas,
aquí estaré esperando mientras viva.
No dejes que todo esto quede en nada
porque ahora estés asustada.

[De las dudas infinitas, Supersubmarina]

Algunos tienen la malísima costumbre de preguntarte al salir del cine qué te ha parecido la peli. ¿Te he preguntado yo acaso qué tal te ha sentado el cocido antes de terminar el postre? ¿Tan ágiles son tus engranajes mentales para extraer conclusiones durante los títulos de crédito finales? Debes ser de esos que dicen que esa película la han visto y se saben de qué va y entonces ya no tiene más interés.

Habíamos pagado diez euros por ver Tres anuncios en las afueras en el cine el día de su estreno en España. No por ansia cinéfila sino por casualidad -el estreno- y descarte -menuda cartelera-. Y si bien las expectativas iniciales no eran altas, la asociación mental coste-precio nos empujaba a una desconfianza razonablemente pesimista.

Y sin embargo, desde entonces se me repiten periódicamente algunas escenas, como esa en la que un personaje chirriante recuerda que la ira siempre engendra más ira. Y, por supuesto, la escena final que, además de brindar un giro más que inesperado para los tiempos que corren, carga de sentido a toda la historia.

Tres anuncios en las afueras narra la lucha de una madre contra las autoridades locales por no haber cerrado con éxito y culpable la investigación por la desaparición, violación y muerte de su hija. En torno a ese guión se presenta un pueblo casi perdido, Ebbing, en el que se identifican características frecuentes en estas pequeñas localidades: disfunciones emocionales, comportamientos hiperbólicos, explosiones de furia desmedida, frustraciones perennes, inexistencia de empatía y comprensión, conductas autómatas, y muchas otras cosas de esas que de buen grado estudiarían muchos psicólogos y psiquiatras.

Y como toda la historia se circunscribe en ese remolino de disputas personales, adquiere un peso incuestionable la repetida frase de que la ira siempre engendra más ira. Por lo que he navegado por Wikiquote esa cita es de Ovidio. Confucio lo expresó como si te enfadas, piensa en las consecuencias. Aunque prefiero el refrán que recuerda que la ira acorta la vida.

No tengo nada más que añadir, Señoría.

In Nomine Patris

He pasado un buen rato gugleando infructuosamente para encabezar esta entrada con una viñeta humorística que me tropecé cuando era adolescente en una revista médica de mi madre (Jano, de Elsevier, no es una revista médica al uso, sino que combina medicina y humanidades). Si mi memoria no me falla más de quince años después, Forges firmaba la viñeta y en ella aparecía un niño que llegaba a casa con un caimán mastodóntico cogido de una correa a modo de mascota mientras su orgulloso padre exclamaba a su atónita madre: «desde pequeño siempre quise tener uno». Ahora que se aproxima la paternidad me acuerdo a todas horas de aquella viñeta que se me quedó grabada a fuego y que me sigue pareciendo la definición perfecta de la paternidad en su variante más peligrosa.

Otra. El jueves pasado un niño vestía camiseta del Atlético de Madrid, justo el día después de la cruel eliminación de los colchoneros, rendidos al embrujo de Karim Benzema en el Calderón. El triste niño pasó una nota en clase bajo cuerda a sus compañeros: «a partir de hoy soy del Madrid, no le digáis nada a mi padre». Lamer tu orgullo herido y tus complejos mediante la exposición a humillación de tu hijo se me antoja una rama poco sensata de educación paternal, supongo.

¿No acojona pensar en dirigir una educación para que tu hijo emule a Zinedine Zidane y tu hija a Virginia Woolf? ¿Se alimenta tu orgullo paternal de los éxitos y triunfos de tus retoños? ¿Si tu hijo es de los más torpes del equipo de balonmano y le cuesta aprobar incluso estudiando sentirás menos satisfacción y vanidad? ¿No vivimos una era de extrema obsesión con el modelado educativo de los hijos para que sean los más mejores y podamos exponerlos como trofeos, desligando al mismo tiempo la responsabilidad de ellos mismos como parte de su educación, sus aspiraciones y su descubrimiento del mundo? ¿No ve cada padre a su retoño como un proyecto de sí mismo en el que canalizar sus obsesiones y frustraciones ignorando conscientemente sus potenciales preferencias y mutilando su libertad? Podría plantear las mil cuestiones similares que me atormentan precisamente en este momento del feto en desarrollo pero lo único que puedo hacer es sentir un agradecimiento infinito por la educación que recibí ahora que me lo planteo como reto.

La vigilante y el dentífrico

Los Barruecos
Nidos de cigüeñas y caballos pastando en Los Barruecos.

En Viena hay diez muchachas,
un hombro donde solloza la muerte
y un bosque de palomas disecadas.
Hay un fragmento de la mañana
en el museo de la escarcha.
Hay un salón con mil ventanas.

[Pequeño Vals Vienés, Enrique Morente,
con letra de García Lorca y música de Leonard Cohen]

Se paseaba de un lado a otro de la sala con las manos en la espalda, como si estuviese esposada, lentamente, sin atender ni por un momento a las obras de arte que la rodeaban y que, no en vano, le daban de comer, para que digan que el arte no alimenta. Su misión consistía en que no robásemos el alma a susodichas obras, prohibido hacer fotografías, gracias, ni con cámara ni con teléfono. Paréntesis. En la Capilla Sixtina anuncian ¡por megafonía! de modo mecánico y periódico «no photo, no video», anulando el sobrecogimiento ante la maravilla de Miguel Ángel, ya maltrecho por la marabunta inevitable, para mí ha quedado desnuda de lo que la convierte en arte. Fin paréntesis. De vez en cuando la vigilante miraba al exterior por una ventana como el que se asoma a ver si llueve, obviando por completo la maravilla de la naturaleza que encuadraba el marco, Los Barruecos, Malpartida de Cáceres. Paréntesis. Aquí han rodado escenas de Juego de Tronos por lo atípico de un paisaje de oasis mágico, y doy fe que así parece. Fin paréntesis.

Como éramos los únicos visitantes, vigilaba mi cámara de fotos como si la fuese a desenfundar de un momento a otro y ¡pum! ¡catástrofe congelada! La sentía al acecho como si formase parte de la colección del Museo Vostell, por cierto muy recomendable; como sea que algunas de las originales obras de arte conceptual estaban planteadas para la interacción, no resultaba descabellado asignar a la vigilante -por su comportamiento- un valor artístico. Me la imaginaba en sueños susurrándome «zona de confort tu puta madre».

Una de las instalaciones consistía en una pequeña habitación con paredes llenas de lana (el edificio del museo fue en tiempos de la trashumancia un prestigioso lavadero de lanas) y con una aspiradora en el centro, conectada a la corriente, de tal forma que podías optar por recoger la lana, redistribuirla por las paredes, o limitarte a ser un mero observador de la instalación. La vigilante decidió por nosotros con su papel activo en la sala 2 del museo: la supremacía de la autoridad ante las gilipolleces del artista. Con perdón.

Conté un taquillero, dos vigilantes en la primera sala, otro vigilante en la entrada de la segunda sala y la vigilante-artista-omnipotente. Cinco personas para dos visitantes, a dos con cincuenta la entrada. Complicada rentabilidad. Indagando descubro que el museo ha recibido 47.376 visitantes en 2016, lo que equivale a casi mil visitantes a la semana. Que me perdonen los que hacen el recuento y los que venden esas cifras porque si un sábado soleado de mayo a media mañana pude contar un puñado de parejas en la cafetería del museo (en el propio museo no coincidimos con nadie) me cuesta admitir esa taquilla salvo que todos los colegios, institutos y jubilados de la provincia lo visiten anualmente.

Doy por hecho que un museo no nace para ser económicamente rentable y que su rendimiento se mide con otras varas. Es más, agradezco haber tenido la posibilidad de disfrutar con recogimiento y atención de las ideas vanguardista del alemán Wolf Vostell en ese mágico y remoto rincón de Extremadura. Tanto las obras como el enfoque y los materiales me remitían insistentemente a Adolfo y sus piezas. Descubro que a esta corriente se le conoce como Fluxus, aunque adentrarse en ese mundo es harina de otro costal. Desde la obra que da la bienvenida al visitante, Fiebre del Automóvil, un coche con elementos móviles rodeado de platos vacíos que plantea el abismo que separa el primer y el tercer mundo, el recorrido se presenta sugerente y reflexivo saltando entre diversas obsesiones y temáticas del artista. Como ni se podía hacer fotos ni se repartían folletos (la guía era un folio plastificado que tenías que devolver al finalizar el recorrido) no guardo recuerdos en soporte físico, pero he memorizado dos frases muy significativas del autor: «son las cosas que no conocéis las que cambiarán vuestra vida» y «la mayor obra de arte del hombre es la paz».

Tanto el entorno natural de Los Barruecos como el arte contemporáneo del museo Vostell ensancharon nuestro estrecho conocimiento del mundo este sábado aunque Wolf Vostell tampoco ha resuelto mi dilema metafísico vital: por qué no venden dentífricos -bonita palabra- de medio kilo para no tener que luchar con tanta frecuencia contra el cuello de los envases.

Obstinada Imaginación Húmeda

Hace ya tiempo me tropecé con un párrafo de Vila-Matas en, reconozco, el único libro que de él he leído y que ni recuerdo cómo se titulaba. Creo que llevaba «París» en el nombre, resultaría sencillo identificarlo gracias a google. Creo recordar que no me entusiasmó pero este fragmento premia de por sí mi admiración por el controvertido catalán. El párrafo en cuestión se me repite frecuentemente como una larga sobremesa de bocadillo de chorizo:

«Desde luego, es más bien complicado ser joven, aunque eso no implica ni muchísimo menos que uno deba andar desesperado. Claro que la madurez tampoco es que sea una maravilla. En la madurez conoces la ironía, sí. Pero ya no eres joven y la única posibilidad que te queda de serlo un poco estriba en resistir, no renunciar demasiado, con el paso del tiempo, a aquella húmeda imaginación del arcón de Neauphle-le-Chateau. Sólo te queda resistir, no ser como aquellos que, a medida que la intensidad de su imaginación juvenil va decayendo, se acomodan a la realidad y se angustian el resto de su vida. Sólo te queda tratar de ser de los más obstinados, mantener la fe en la imaginación durante más tiempo que otros.»

La España Vacía

Sin título

Tierra de conquistadores,
no nos quedan más cojones,
pues si no quieres irte lejos,
te quedarás sin pellejo.

[Extremaydura, Extremoduro]

Es cómodo esperar a que llegue la Navidad para que críticos y escritores publiquen sus listas de lo mejor del año que finaliza y así no errar en los regalos navideños. Con el paso de los años resulta relativamente sencillo inferir, a partir de una breve reseña de esos libros top, los que merecen la pena de los que son productos puramente comerciales y de los que tratan asuntos ajenos a mis inquietudes. Hace unos días revisé las lecturas que habría lamentado perderme en 2016 de Enric González, con lo que me remití al genial artículo En la España sin nadie de Antonio Muñoz Molina. Y así, sin más retórica, decidí regalarme «La España vacía».

«La España vacía: viaje por un país que nunca fue» es un extraordinario ensayo de Sergio del Molino (Madrid, 1979, 37 años) que estudia el éxodo a las ciudades, sobre todo el fenómeno producido entre los años 50 y 70 al que llama «El Gran Trauma», y las consecuencias del vaciamiento de gran parte del interior de la península. Sin ir más lejos, recomiendo echar un vistazo a este gráfico de la evolución de la población en Villaescusa de Haro, donde se ilustra con triste clarividencia el gran trauma.

Sergio del Molino describe con tremenda sensibilidad el desamparo del interior de la península afectado por la despoblación, una región mesetaria sin mar ni playa que ocupa más de la mitad de la superficie de España y, por contra, solo cuenta con el 15% de la población. Junto a Laponia y el norte de Suecia, la tercera región más deshabitada de Europa. A través de un lenguaje preciso y literario y desde una mirada atenta, didáctica y sensible, analiza un fenómeno que incide en el carácter español de forma muy notable, desde nuestra asepsia patriótica hasta nuestros vínculos familiares.

En cualquier caso, no es intención del autor limitarse al éxodo franquista, sobre todo porque es consciente de que «la confrontación entre una España rural y una España urbana es anterior a la revolución industrial y a cualquier éxodo campesino». De hecho, subraya que «hay una corriente de fondo que observa el campo como un espacio salvaje. La civilización frente a la barbarie». Sin ánimo de ofensa, el escritor relata algunos de los episodios de la España negra, miserable y bárbara como Fago o Puerto Hurraco: «pienso en las historias de violencia que todas las comunidades pequeñas contienen. Los odios de siglos, las rencillas que el roce y la moral de vía estrecha acentúan, el aburrimiento. Todo se reduce a una cuestión de heterofobia«. Concluye que la falta de estímulos sensoriales provoca efectos devastadores sobre los individuos y propicia la aparición de trastornos mentales. En el entorno hermético y diminuto del pueblo, las tensiones y disputas se magnifican hasta niveles insoportables.

Se incide en el paisaje y el concepto de mar de tierra, imagen ampliamente utilizada en la literatura española. Como si los habitantes de estas latitudes fuésemos marineros cuasi náufragos, «campesinos pobres desperdigados por una meseta de clima hostil». Subraya que en esta relación, los pobres, cuando consiguen contarse a sí mismos, escoran el punto de vista hacia la dignidad, el esfuerzo y la honradez.

Del Molino huye del elogio de aldea (beatus ille) para mostrar con desnuda crueldad la desesperanza de la vida rural y el abandono político de nuestro campo. Por mi posición política y mi actitud vital no me quedó más remedio que aplaudir las atinadas observaciones del joven escritor, cruelmente sinceras, tras la lectura de algunos párrafos. Y eso que advierte que «no pertenezco al lugar y tiendo a idealizarlo, a caricaturizarlo o a explotar su pintoresquismo». Más aún: «es muy difícil viajar a la España vacía sin la aprensión del explorador de lo exótico o sin la ilusión del misionero que va a salvar a los indios». Lejos de esas premisas, se ha de reconocer una exhaustiva labor de investigación que salta entre referencias a Bauman y Muchachada Nui, a Lipovetsky y Extremoduro, al teatro de la Barraca de Lorca y Amanece que no es poco. Todo junto en un ejercicio casi de autopsia de un país.

Al final, en palabras del autor, la España vacía resulta ser un mapa imaginario, un territorio literario, un estado (no siempre alterado) de la conciencia; un frasco de las esencias que, aunque esté casi vacío, conserva perfumes porque se ha sellado muy bien. Fueron muchas las familias que emigraron a la periferia de las ciudades en los años ya citados pero que siguen teniendo el pueblo como referencia nostálgica, aunque Del Molino recuerde que «la nostalgia es una expresión suave y resignada del miedo». Al fin y al cabo, aunque los pueblos se vacían, «existir en la memoria es una de las formas más poderosas de existencia que conocen los humanos».

***

Compré «La España vacía» desde un rincón conquense de esa España vacía en las que las carreteras se hacen para huir y no para venir. Amazon me lo envió en apenas dos días; el transportista de Seur ya conoce el camino a casa. Pienso en lo díficil que me resulta creer ciertos capítulos del libro, aunque en realidad creo que acierta Sergio del Molino en sus apreciaciones al respecto de la vida rural, si bien notablemente más matizadas y suavizadas de lo que la literatura le exige.

Intento identificar los inconvenientes que tiene vivir en la desértica meseta. Hace mucho frío en invierno. No hay mercadona. Solo hay un bar abierto cuando salgo del trabajo. El cine está a media hora y el aeropuerto a hora y media. Ayer rompí las cuerdas de la raqueta jugando al frontón y tendré que recorrer más de veinte kilómetros para encordar de nuevo la raqueta.

El Perú: Más Zapatilla Que Miel (5 de 5: Selva Amazónica)


Estampa del afluente del Amazonas con la característica vegetación de palmeras de agua.

Si tu viaje transcurre por la parte sur de Perú, como es el caso, y quieres conocer la inmensa selva de la cuenca amazónica, las agencias de viajes -y el sentido común- te recomiendan acercarte a Puerto Maldonado. Capital de la Biodiversidad del Perú y del Departamento Madre de Dios, Puerto Maldonado cuenta con apenas cien mil habitantes y a su orilla el río Tambopata desemboca en el río Madre de Dios.

El Madre de Dios es precisamente navegable y manso desde Puerto Maldonado hasta su desembocadura en el río Beni y tiene un caudal medio aproximado al de doce ríos Ebro. Para imaginar la bestialidad del Amazonas, el Beni es afluente del Madeira, que a su vez desemboca en el mastodonte amazónico. El Amazonas tiene un caudal similar al de 45 ríos Madre de Dios y en su desembocadura en el Atlántico tiene una distancia entre riberas de 330 km, casi nada. Desde hace pocos años, además del río más caudaloso, el Amazonas se considera el río más largo del mundo por delante del Nilo. Nace en Perú y es la ciudad de Iquitos, en el norte del país y por tanto lejos de nuestra ruta, la considerada capital de la amazonía peruana.

Cuando aterrizas en Puerto Maldonado y se abren las puertas del avión, el calor y la humedad te dan la bienvenida de agresivo golpazo. Desde la considerable altitud fría de Cuzco, se desciende hasta los 139 msnm en un entorno característico por su elevada humedad. El sudor, en esta región, es omnipresente, incómodamente omnipresente.

A nivel económico, se detecta de un vistazo que están un paso por detrás de otros departamentos más turísticos o comerciales. La mayoría de la gente se desplaza en moto, supongo que porque las distancias son asequibles y solo las principales vías están asfaltadas, e incluso hay taxis que son motos en las que el piloto lleva un chaleco identificativo.

En la agencia, una habitación destartalada con dos ventiladores a toda velocidad, nos marcan nuestra travesía para llegar desde Puerto Maldonado hasta el lodge en el que nos alojaremos durante tres días, inmerso en la Reserva Nacional del Tambopata. El trayecto comienza en el puerto, con vistas al puente de la Carretera Interoceánica que comunica Perú con Brasil, donde se toma una vetusta embarcación de diminuto motor para surcar el Madre de Dios durante cuarenta minutos. En este trayecto se observan artesanales montajes de extracción de oro en la orilla: la minería de oro es uno de los pilares de la economía local.


Navegando por el río Madre de Dios, de aguas pardas y riberas verdes.


Almuerzo en la embarcación: un juane, una suerte de arroz con pollo o gallina y aceitunas que se envuelve en una hoja de bijao para hervir y que posteriormente se conserve en buen estado durante un tiempo.

Una vez alcanzado el desembarcadero de entrada a la reserva, donde debes presentar la autorización para la estancia en una especie de aduana, se debe caminar unos cuatro kilómetros adentrándose en el corazón de las selvas vírgenes de exuberante vegetación de la reserva. La sudorífera caminata termina en el lago Sandoval, donde se coge una pequeña barca a remo para alcanzar el embarcadero de entrada al Sandoval Lake Lodge.


Embarcadero del lodge.

La estampa durante la navegación por el lago Sandoval es inolvidable, un tranquilo lago vestido por aguajes (palmeras de agua) en su perímetro y con los sonidos de las aves de la selva como banda sonora. El vuelo de la grandiosa garza blanca, tan elegante, da la bienvenida. Y ya de noche, un paseo en barca por el lago es más asombroso aún, con la luna iluminando las aguas del lago en las que se reflejan las palmeras. Y allá donde se ven dos puntos rojos brillantes, un sigiloso caimán negro de cinco metros vigilando desconfiado a dos metros de ti. Al no haber nada de contaminación lumínica, si el cielo está raso impresiona la bóveda estrellada y su reflejo en el lago.


Orilla del lago Sandoval repleta de palmeras de agua.


Caimán negro pasando la tarde en el lago.

La vida en el lodge es sosegada, un oasis pacífico de desconexión y contacto con la naturaleza con la hamaca como reina. No hay agua caliente, ni cobertura para el teléfono, ni electricidad salvo la generada por un grupo electrógeno de seis a nueve de la tarde. A esa hora puntual, después de una cena frugal, el motor se silencia y, con él, la actividad en el lodge. Más allá de la remendada mosquitera de la cama quedan solo los sonidos de la selva en la oscuridad.


Entrada a las habitaciones de un sector del lodge.

Las empresas de aventura ofertan diferentes actividades al turista en función de los intereses personales, el estado de forma y la climatología. Una sencilla caminata a través del bosque primario se vive con gran intensidad; el bosque primario o primigenio es aquel que no ha sido talado y reforestado y que, por tanto, cuenta con inmensos árboles centenarios como caobas, castañas o cedros, algunos de ellos con notable valor místico para los nativos.

Llama la atención la lucha por la supervivencia de las especies vegetales en esta región, una supervivencia que se basa en una desesperada pelea por alcanzar los rayos del sol entre la exuberante vegetación. Un árbol parece un ser vivo bonachón y apacible, pero en la selva cada especie lucha por sobrevivir con sus armas, desde palmeras andantes con unas raíces exteriores que le permiten orientarse hacia el sol hasta matapalos que se abrazan a un árbol primero para apoyarse y crecer hacia el sol y después para estrangularlo.


Palmera andante con raíces superficiales.


Matapalos, que parece romántico pero es cruel y aspira a axfisiar al tronco que abraza.


Una simpática amiga en el paseo por el bosque primigenio.

Una de las actividades más demandadas y curiosas consiste en acudir temprano, sobre las cinco de la mañana, a la collpa de palmeras, un rincón anexo al lago donde acuden los guacamayos y los papagayos a almorzar. Estas grandes y vistosas aves se alimentan del aserrín de las palmeras huecas y muertas en un festival de color y sonido (una pena no tener fotos de este mágico momento). Por ser la hora del amanecer, además del espectáculo, se vive el despertar de la selva, con los chillidos-ladridos del mono aullador, el desayuno de las nutrias gigantes en el lago, el torbellino de los monos capuchinos por las copas de los árboles o los primeros vuelos de la jacana y la garza sobre las aguas del Sandoval.


Libélula en un paseo nocturno.


Insecto palo.

También existe la posibilidad de realizar una visita a lo que llaman la isla de los monos, una pequeña isla en mitad del río Madre de Dios habitada exclusivamente por primates. Una asociación sin ánimo de lucro lleva a cabo un proyecto de conservación y protección para rescatar a monos confiscados en zonas urbanas -en ocasiones, maltratados- y enseñarles a sobrevivir en la selva. Aunque eran varias las especies de primates que se enviaron a la isla, a día de hoy los monos araña y los capuchinos han conquistado al resto. Asombra ver cómo descienden a velocidad de vértigo desde lo alto de la copa de descomunales árboles hasta el suelo.


Inmersión en la isla de los monos.


Mono capuchino harto a plátanos ofrecidos por los turistas.

Si la selva en una reserva natural vigilada y adaptada por seguridad al turista -no sería bonito cruzarse por casualidad con un jaguar o una anaconda– desborda tanta vida descontrolada, me fascina imaginar cómo vibrará el corazón de la amazonía virgen y qué batallas se librarán en su seno por supervivencia.

Si estremece sentarte a oscuras en mitad de la noche en un sendero que ya has recorrido entre ruidos desconocidos que acechan alucinaciones, me aterra fantasear con caer una noche cualquiera en las entrañas ocultas de la vegetación selvática.

Si asusta navegar en una sobria barca a remo aunque el guía diga que los caimanes son pacíficos, me atemoriza pensar en tener que cruzar a nado el lago o el río de aguas opacas habitado por invisibles peligros y otros tan identificados como las pirañas rojas o los propios caimanes negros.

El ser humano ha conquistado todas las zonas habitables del planeta y, desde un prisma frío y prepotente, podríamos decir que somos los reyes del mundo; no se me ocurre mejor cura de humildad que pasar unos días en la selva expuestos a la intemperie.

El Perú: Más Zapatilla Que Miel (4 de 5: Machu Picchu)


Perspectiva de las ruinas de la ciudad sagrada de Machu Picchu.

Para llegar a Machu Picchu existen básicamente dos formas: el camino inca o el tren. La primera opción requiere dedicar unos tres o cuatro días a pie desde el punto kilométrico 82 de la ruta del camino inca a través de unos parajes espectaculares. La segunda opción consiste en tomar un tren desde Ollantaytambo hasta Machu Picchu Pueblo, conocido como Aguas Calientes.

El tren realiza un recorrido que se adentra desde el Valle Sagrado por entre las montañas selváticas del área de conservación de Choquequirao aprovechando la estrecha ribera del río Urubamba. El trayecto solo lo operan dos compañías, PeruRail e IncaRail, y desde el mayor de los desconocimientos se me antoja un negocio goloso la “casi” obligatoriedad del tren para alcanzar Machu Picchu. El precio de los billetes es desorbitado en comparación con el nivel de vida peruano, aunque se intenta compensar con unos trenes lujosos y un servicio muy digno. Imagina la velocidad del tren que invierte más de una hora y media en recorrer los 30 Km. que separan Ollanta de Aguas Calientes.


Puente Inca de acceso a la ciudad construido sobre la pared de la montaña y con troncos atravesados. El camino inca no es tan prohibitivo, pero casi mejor ir en tren.

Aguas Calientes es un pequeño pueblo encajonado entre montañas y traspasado por el río Urubamba en el que no hay vehículos ni taxis, a lo más alguna bici. Como suele suceder en las periferias de grandes monumentos, vive por y para el turismo: como lanzadera para Machu Picchu y por sus baños termales, que precisamente le dan nombre. Sus precios son disparatados y cuenta con montones de restaurantes y hoteles; de hecho el peor almuerzo de todo el viaje fue allí: peor calidad a mayor precio.

Para subir de Aguas Calientes a las célebres ruinas incas primero hay que madrugar mucho (el recinto abre a las 6 a.m.) y después tomar uno de los frecuentes autobuses que salen desde la estación y realizan la ascensión por un vertiginoso camino de montaña sin asfaltar que en perspectiva parece la subida al Alpe D’Huez. Media hora después, y ya con las nubes por debajo de nuestras zapatillas, estamos a las puertas de Machu Picchu.


Machu Picchu entre la bruma matutina. Cómo se va abriendo paso la ruina entre las nubes y la niebla es uno de los mayores espectáculos de una visita madrugadora.


Perspectiva oeste de la ciudad.


Franceses contemplando la ciudad mágica (no sé si son franceses, pero lo parecen).

Machu Picchu, por abreviar, es el rincón más mágico del mundo. Bueno, del mundo que yo conozco, que tampoco es tanto. Si consigues aislarte de los tres mil turistas diarios que llegan, junto a ti, que también eres visitante, puedes sentir entre las piedras de la ciudadela sagrada una emoción íntima en la que confluye la belleza de la naturaleza salvaje con el sentimiento de ser partícipe de una cultura y una historia.

El entorno natural de Machu Picchu es fascinante por ser el punto de confluencia entre la montaña andina y la inmensa selva de la cuenca amazónica; el meandro del río Urubamba, precisamente afluente del bestial Amazonas, cientos de metros debajo del precipicio y sin embargo tan a la vista desde ambos lados de Machu Picchu. Y las montañas abrigando entre nubes la ciudad inca, abruptas, imponentes, de mirada inmisericorde. Si lo que pretendía el Inca Pachacútec en su origen fue buscar una ubicación sagrada para construir un santuario religioso, no es necesario que el guía ofrezca muchas explicaciones a su emplazamiento.

Un halo de misterio envuelve la historia en torno a Machu Picchu y son muy pocas las evidencias acerca de su origen, su construcción, su colonización y su posterior descubrimiento. Las hipótesis que se plantean en la bibliografía son, por contra, abrumadoramente variopintas. Esta incertidumbre e ignorancia histórica acrecientan más si cabe la magia del rincón cuzqueño.

La ciudad supone el punto álgido de la arquitectura e ingeniería incas. Remarcan los guías y la literatura que las ruinas arquitectónicas a la vista del turista son como la parte visible de un iceberg y que alrededor del sesenta por ciento de la construcción es subterránea. La ciudad fue planificada para que fuese eterna en una región de alta actividad sísmica y abundantísimas lluvias anuales, de ahí el esmero en el sistema de canalización del agua, tanto para evacuar el agua de lluvia como para abastecer a la ciudad del agua que proviene de un manantial en lo alto del cerro Machu Picchu (“montaña vieja” en quechua). Y, por supuesto, aspirando a garantizar la estabilidad de las construcciones a lo largo de los siglos, desde los templos sagrados hasta las terrazas agrícolas. Pablo Neruda abordó en un extenso poema titulado “Alturas de Machu Picchu” un homenaje a los constructores de la ciudad en tan hostil territorio.


Única puerta de acceso a la ciudad, que más que proteger de posibles conquistadores servía de defensa frente a osos y pumas.


Templo del Sol, construido con tremendos bloques de granito. Se puede observar cómo ha sufrido daños por un terremoto.


Intihuatana, construcción religiosa que servía como reloj astronómico.

Las construcciones de Machu Picchu se integran en la montaña homónima a la manera de otras ciudades incaicas. Asombra la inmersión de la piedra en la montaña, como si los indígenas no quisiesen hacer daño a la mole de tierra sino adornarla y venerarla. El respeto inca a la montaña y a la naturaleza era vital en su religión. Por cierto, la cultura inca se regía por tres sencillas reglas: no robar, no mentir y no estar ocioso.

Al fondo de cualquier postal de Machu Picchu se alza imponente el abrupto promontorio de Huayna Picchu (del quechua waynapicchu, “montaña joven”). Con el boleto de entrada a las ruinas se puede adquirir de forma opcional la entrada a la Montaña Sagrada, que es como conocen a Huayna Picchu, donde se permite la subida de cuatrocientas personas al día: la mitad a las 7 a.m. y la otra mitad a las 10 a.m. Eso sí, ni cuando compras el boleto ni cuando firmas en el libro de visitas para acceder a la ascensión te informan de la dificultad física de la subida y de la peligrosidad de la bajada.


Vista de Huayna Picchu desde un ventanal de una construcción de la ciudad.


Vista de Huayna Picchu desde el Intihuatana.

Cuando, desde la plaza de Machu Picchu, detectas a turistas caminando por la cima de Huayna Picchu piensas que es imposible que se pueda subir a esa montaña, sin embargo, los incas tallaron en la pared una senda que permite el acceso a su cima y, para más inri, construyeron un templo casi en la cumbre. La ascensión suma unos 300 metros de desnivel positivo, casi todo escalones estrechos y altos para conseguir salvar la verticalidad de la montaña. Si a esto se suma la altitud y la elevada humedad, la subida a Huayna Picchu se convierte en un reto. Casi cualquiera puede realizar la ascensión con paciencia y equilibrio, incluso en una mañana lluviosa como nos tocó a nosotros, pero siempre siendo conscientes del esfuerzo y el peligro.


Parte baja de la subida al Huayna Picchu.

En la cima, la vista de Machu Picchu mimetizado en la montaña y circundado por el precipicio hasta el río Urubamba es acongojante. El vértigo asoma cuando te encaramas a alguno de los miradores que permiten disfrutar de la perspectiva y piensas inevitablemente en la cantidad de obreros que fallecerían construyendo el Templo de la Luna, y en los turistas que habrán caído al vacío por diferentes circunstancias; sin ir más lejos en los últimos meses se ha publicado que un turista alemán falleció al caer mientras se hacía un selfi y otra turista murió por un golpe provocado por la onda expansiva de un rayo que cayó cerca.

Si la ascensión, aunque agotadora, es asequible, los primeros tramos del descenso se convierten en un auténtico desafío, sobre todo porque no existen cables de acero clavados en la pared que puedan servir de pasamanos y garantizar la seguridad. Cuando te encaramas a alguna de las escaleras de la parte alta sientes vértigo al ver que la senda termina en precipicio: los escalones son demasiado estrechos y altos y húmedos y hay gente detrás que también puede tropezar. Al final todo se resume en una cuestión de confianza y de respeto. Salvados los primeros tramos, el resto del descenso para volver a acceder a Machu Picchu es sencillo y, encima, te llevas de vuelta en la mochila la seductora experiencia.


En la roca situada en la cima de Huayna Picchu.


Cumbre de Huayna Picchu en la cara del Templo de la Luna.

A pesar de todos los desvelos, la hipótesis más extendida afirma que la ciudad se construyó en solo cuarenta años y se mantuvo habitada y activa tan solo treinta y cinco años más. Durante la colonización se supone que los habitantes la abandonaron huyendo de los españoles y bloquearon los caminos de acceso a la ciudad para mantenerla a salvo de los conquistadores. Y ahí permanecería, perdida a ojos del mundo, durante siglos, inaccesible y cubierta de vegetación selvática, hasta que en 1911 llegó Hiram Bingham, un explorador norteamericano y profesor en Yale de expedición por la zona en busca de los vestigios incas de Vilcabamba, a la sazón último reducto inca. El espigado Bingham “redescubrió” Machu Picchu y lo mostró al mundo a través de las páginas de la célebre revista National Geographic.

Tanto la carretera que sube de Aguas Calientes a las ruinas como el tren más lujoso que cubre el trayecto entre Ollanta y Aguas Calientes reciben el nombre de “Hiram Bingham” en homenaje al explorador americano. No obstante, este lado de la historia es bastante oscuro y siempre ha existido una fuerte controversia en lo referente al papel de Bingham como descubridor de las ruinas incas. Sería ambicioso en exceso resumir el último siglo de historia de Machu Picchu, pero resulta relevante comentar, al menos, dos puntos esenciales: el descubrimiento y el expolio.

Todos los honores del nuevo descubrimiento de Machu Picchu han recaído en Hiram Bingham, y realmente a él se le debe reconocer el mérito de estudiar, difundir y profundizar en el pasado perdido del imperio inca. No obstante, unos años antes que él, en 1902, llegó allí Agustín Lizárraga con tres amigos cusqueños y dejó inscrito su nombre en el Templo del Sol: “Agustín Lizárraga es el descubridor de Machu Picchu y vive en el pueblo de San Miguel. 14 de julio de 1902”. Bingham ordenó borrar la inscripción y omitió en sus publicaciones este hecho, a pesar de tenerlo anotado en su cuaderno de campo.

Huelga decir, por otra parte, que además de aquellos que pretenden colgarse las medallas del reconocimiento, este paraje era conocido, mucho antes, por los nativos y por los arrendatarios, los Recharte y los Álvarez, que trabajaban la tierra en las centenarias terrazas y todavía bebían agua del manantial que les llegaba por el canal incaico. Capítulo aparte requeriría precisamente el estudio de la propiedad de Machu Picchu: desde que Pizarro dividió en lotes de terreno aquellas latitudes entre sus soldados de confianza, estas montañas pasaron por diversas manos propietarias y todavía hoy una familia reclama su derecho como legítima propietaria de la ciudad sagrada.

Bingham, además de la humilde expedición del descubrimiento, promovió dos expediciones más a Machu Picchu, ya con inversiones de mayor envergadura y respaldo tanto de la Universidad de Yale como de National Geographic y el Gobierno de Perú. Estas expediciones sacaron a la luz las ruinas y permitieron rescatar los tesoros ocultos en la ciudad, miles de piezas de diferente valor. Todo el material arqueológico fue trasladado a la Universidad de Yale para su estudio. Y allí sigue. Tan solo en 2011, centenario del descubrimiento de Machu Picchu, el Gobierno de Perú -después de años de insistencia- consiguió “rescatar” un puñado de las piezas almacenadas en la universidad americana. Con pesar nos dijo el guía que tendrán que esperar otros cien años para recuperar otra porción de su historia.


Panorámica de las terrazas del área agrícola, con orientación este.

A principios del siglo XXI, el millonario Bernard Weber promovió, de forma unilateral y sin aval de la Unesco, un concurso para elegir “Las Siete Maravillas del Mundo Moderno”. El Gobierno de Perú vio en este certamen un filón turístico incuestionable y convirtió casi en cuestión de Estado lograr que Machu Picchu entrase en los siete monumentos elegidos. Dado que la elección se realizaba a través de votaciones populares por sms e internet, el Gobierno de Alan García movilizó al pueblo peruano para defender y votar a su joya inca e incluso llegó a instalar pantallas en la Plaza de Armas de Cuzco para que los turistas votasen a Machu Picchu. El 7 de julio de 2007, en una pomposa gala en Lisboa y con todo Perú a la espera, se anunció que Machu Picchu había sido la segunda maravilla más votada en todo el mundo y Alan García aprovechó a apuntarse el tanto decretando el 7 de julio como “Día del Santuario Histórico de Machu Picchu”.

Al margen de concursos públicos, también confieso que he inscrito a la ciudad mágica en el top personal de lugares que recomiendo visitar.

P.S. Recomiendo encarecidamente disfrutar de estas 23 fotos que ha publicado National Geographic acerca de Machu Picchu.

El Perú: Más Zapatilla Que Miel (3 de 5: Cuzco e Imperio Inca)

Puno, capital del lago sagrado, y Cuzco, cuna y capital del imperio inca, están separados por menos de 400 kilómetros. El trayecto se puede realizar en avión, tren o autobús. Optamos por el bus turístico que, aunque dura diez horas (desde las siete de la mañana a las cinco de la tarde), ofrece atractivos interesantes; entre ellos, un almuerzo con buffet libre de gastronomía peruana y la imagen de transición por carretera entre el altiplano y los Andes centrales.


Paso de montaña de La Raya en el bus Puno-Cuzco con los Andes al fondo.

Aunque son varias y atractivas las paradas, me gustaría destacar la visita al sitio arqueológico incaico de Raqchi. Allí se encuentra el famoso templo de Wiracocha, con paredes de adobe de casi veinte metros de altura que han sobrevivido al paso de los años y de los conquistadores incluso a pesar de haber perdido lo que supuestamente fue la cubierta más grande del imperio inca. Las dimensiones del templo resultan abrumadoras, igual que la canalización de agua de la montaña vecina para abastecer de agua tanto a los palacios incas, primero, como a las viviendas y los cultivos agrícolas, después, en un sistema hídrico que todavía hoy se mantiene activo. Además, la ciudad es atravesada por el eje principal del camino inca que recorría la espina dorsal del imperio desde Colombia hasta Argentina.


Muros supervivientes del templo de Wiracocha en Raqchi.

La llegada en el autobús a Cuzco, pocos kilómetros después de sorprendernos ante la iglesia de San Pedro en Andahuaylillas (conocida como la “Capilla Sixtina de América”), resulta llamativa porque su periferia es extensa y ha sufrido un crecimiento bastante descontrolado. Y como Perú ahora está en un pico de desarrollo, se percibe la actividad frenética en la construcción. El aeropuerto, sin ir más lejos, ha sido engullido por la ciudad y puedes ver cómo los aviones despegan junto a la avenida.

Cuzco (o Cusco o Qosqo) es, nada más y nada menos, que una ciudad Patrimonio de la Humanidad considerada la capital histórica del Perú desde que fue capital del Imperio Inca. Se ubica a 3400 metros de altitud y dicen que la forma que dibuja su contorno es la de un puma, uno de los tres animales que conforman la trilogía inca junto a la serpiente y el cóndor. Aunque si hay un animal que se deja ver en la ciudad es el perro callejero, que pasea ajeno al mundo por cualquier rincón.

Para entender la relevancia de Cuzco simplemente hay que imaginar que fue capital del Imperio Inca y sede de Gobierno del Virreinato durante la época colonial. No es de extrañar, entonces, que Cuzco esté repleta de monumentos históricos y vestigios de pasadas épocas esplendorosas, orgullo patrio como cuna del imperio incaico.

El núcleo indiscutible de la ciudad es su Plaza de Armas, enorme plaza con imponentes edificios alrededor de todo su perímetro de entre los que los que sobresale la Catedral. Y por supuesto, franquicias de McDonald’s, Starbucks y KFC en los rincones privilegiados, la nueva conquista gringa. Por el avasallador turismo que recibe, Cuzco está repleta de tiendas, restaurantes, agencias de viajes, etc; incluso en algún callejón, improvisados mercadillos de souvenires. Y presidiendo los edificios públicos, la bandera arco iris, emblema de los pueblos incas adoptado por Cuzco, y cuyo origen es anterior al de la bandera gay.

Muy cerca de la Plaza de Armas se encuentra el Mercado de San Pedro, tan antiguo que proviene de la época colonial. Hoy se ha convertido en un gran mercado local orientado más a los cuzqueños que al turista, pero como hoy en día se lleva lo de la inmersión cultural, se abarrota de turistas curiosos. Recorrer el edificio del mercado se convierte en una abrumadora experiencia olfativa, con muchos e intensos olores provenientes, principalmente, de los puestos de carnes, pescados y “restaurantes”. Los precios son insuperables para el almuerzo o para tomar un jugo de frutas, siempre y cuando tengas el estómago acorazado.


Puestos de fruta, jugos y laxantes en el Mercado de San Pedro.

De la gastronomía cuzqueña hay un plato que sobresale respecto al resto: el cuy al horno. El cuy (conejillo de indias o cobaya) se asa al horno (también se ofrece frito) en las cuyerías locales, restaurantes especializados que solo sirven este producto. Se encuentra también en la carta de muchos restaurantes del centro, pero para que esté crujiente y recién asado se debe buscar una de las cuyerías de los barrios obreros de la ciudad. Nos recomendaron el “Sol Moqueguano”, que se encuentra en el barrio alto, lejos del centro histórico. El lugar no deja lugar a dudas: trasiego de comensales autóctonos y, en todas las mesas, el mismo menú. Prejuicios a un lado (y cubiertos al otro, porque no hacen falta para maniobrar el cuy), el animalito supone un manjar, sabroso y tierno, como una hipotética mezcla de conejo a la brasa y cochinillo asado.


Cuy al horno con papas y rocotó (pimiento rebozado y relleno de carne con picante).

Aunque Cuzco ostente el título de capital inca, la auténtica inmersión en esta cultura se percibe en el viaje hacia Machu Picchu atravesando las ruinas incaicas que sobreviven en los alrededores del conocido como Valle Sagrado de los Incas. A treinta kilómetros al norte de Cuzco se encuentra Pisaq, un yacimiento arqueológico incaico impresionante. Si Cuzco tenía forma de puma, Pisaq tiene forma de perdiz.

En Pisaq fascina sobremanera la integración de las construcciones en la montaña, signo representativo de esa cultura en su respeto a la naturaleza y devoción por los tesoros de la Pachamama (Madre Tierra). En especial destaca la solución inca a la siembra en cerros y montañas utilizando terrazas que permiten solventar la erosión del suelo y garantizar una siembra factible.


Terrazas de cultivo en Pisaq, también conocidas como Escaleras de Gigantes.

Además del sitio arqueológico, también se conoce como Pisaq a la ciudad colonial que hay en la parte baja del valle atravesada por el río Vilcanota. A los españoles conquistadores les resultaba más fácil tener a la población a pie de valle para una cómoda evangelización que andar por montañas y terrenos escarpados a esta altitud. Si subían, según contó el guía, era para saquear las tumbas, por la tradición inca de enterrar a los suyos con todos los honores y pertenencias. Hoy en día, la ciudad de Pisaq se promociona como el sitio ideal para compra de joyas, especialmente de plata.


Perspectiva del Valle Sagrado desde Pisaq.

La siguiente parada en la ruta es Ollantaytambo, Ollanta para los amigos, un complejo monumental ubicado estratégicamente para dominar el Valle Sagrado. Además de ser la única ciudad del incanato en Perú que sigue habitada, es un magnífico ejemplo de la arquitectura e ingeniería incas. Los 150 escalones de subida al Templo del Sol se antojarían una ruta mística si no fuese porque están abarrotados de turistas jadeantes en la ascensión. Desde arriba se domina el valle y se observa una perspectiva completa de la ciudad, con sus callejuelas empedradas atravesadas de canales activos de agua.


Vista de la subida al Templo del Sol en Ollantaytambo.

Y al fondo, se observa en la montaña Pinkuylluna el rostro grabado del dios Viracocha soportando sobre sus espaldas el mundo inca. No se sabe realmente si fue tallado por los incas en la montaña o es un accidente natural. A un lado de la imagen de Viracocha, se pueden observar los almacenes incas (colcas), situados en las alturas para que el aire de las montañas ventilase los alimentos y se conservasen en buen estado.


Montaña con el rostro de Viracocha de perfil y la colección de almacenes o colcas.

En Ollanta se coge el tren que lleva a Aguas Calientes. Esperas el tren y vas sintiendo un cosquilleo íntimo ante la perspectiva de asomarte pronto a una de las Maravillas del Mundo, Machu Picchu. Palabras mayores.