La mujer y el Niágara

– ¿Has visto El Padrino? Supongo que sí, pero quién sabe, todavía queda gente que se resiste, allá ellos. Pues el otro día estuve revisitándola, que hacía como dos años que no la veía. La primera vez que la vi me pareció magistral, qué pureza, qué ambientación, qué elegancia; todas y cada una de las escenas están llenas de significado y son chocantes, imprevisibles y exquisitamente cuidadas. Cada reproche y cada disparo son de una perfección tal que casi corren el riesgo de perder su dramatismo, como si a uno no le importase morir de una forma tan límpia.

– Sí, la verdad es que tienes razón, pero no me gustaría morir acribillado.

– Bueno, pues el caso es que esta vez he visto la peli de una forma diferente, intentando observar, no el comportamiento concreto de cada personaje, sino los motivos vitales de cada uno; centrándome en los proyectos de vida de cada personaje, vamos. Y, la verdad, me ha llamado la atención constatar que El Padrino es una película de mujeres. Vale, puede parecer mentira, porque casi todos los intérpretes son masculinos: Don Vito, Michael, Luca Brasi, Fredo, Tom Hagen, Tattaglia, Clemenza, etc. Sin embargo, sus actos están encaminados a la mujer. La esposa de Don Vito es más importante y respetable que él mismo; por mucha solemnidad que Marlon Brando diese a su personaje, Carmella era la mamma, la directriz, la piedra fundamental de la familia. Y la familia, para todos, era algo más trascendente que ellos mismos: porque un hombre que no vive con su familia no puede ser un hombre, que decía Don Vito. Y luego repite: nunca te pongas del lado de nadie que vaya contra la familia. Sin el mástil femenino, la lucha y las venganzas pierden todo el norte porque, al fin y al cabo, cada acción es una subordinación a la mujer. Y un ensalzamiento, claro. Me parece maravilloso, ¿eh?

– Sí, no me había fijado, la verdad, luego comprobaré si es cierto. Me recuerda a Sándor Márai, que en uno de sus libros escribió una frase que me pareció tremendamente significativa: a veces ella, cuando tenía miedo, decía descarada y desafiante: sólo soy una mujer… Como si uno dijera: sólo soy el Niágara.

Unabomber: científico, pensador y asesino

Una mañana de domingo me tropecé desayunando con uno de esos curiosos documentales de La Sexta que hablaba de un tal Theodore Kaczynski, llamado Unabomber por el FBI. Pensé escribir sobre él por aquí porque me llamó la atención el personaje, pero lo dejé pasar. Sin embargo, ayer, leyendo Nocilla Experience, me volví a tropezar con él: tiene por auténticos modelos de vida elevada, de vida esencialmente fermiónica, a Nietzsche, Wittgenstein, Unabomber, Cioran y sobre todo a Henry J. Darger, aquel hombre que jamás salió de su habitación de Chicago.

Theodore Kaczynski es un matemático norteamericano que se graduó en Harvard con sólo 20 años. Poco después defendió su tesis doctoral en la Universidad de Michigan acerca de las funciones límite, en la que resolvió un problema matemático exquisitamente complejo y cuyo aporte muy pocas personas podían valorar (por ella ganó un premio a mejor tesis de matemáticas). En el 67 le ofrecieron una plaza de profesor ayudante en la Universidad de Berkeley y durante dos años desempeñó sus labores docentes mientras publicaba artículos de investigación de notable relevancia.

Sin embargo, en 1969, con tan sólo 26 años de edad, dimitió sin motivo aparente y ahí empezó su verdadera historia. Se retiró a una rudimentaria cabaña que él mismo construyó en los montes de Lincoln, Montana, para vivir una vida alejada del mundanal ruido: con muy poco dinero, sin electricidad, sin agua corriente, sin coche, sin supermercado, sin televisión, cazando, recolectando. ¿Qué razones tiene un científico de renombre para actuar así? Supongo que estaba muy enfadado con la sociedad…

En su retiro, se dedicó a fabricar bombas con las que atacaba a un conjunto determinado de personas: profesores universitarios, agentes de aerolíneas, estudiantes graduados, dueños de tiendas de informática, etc. Sus bombas eran rudimentarias y artesanas, lo que propició que el número de víctimas no fuese demasiado elevado. Pero, ¿qué tenían en común las víctimas? Todas ellas estaban relacionadas estrechamente con los avances tecnológicos. Y es que Unabomber pensaba que las modernas tecnologías erosionaban la libertad humana.

Esa fue su cruzada, luchar contra los avances tecnológicos. Mientras tanto, el FBI lo perseguía en una operación de las más costosas de su historia: toda una organización contra un ermitaño y no eran capaces siquiera de seguir su pista. Llegaron a ofrecer una recompensa de un millón de dólares a quién proporcionase información acerca de tal peculiar terrorista. Durante más de 15 años, Unabomber siguió desarrollando su actividad hasta que en 1995 envió una carta a The New York Times. En ella pedía la publicación de su manifiesto a cambio del fin de la violencia. El manifiesto de Unabomber, titulado La Sociedad Industrial y su Futuro desarrolla la teoría sociológica del matemático y su aversión por el avance tecnológico. Consiguió que lo publicasen en el periódico neoyorquino y en The Washington Post.

A raíz del documento, el hermano de Theodore identifico las ideas y expresión de su hermano como Unabomber. Sobre todo, le llamó la atención una frase que repetía insistentemente Theodore: no puedes querer comerte la tarta y seguir teniéndola. Informó al FBI. Indicó dónde estaba la cabaña. Lo detuvieron. Llegaron a un acuerdo para condenarlo a cadena perpetua y ahí sigue en la actualidad Unabomber, cumpliendo condena por una idea revolucionaria. La historia es muy larga y compleja, en Wikipedia se puede leer en inglés un buen resumen.

P.S. ¡Ah! Quien quiera saber en qué consiste la vida fermiónica, que lea Nocilla Experience.

La china de su zapato

Era joven, así que la muerte todavía no le emplazaba a una partida de ajedrez, o algo peor. Gozaba de buena salud, como suele ser habitual cuando alguien frisa los veinticuatro. Disfrutaba de los placeres mundanos con su chica desde los dieciocho; y con alguna otra desde que a los veintidós leyó a Wilde y se dio cuenta de que «los jóvenes quieren ser fieles y no lo son; los viejos quieren ser infieles y no pueden» y quiso adelantarse a los pensamientos de su vejez. Salía a menudo con sus amigos, a los que estaba unido a través una relación de lazos fuertes, unas veces más tensos, otras más sedosos. Su trabajo le satisfacía, no era el culmen de la satisfacción personal, pero le permitía llevar una vida desahogada y tener suficiente tiempo libre como para que el estrés no lo rondase.

Sin embargo, había algo que le hacía estar incómodo, como un pinchazo del inconsciente sobre el consciente para que supiese que algo no iba bien, o al menos no tan bien como desearía. Era una perturbación mental que le molestaba especialmente en esos momentos de paz en los que parecía recrearse en lo bien engrasados que estaban los engranajes de su vida. ¿Por qué sabiéndose satisfecho con su vida sentía esa incomodidad incorpórea?

Por mucho que reflexionase no era capaz de llegar al núcleo del dolor. Quizá fuese por el sentimiento de fugacidad de lo que se posee (y el miedo a perderlo), o porque tenía una ambición enterrada bajo su auto-satisfacción que gruñía sin cesar, o porque intuía que no podría dotar de un sentido global a su existencia y, entonces, al fin y al cabo, cada pequeño acierto no suponía más de lo que hubiese supuesto un gran error. Acaso ahí palpaba el quid de la cuestión. Sus decisiones habían sido generalmente acertadas pero no obedecían a un proyecto que lo englobase todo y otorgasen un sentido universal a su vida.

Sayonara Renfe!

Recuerdo cuando te conocí; aquel viernes de octubre del año 2001 en un trayecto Albacete-Ciudad Real. Fue la primera vez que sentí la sensación de estar contigo, y, aunque se me emborronan los recuerdos, sé que me sentía responsable en mi soledad e ilusionado en el destino. Como no conocía tus otros vestidos, ese de regional pensé que te sentaba de fábula, cómodo y pragmático.

Desde entonces han pasado muchos años y muchos más viajes a lo largo de la península. No tengo demasiadas quejas de tu comportamiento y, de hecho, conozco a gente mucho más impuntual que despotrica de tus tiempos. Si bien no puedes compararte con tu homóloga alemana o austriaca, tengo claro que a la italiana la dejas a la altura del betún, aunque todos sabemos que las comparaciones son odiosas.

Mirando atrás recuerdo muchos momentos, sobre todo de reflexión, mirando por la ventanilla con la cabeza reposando en el cristal -frío- y la mirada desubicada. Eres un buen lugar de reflexión porque llevas hacia algún sitio y, por tanto, la mente dibuja el destino y el objetivo, o se vuelve, lo que conduce a la sedimentación de lo vivido o trabajado. Recuerdo los nervios aquella vez que me llevaste a Málaga y no tenía a nadie esperando, el móvil sin cobertura, el alojamiento en lugar desconocido, los bolsillos vacíos de monedas, y era de noche. Ese viaje se hizo interminable. Pero como eres condescendiente, a la vuelta me colocaste junto a una guapísima culiparda que compensó el tiempo del viaje de ida. Recuerdo también aquel día que me hiciste dar una vuelta por la península hasta alcanzar mi objetivo, pero incluso en esa ocasión fuiste indulgente conmigo y me permitiste disfrutar de La maldición del escorpión de Jade. O aquel largo viaje a Mieres, esta vez acompañado, en el que descubrí que llevabas otro pasajero que también leía El gaucho insufrible, curioso.

Luego llegó tu época más lustrosa, más veloz, quizá menos romántica. Supongo que tu velocidad es signo de los tiempos que corren, tan urgentes, tan en línea recta. Pero incluso ahora das lugar a algún descubrimiento, como cuando aquella señora nos explicó quién era la diosa Kali en el hinduismo, nosotros que sólo la conocíamos por jugar al Munchkin. O como cuando aquella chica me explicó lo que significaban para ella escritores tan distantes como Dan Brown y Hermann Hesse.

Supongo que echaré en falta la incertidumbre del compañero de asiento, pero me temo que a partir de ahora me verás mucho menos. Sayonara Renfe!

Confluencia de tangentes

Esta tarde he leído y he escrito. He leído acerca del espacio exterior en Una breve historia de casi todo (altamente recomendable para ensanchar miras) y he escrito acerca de Cooperación al Desarrollo. La confluencia de pensamientos en torno a ambas temáticas, tan alejadas, me ha impactado bastante.

El Universo. Somos un planeta pequeño, de unos 40.000 Km. de circunferencia y poblado por unos 6.700 millones de personas, que gira en torno al Sol, la estrella que nos da la vida y que es más de un millón de veces más grande que la Tierra. El Sol se encuentra a unos 150.000.000 Km. de aquí, es decir, muuuy lejos. Sin embargo, se trata de una nimiedad comparado con la estrella más cercana a nuestro planeta, que es Alfa Centauri y se encuentra a 42 millones de millones de Km., se dice pronto. En nuestra Galaxia, la Vía Láctea, se estima que existen entre 200.000 y 400.000 millones de estrellas, así que la más lejana debe estar bastaaante lejos. Relativamente, claro, porque la Galaxia más cercana es Andrómeda y se encuentra a unos dos millones de añoz luz de distancia, puffff. Pero es que los astrónomos creen que existen unos 500 mil millones de galaxias. Seguro que a alguna de esas no se puede ir a pie. Se estima que el tamaño del Universo es de unos 93.000 millones de años luz, que es una cantidad que no podemos acercarnos a imaginar.

Si hacemos un gran esfuerzo mental podemos concluir que somos muuuy pequeños. Si procuramos ser conscientes de nuestro tamaño real dentro del Universo reflexionando un rato, por contra, concluiremos que somos tan insignificantes como Nada. Si la Tierra fuese el Universo, este planeta no sería ni siquiera un grano de arena de playa. Es difícil de imaginar.

La Tierra. De cada 100 personas que habitan en el mundo, 61 viven en Asia, 14 en África, 11 en Europa, 9 en América Latina, 5 en América del Norte y menos de una persona en Oceanía. Además, 16 viven en pobreza extrema (menos de un dólar al día), 28 no tienen acceso a agua potable, 30 padecen anemia, 13 son analfabetos y 76 no son usuarios de internet, por poner un ejemplo (obviamente, estos datos no son excluyentes).

Si hacemos un esfuerzo mental, y pensamos que tenemos la nevera alimentándose de la corriente eléctrica junto a un grifo por el que sale agua potable mientras leemos estas líneas en internet, podemos concluir que somos muuuy afortunados.

¿Insignificantes y afortunados? No lo sé, porque me sigue preocupando que la gasolina cueste 1,09 en vez de 1,02 y que me tengo que cortar el pelo este fin de semana sin falta.

Entretanto Cristiano Ronaldo ha sido presentado hoy ante el clamor de 80.000 personas ilusionadas por un trozo de cuero que entra alguna vez entre tres palos. Cosas de la insignificancia y de la fortuna.

Entendimiento

Yo te entiendo. Es por eso que te alejas de mí, para esconder tus fragilidades. Sé que tienes miedo de que alguien pueda desnudarte y mostrar tus entrañas, más que nada por pudor moral. Es evidente que huyes de ti misma, que temes aprenderte y descubrir nuevos defectos que enturbien tu pulcra personalidad. No es que me parezca reprobable tu conducta, que también, sino que me provoca una inmensa pena ver cómo escapas a tus miserias. Eres muchas virtudes y un puñado de sombras, pero precisamente son éstas las que dibujan tu contorno en la noche. No tengas miedo y afronta la noche. Yo te entiendo, es por eso que debes acercarte a mí, juntos podemos jugar a ensalzar deficiencias y a familiarizarnos con ellas.

Cuando terminó su parlamento, ella lloraba. La abrazó.

Tiempo embotellado

Para él, como para Saint-Exúpery, el tiempo no era un reloj que consume su arena, sino un cosechador que ata su gavilla. En su opinión, el tiempo ponía a cada uno en su sitio y si uno ocupaba el propio, cual cigarra, en retozar y tocar la mandolina, ya vendría el tío Paco con las rebajas. Por eso, porque no hay que dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy, él consagraba su preciado tiempo a su trabajo, origen de satisfacción personal y calmante de la conciencia. Obviamente, se levantaba no después de las seis, que a quién madruga Dios le ayuda. Leía con ansiedad la prensa, como si la página siguiente fuese a ser más emocionante que la presente, mientras devoraba un desayuno copioso preparado con gran mimo por su mujer.

En cierto modo recordaba al viejo profesor Isak Borg de las imprescindibles Fresas Salvajes de Bergman. Luego, ya en el trabajo, luchaba con ahínco en medir que su productividad se acercase al 100% y si no era así, continuaba trabajando hasta quedar rendido. No fueron pocas las veces que tuvo que ir su mujer a su laboratorio para rescatarlo. Vivía completamente absorto en su trabajo, tanto que era común que olvidase comer e, incluso, dormir. Y si dormía, lo hacía sin implicarse en el descanso.

De pequeño, un profesor le espetó amenazante «esfuérzate, muchacho, si no se acaba bajo las ruedas y vaya si se aplicó el consejo. Es probable, qué casualidad, que Bajo las ruedas, de Hermann Hesse, nunca cayese en sus manos; aunque también es probable que, de haberlo leído, hubiese opinado «¡qué mamarrachada!».

Mientras tanto, si alguna vez disponía de unos minutos, los guardaba en un pequeño cofrecito que en su noviazgo le regaló su santa mujer. De la misma forma que algunos se empeñan sumar céntimos en una hucha con la aspiración de llegar a ser ricos, él anotaba en un trozito de hoja el número de minutos que le sobraban ese día y lo introducía en el cofre. Obviamente, había sido idea de su otra vez santa mujer. Él al principio refunfuñaba, pero pronto se acostumbró. El pacto establecía que los minutos del cofre le corresponderían a su mujer, que podría sacar los papelitos y pedir cuentas pendientes. Mientras tanto, esos minutos él los podía invertir a su antojo, y así lo hacía: aprovechaba para avanzar trabajo. Siempre había tajo abierto.

Un día su mujer abrió el cofre con intención de cobrarse la deuda, sin ninguna mala intención, más bien con una infinita comprensión después de mucho tiempo cultivando su paciencia. No quiso decirme qué ponía en los papelitos.

La farsa de la investigación (I. Prejuicios)

Hace años, dos psicólogos, Peters y Ceci, hicieron un escandaloso experimento. Seleccionaron doce artículos publicados en doce famosas revistas de psicología, escritos por miembros de los diez departamentos de psicología más prestigiosos de Estados Unidos. Cambiaron los nombres de los autores por otros inventados, los situaron en universidades imaginarias, como Centro de los Tres Valles para el Potencial Humano, y cosas así, y mandaron los articulo a las mismas revistas que los habían publicado. Sólo tres reconocieron los textos. lo peor es que ocho de los nueve articulos restantes fueron rechazados por las mismas revistas que los habían publicado antes. Los asesores y los editores que los leyeron afirmaron que el articulo no reunía méritos para su publicación (Peters, D.R., y Ceci S.J., “Peer-review practices of learned journals: the fate of published articles submitted again”, Behavioural and Brain Science, 5, 1982). Esto demuestra que la procedencia del trabajo, la universidad a que pertenecen los investigadores, determina su evaluación, como saben muy bien muchas universidades no anglófonas.

[José Antonio Marina, La inteligencia fracasada]