Juez midiendo que la pala es reglamentaria.
«Though she needs you more than she loves you».
[The Smiths, I know its over]
«Lola Xica se pasó una semana llorando, pero salía de su cuarto disimulando con mucha habilidad el disgusto que tenía, que debía de ser inmenso. Tardé muchos años en saber por qué lloraba, pero lo que descubrí en aquel momento fue que algunos sinsabores podían durar una semana entera, y me dio un poco de miedo la vida.»
Hay autores que escriben y luego da tanta envidia leerlos que casi compensa obviarlos. Compensa si lo piensas, pero luego en segunda instancia uno no puede -ni debe- resistirse a descubrir esos encadenamientos de palabras comunes en un orden tan mágico que, sin saber por qué, emocionan. Esa cita es de «Yo confieso», un noveloncio de más de 800 págs de un catalán llamado Jaume Cabré escrita en forma de confesión en primera persona y orientada de una forma caótica e innovadora.
El sheriff Carson, por ejemplo, es un personaje que «vive» sus aventuras y no es más que un vaquero de juguete que convive con caballos de plástico e indios de diez centímetros como Águila Negra. Igual que en la vida y en el gintonic, los sabores se mezclan y crean unos ambientes únicos. Si por algo tuviese que definir a Cabré sería precisamente por tener voz propia, que es una cosa que no se ve y parece fácil pero que, a la larga, se siente.
Como Houellebecq, el de «El mapa y el territorio», cuyo libro me recordó la famosa cita de «2666»: “un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”. Una novela en la que el protagonista se dedica a pintar cuadros y, en un momento dado, gana 30 millones de euros por sus ventas en una exposición. Así, tan sencillo, tú pones en una frase que tu protagonista ha ganado 30 millones y ya tienes al lector pensando que qué maravilla tantos ceros y tanto dinero a mano. Carlos Slim creo que compra un cuadro en el libro, que es tan cool que incluso el autor se mete como personaje, a lo Unamuno, pero en moderno. Y Houellebecq describe a Houellebecq y se tiende una broma macabra a sí mismo hasta que termina diciendo que «por el momento la nada sólo engendraba la nada.»
Houellebecq comprende y hace comprender que la vida es difícil, que no todos somos guapos y que hay gente que se emborracha y pega a su mujer y traiciona a su compañero de trabajo para conducirlo al fracaso. Y hay faltas de ortografía, vehículos que no siguen el trazado del asfalto, muchos deseos gris oscuro, muchos. Cabré también dice que la vida da miedo, y es lo mismo.
Mientras, la gente va escribiendo en blogs o en cursos literarios de media tarde para aprender a decir que una manzana es roja cuando lo importante no es el color sino la luz que incide en la manzana o que un sentimiento de amor era tan fuerte que le bailaba el intestino delgado a través de todos los órganos internos. El amor, a la postre, es la casquería revuelta.
Otros no escriben y se lanzan a la calle, a seguir tensando la cuerda en la lucha por una definición social: qué es derecho y qué es privilegio, qué es deber y qué es esquilme. Esa delicada línea divisoria que cada uno tiende a dibujar en beneficio propio porque a todos nos interesa caer siempre de pie como los gatos. Aunque al llegar a casa da igual que sea de noche; lloras cuando acuestas a tu hijo y te pregunta «mamá, ¿qué es lo que comen las brujas?» mientras recuerdas que «leche, galletas y a ti, corazón.»
Las brujas son del gremio de las grandes revoluciones y de las grandes pasiones, pero es que cualquier pasión es una enfermedad, como correr maratones sin ir a ningún sitio, jugar varias horas diarias al ping-pong o ensayar con el oboe ocho horas diarias. Pero entonces el amor o es casquería o es enfermedad o es un elefante maduro al que le han cortado el cuerno de marfil para subastarlo al mejor postor.