No es dolor de cabeza, ni vértigos, ni la lengua áspera, ni un cerebro que recibe estímulos más lentos y genera respuestas con impulsos nerviosos a la velocidad del caracol, ni un pesado estómago dilatado y vacío de forma simultánea. No. Es como si sobre las estanterías del cerebro hubiese vasos de plexiglás a rebosar de hielos y líquidos, y se tambaleasen de forma temeraria sobre el lomo de los libros que leímos y que guardamos en las estanterías. En algunas ocasiones los temblores derraman parte del contenido de los tubos, y empapan los libros, y las páginas damnificadas se convierten en papel mojado de nuestra memoria y nuestras experiencias. Es como si las palabras de esos libros se emborronasen y perdiesen su significado o lo adaptasen a una nueva perspectiva. Una perspectiva más limpia o más clarividente o más deprimente o más confusa, siempre en función de la bebida derramada. Y así te bailan las ideas, las opiniones preconcebidas, el orden de las ilusiones. Donde pensabas que una decisión era peligrosa te das cuenta de que es una esperanzadora oportunidad.
O al revés, la naturaleza no pregunta ni reflexiona, solo fluye. Como fluyen nuestras opiniones, necio el que solidifica su personalidad, opinión y valores. Porque sucede que donde una chica piensa ¡qué imbécil es este tío! ahora piensa ¡ay, qué tonto es!, dos expresiones tan similares y que sin embargo denotan dos opiniones completamente diferentes, el primero está sentenciado, el segundo la tiene en el bote. O un día te levantas con la esperanza de que Kim Jong II haya arrasado con todo el planeta y queden sólo parpadeos terminales de la vida humana, mientras que la noche anterior disfrutabas de los placeres que te regalaba ese preciso planeta y cantabas sus alegrías. Es la incertidumbre a la que nos aboca nuestra condición y que debiera hacernos exprimir con actitud receptiva cualquier leve destello de energía y que debiera hacernos evitar que cuando llegue el gameover aún queden esencias por saborear.