Pregoneras y Patriotismos

Crestería & Farola

Sueño que estoy andando
por un puente y que la acera (mira, mira, mira, mira)
cuanto más quiero cruzarlo
más se mueve y tambalea.

[Malamente, Rosalía]

Un alcalde de un pueblo vecino se quejaba, de forma casi infantil y con el respaldo de su mujer, de que a los demás alcaldes les interesaba hacer acto de presencia en «los pueblos grandes» pero al suyo no se acercaba ninguna autoridad en sus fiestas patronales y se sentía abandonado y ninguneado. Como sea que entre mis mil y un defectos se cuenta el de sentir compasión por la pena cuando viene originada por un sincero sentimiento de inferioridad y desamparo, decidí acompañar junto a mi familia a Fernando en su acto de coronación y pregón a San Benito Abad. A él y a sus 69 habitantes según el INE, que son 48 reales contados uno a uno por un concejal en mi presencia; el concejal ronda la cincuentena y remarca con triste orgullo que es el «duodécimo más joven del pueblo».

Al llegar, Fernando nos presentó a la pregonera de fiestas, oriunda del lugar, en la treintena, sacrificada a unos innegablemente incómodos zapatos de tacón y exteriorizando tensión, nervios e ilusión. Pensé en qué podría decir de su pueblo, sin un pasado glorioso que evocar ni un futuro brillante del que presumir; un pueblo cuya mayor singularidad consiste en tener dos pequeños cerritos idénticos tras el núcleo urbano conocidos popularmente como «las tetas de Monreal«. Hace poco el alcalde confesó que aspira esta legislatura a comprar «las tetas».

Ya en el escenario Cristina brindó una alocución contundente en forma y fondo. Centró su discurso en torno a su infancia, a su vida en el pueblo, a su familia y amigos, a los numerosos vecinos fallecidos este año que duelen individualmente y horadan sin piedad el oscuro futuro de Monreal. Sin retórica difusa ni complejos lastimeros pregonó una profunda y emotiva declaración de amor al lugar que la vio crecer, con sus lágrimas, su orgullo y sus vivas como punto y final.

Ajeno a los sentimientos y emociones que el discurso afloró en el auditorio local por una evidente carencia de contexto, me descubrí conmovido por un pensamiento paralelo: Cristina me acababa de abofetear con una rotunda lección de humildad mostrando que su pueblo no era menos que ningún otro que tuviese más habitantes, un pasado más célebre, más personajes ilustres o un entorno más atractivo. La pregonera, en su desnudo alegato de cariño a Monreal, desbordaba autenticidad y un cariño específicamente enfocado a «su» lugar y «su» gente, su pequeño lugar común y su gente humilde. Tan simple y evidente que casi da incluso vergüenza relatarlo, ¿quién si no tú va a querer a tu gente y tu sitio en el mundo? ¿acaso alguien quiere menos a su vecino por no ser astronauta o estima menos su infancia por no crecer en una ciudad patrimonio de la humanidad?

En esas andaba divagando cuando me vinieron a la mente aleatorias instantáneas de dos viajes recientes; unas imágenes de un blanco y húmedo pueblo costero de pescadores de una isla balear y otras de un espectacular pueblecito vasco verde en sus cuatro costados en la frontera entre Guipúzcoa y Navarra. El camarero balear de nuestro restaurante de confianza esos días confesaba con satisfacción que trabajaba seis meses en hostelería para luego disfrutar de otros seis de salir al mar con su hijo todos los días. La casera vasca de nuestro alojamiento rural presumía de caserío del siglo XVI en el que las vigas de madera del gran salón diáfano se asentaban sobre la roca natural del enclave y mostraba los retratos de antepasados que allí mismo habían llevado a cabo sus vidas.

Y así fue cómo un joven camarero de temporada, una cariñosa vasca y una pregonera manchega acabaron encontrándose sin saberlo y sin conocerse en un mismo sentimiento de noble orgullo emergido por su casual habitación geográfica. A eso se le suele llamar patriotismo y, aunque sea un concepto que viene untado por connotaciones peyorativas, considero elemental la sensibilidad individual del agradecimiento y el aprecio a nuestro lugar en el mundo. Camilo José Cela lo resumió en un aforismo: «el nacionalista cree que el lugar donde nació es el mejor lugar del mundo; y eso no es cierto. El patriota cree que el lugar donde nació se merece todo el amor del mundo; y eso sí es cierto.»

Huelga recordar que cada vida es irrepetible, y el patriotismo conforma una de las vigas en las que se sustenta esa unicidad. La singularidad que viene del chopo tronchado en el que te rompiste el brazo, del bar del primer beso y de la iglesia de tu primera comunión, de las casas en las que cantas villancicos cada Nochebuena, del banco de tus mejores botellones y del césped de las resacas del verano, de la arena de tus mejores goles, de la cuesta de tus mayores sudores y de la esquina de tu artesanal cabaña. Y eso sin un mar Mediterráneo bañando la Pesquera ni un frondoso bosque en el cerro de los Molinos.

Lo Rural

Mirando al campo desde ventanas inesperadas
Mirando «lo rural» desde ventanas inesperadas.

Estáis aquí, estáis aquí,
en Buenos Aires y en Berlín.
Estáis callados pero sé que estáis aquí.

[Estáis Aquí, Sidonie]

Hace unos días me propusieron participar en una mesa redonda acerca del reto demográfico (enfocado desde el punto de vista político) en la provincia de Cuenca. Puesto que la despoblación encabeza mis preocupaciones a nivel político (y casi personal), decidí aceptar la invitación aunque mi perspectiva sea moderadamente pesimista y mi aportación probablemente reiterativa.

De un tiempo a esta parte estamos asistiendo a una vorágine de literatura acerca de las zonas rurales de la península y su despoblación, la España vacía, la Laponia del Sur, la Meseta desierta. Tan abrumadora es la presencia en la actualidad de la dispersión poblacional que no entiendo cómo las grandes recetas de los gurús no han desembocado en que tengamos que construir un hospital, una casa de apuestas y una universidad en el pueblo. Miento, sí lo entiendo, por dos motivos, el primero porque se trata de un problema muy complejo, de difícil diagnóstico y más difícil remedio, y el segundo porque mucha de la literatura que se está generando aspira a una premeditada apropiación de «lo rural» con ánimo de lucro y afán de comercialización de románticos conceptos como «el pueblo» y «el campo».

Según la RAE la despoblación se define de forma tan dramática como “reducir a yermo y desierto lo que estaba habitado”. Estéril. Desierto. Muerto.

La provincia de Cuenca se presenta como el arquetipo de región despoblada, puesto que contiene 206 pueblos con menos de mil habitantes (de un total de 238 municipios y doscientos mil habitantes, un cuarto del total en la capital). Y me resulta paradójico que la prensa cite modelos de éxito que imitar como el de las Highlands de Escocia, como si tuviese algo que ver un escocés con un vecino de Villar de Domingo García o de Villaverde y Pasaconsol (quién le pondría nombre).

Acotando más el entorno, Villaescusa de Haro cuenta con alrededor de medio millar de habitantes (según el INE, señor que nunca ha venido a contarlos), situado como el 61º de los 238, encabezando el segundo cuartil. No obstante, la cifra es engañosa porque se encuentra en un frágil equilibrio asomado al abismo desde el momento en el que se tuvo que cerrar el colegio local en septiembre de este mismo curso. Dos datos que corroboran esta mala salud: solo hay dos niños nacidos desde el 2010 (¡en ocho años!) que viven en el pueblo, uno de ellos mi hijo, y no llegan a 70 personas las menores de 40 años. Imaginad la pirámide (sic) poblacional, una nítida peonza girando precariamente sobre su punta. Huelga decir que cada vez hay más población estacional y menos población fija.

Síntoma de decadencia
Síntomas de decadencia y abandono.

Personalmente no soy partidario del intervencionismo artificial que intenta aumentar la población con medidas puntuales que a la larga no consolidan población, si acaso alguna familia que trae más problemas que hijos. Esas propuestas con una pizca de suerte y mucha buena voluntad sirven para salir en la tele, como el alcalde de Chumillas en Salvados, pero no para garantizar un futuro estable.

En el diagnóstico de los motivos de la despoblación se repiten insistentemente las mismas hipótesis, que permiten abrir difusas y genéricas líneas de trabajo para paliar sus consecuencias:

  • La falta de servicios públicos y la necesidad de garantizar el acceso a los mismos en igualdad de condiciones. Si bien jamás en la historia los pueblos han tenido a su disposición tal cantidad y calidad de servicios públicos, y aún así se siguen desangrando.
  • La necesidad de fondos públicos e inversiones que prioricen a las zonas rurales; aunque desde la Unión Europea se han invertido millones de euros con programas de cohesión (FEDER, LEADER, etc) y se sigue perdiendo población.
  • Las políticas estatales de aglomeración. Supongo que es más barato y sencillo gestionar una multitud bien juntita; aunque deberían ser conscientes algunos políticos de que esto no es un problema que nos afecta solo a nosotros, sino a todos, porque la desertización conlleva la desvertebración de la sociedad española y de su propio territorio.
  • La necesidad de un régimen fiscal reducido específico para empresas y vecinos de municipios pequeños. Como Canarias, pero rodeados de tierra en vez de agua.
  • La necesidad de crear puestos de trabajo como elemento clave para fijar población, favoreciendo la creación de empresas de sectores vinculados al mundo rural y mimando a lo que llaman en Bruselas «los campeones ocultos», que son aquellos emprendedores con potencial de los que se debe conseguir explotar sus virtudes.
  • Revertir el esquema tipo de población rural: envejecida, abundancia de solteros/as y familias mucho menos numerosas que las de generaciones anteriores. En este sentido se debe valorar muy positivamente la labor de los inmigrantes que se establecen en núcleos de población pequeños.
  • Fomentar el uso de las TIC y conseguir que todos los rincones puedan disponer de acceso de calidad a Internet para favorecer el trabajo a distancia dado que cada vez son más las profesiones que se pueden desempeñar de forma ubicua (en mi caso personal, gracias al teletrabajo puedo vivir junto a mi familia en mi pueblo).

Centinela de la nada
Centinela de la nada.

No obstante, más allá de esas líneas de trabajo tangibles y de políticas intervencionistas, considero que el factor anímico y psicológico es primordial para entender el fenómeno. En ocasiones pienso que algunos pueblos prefieren morir, abandonarse a su suerte y no ser incordiados en su decadencia; como enfermos terminales que ansían su fin, desahuciados y desesperados, o como tozudos e imperturbables vecinos que aspiran a ejecutar nuevos planes siguiendo idénticas estrategias.

Una veterana ex-eurodiputada muy concienciada con el asunto incidió en su ponencia en el peligro de la incertidumbre, el miedo que paraliza y favorece la emigración urbanita. Incertidumbre a realizar una inversión, incertidumbre ante el turismo que se desconoce si llegará, incertidumbre ante la potencial supresión de servicios públicos, incertidumbre ante un futuro difuso y claramente gris oscuro. El miedo es un factor determinante en la despoblación de hoy más que en décadas pasadas.

Por último, también a nivel psicológico y educativo, en la conciencia de muchos jóvenes subyace la idea de que vivir en un pueblo supone un fracaso. Se percibe un nítido complejo de inferioridad y de falta de orgullo por la patria, quizá alimentado por factores externos como la imagen que se sigue proyectando -paradójicamente- hoy día del mundo rural. Falta, en ciertos casos, orgullo, ilusión y autoestima por vivir y dar vida en un pueblo.

No hablo de terceros, sino de casos que vivo en primera persona y que, por supuesto, no juzgo porque cada uno tiene unas circunstancias y toma libremente unas decisiones que lo deben encaminar a buscar su lugar en el mundo. Resulta triste sufrirlo, máxime cuando a día de hoy se podría medir con parámetros objetivos la buena calidad de vida en el pueblo sin necesidad de recurrir a rancios conceptos románticos ni a anacrónicos beatus ille.

Ajenos a esa corriente de frustración, no somos pocos los que consideramos impagable el pan del horno local, con su olor a infancia y su sabor a siempre, y las verduras y hortalizas de huertas comarcales. O la sensación de libertad y sosiego al salir a pasear cual canguro por pistas, caminos y sendas bien conocidas y, todavía, asombro al tropezar con zorros, jabalíes o lechuzas. El bienestar tranquilo de ser consciente de que hay tiempo para todo -el trabajo, la familia, las relaciones sociales y las aficiones personales- sin atropellarse.

Ayer di un paseo para hacer las fotos que ilustran el post y coincidí con un pre-adolescente que estaba jugando solo al baloncesto. Ese es el problema.

Common People (vol. El ojo de Bono)

Tres Anuncios en las afueras

But still you’ll never get it right,
‘cause when you’re laid in bed at night,
watching roaches climb the wall,
if you called your Dad he could stop it all.

[Common People, Pulp]

Supongo que los políticos también son common people like you, aunque unas veces su zafiedaz otras su carisma u otras su zalamería nos hipnotizen y o asqueen hasta parámetros insospechados. Resulta harto complicado abstraerse de su imagen pública -quizá mérito intencionado de sus gabinetes propagandísticos- e imaginar a Oriol Junqueras jugando una pachanga de central en la cárcel de Estremera (y lesionando a un atracador de bancos).

Imagino a Rajoy en un despacho de Moncloa identificado como usuario anónimo, «gabioto_55», en un chat de diario deportivo comentando partidos de narración online y escribiendo «puto árbitro, menudo penalti se ha tragao» o «Ramos oh mi capitán eres el puto amo, machaca a los ingleses» mientras le burbujea la saliva en las comisuras de los labios.

Imagino a Irene Montero excitada elaborando su argumentación en defensa de su uso incorrecto del lenguaje con la palabra «portavoza» antes de exponerlo en la sesión del Congreso. Y que por la cabeza le ronden pensamientos como que «portavocía» es femenino, vaya, había sido una alternativa, pero no habría llamado la atención porque no es discriminatorio, y España, España también es femenino porque termina en «a», así que nuestro país es chica y lleva falda, qué cosas, y todo lo que significa nuestro país también termina en a: España es insolidaria, es machista, es hipócrita, es envidiosa. ¿Y por qué la «a» es femenina si tiene rabito y no es femenina la «o»? ¿Por qué no hablamos de Españo?

Imagino a la señora Angela Merkel bajándose las bragas en el baño de un hotel en el que ha ofrecido un desayuno informativo a la prensa, estreñida, bisbiseando en alemán por su inesperado infortunio y maldiciendo a la corresponsal del Frankfurter Allgemeine Zeitung que casualmente aprovecha en ese instante para acicalarse frente al espejo del aseo.

Imagino a Pablo Iglesias en su sofá, con un chándal viejo y el pelo mojado, leyendo a Bolaño y tropezándose con el párrafo «Las mujeres son putas asesinas, son monos ateridos de frío que contemplan el horizonte desde un árbol enfermo, son princesas que te buscan en la oscuridad, llorando, indagando las palabras que nunca podrán decir. En el equívoco vivimos y planeamos nuestros ciclos de vida». Y después sentirse sucio y mirar a los lados de forma inocente para comprobar que nadie lo haya sorprendido leyendo indecencias.

Imagino a José Bono acompañando a su padre a la consulta del médico a revisión de una operación de cataratas. Y allí, los dos sentados esperando su turno, él agacha la cabeza para diluirse discretamente entre los pacientes mientras consulta la previsión del tiempo para el fin de semana que viene en el móvil; tiene intención de subir a esquiar. Otro paciente abre una ventana y fuera el tiempo es tan ventoso que arrastra polvo, hojas y minúsculas partículas al interior de la sala de espera. Una diminuta astilla y o piedrecita salta al ojo de Bono, redondo, grande, respingón y, ahora, lloroso. El ojo, enrojecido y húmedo, sufre frotes desesperados por parte de su propietario, sin mucho éxito, porque la minúsucula astilla se ha cobijado cómodamente entre el párpado y el globo ocular. La enfermera abre la puerta para hacer el llamamiento a José Bono padre pero cuando ambos se levantan los mira sin saber quién será el paciente, si el viejo o el llorón.

La ira siempre engendra más ira

Tres Anuncios en las afueras

Pequeña de las dudas infinitas,
aquí estaré esperando mientras viva.
No dejes que todo esto quede en nada
porque ahora estés asustada.

[De las dudas infinitas, Supersubmarina]

Algunos tienen la malísima costumbre de preguntarte al salir del cine qué te ha parecido la peli. ¿Te he preguntado yo acaso qué tal te ha sentado el cocido antes de terminar el postre? ¿Tan ágiles son tus engranajes mentales para extraer conclusiones durante los títulos de crédito finales? Debes ser de esos que dicen que esa película la han visto y se saben de qué va y entonces ya no tiene más interés.

Habíamos pagado diez euros por ver Tres anuncios en las afueras en el cine el día de su estreno en España. No por ansia cinéfila sino por casualidad -el estreno- y descarte -menuda cartelera-. Y si bien las expectativas iniciales no eran altas, la asociación mental coste-precio nos empujaba a una desconfianza razonablemente pesimista.

Y sin embargo, desde entonces se me repiten periódicamente algunas escenas, como esa en la que un personaje chirriante recuerda que la ira siempre engendra más ira. Y, por supuesto, la escena final que, además de brindar un giro más que inesperado para los tiempos que corren, carga de sentido a toda la historia.

Tres anuncios en las afueras narra la lucha de una madre contra las autoridades locales por no haber cerrado con éxito y culpable la investigación por la desaparición, violación y muerte de su hija. En torno a ese guión se presenta un pueblo casi perdido, Ebbing, en el que se identifican características frecuentes en estas pequeñas localidades: disfunciones emocionales, comportamientos hiperbólicos, explosiones de furia desmedida, frustraciones perennes, inexistencia de empatía y comprensión, conductas autómatas, y muchas otras cosas de esas que de buen grado estudiarían muchos psicólogos y psiquiatras.

Y como toda la historia se circunscribe en ese remolino de disputas personales, adquiere un peso incuestionable la repetida frase de que la ira siempre engendra más ira. Por lo que he navegado por Wikiquote esa cita es de Ovidio. Confucio lo expresó como si te enfadas, piensa en las consecuencias. Aunque prefiero el refrán que recuerda que la ira acorta la vida.

No tengo nada más que añadir, Señoría.

In Nomine Patris

He pasado un buen rato gugleando infructuosamente para encabezar esta entrada con una viñeta humorística que me tropecé cuando era adolescente en una revista médica de mi madre (Jano, de Elsevier, no es una revista médica al uso, sino que combina medicina y humanidades). Si mi memoria no me falla más de quince años después, Forges firmaba la viñeta y en ella aparecía un niño que llegaba a casa con un caimán mastodóntico cogido de una correa a modo de mascota mientras su orgulloso padre exclamaba a su atónita madre: «desde pequeño siempre quise tener uno». Ahora que se aproxima la paternidad me acuerdo a todas horas de aquella viñeta que se me quedó grabada a fuego y que me sigue pareciendo la definición perfecta de la paternidad en su variante más peligrosa.

Otra. El jueves pasado un niño vestía camiseta del Atlético de Madrid, justo el día después de la cruel eliminación de los colchoneros, rendidos al embrujo de Karim Benzema en el Calderón. El triste niño pasó una nota en clase bajo cuerda a sus compañeros: «a partir de hoy soy del Madrid, no le digáis nada a mi padre». Lamer tu orgullo herido y tus complejos mediante la exposición a humillación de tu hijo se me antoja una rama poco sensata de educación paternal, supongo.

¿No acojona pensar en dirigir una educación para que tu hijo emule a Zinedine Zidane y tu hija a Virginia Woolf? ¿Se alimenta tu orgullo paternal de los éxitos y triunfos de tus retoños? ¿Si tu hijo es de los más torpes del equipo de balonmano y le cuesta aprobar incluso estudiando sentirás menos satisfacción y vanidad? ¿No vivimos una era de extrema obsesión con el modelado educativo de los hijos para que sean los más mejores y podamos exponerlos como trofeos, desligando al mismo tiempo la responsabilidad de ellos mismos como parte de su educación, sus aspiraciones y su descubrimiento del mundo? ¿No ve cada padre a su retoño como un proyecto de sí mismo en el que canalizar sus obsesiones y frustraciones ignorando conscientemente sus potenciales preferencias y mutilando su libertad? Podría plantear las mil cuestiones similares que me atormentan precisamente en este momento del feto en desarrollo pero lo único que puedo hacer es sentir un agradecimiento infinito por la educación que recibí ahora que me lo planteo como reto.

La vigilante y el dentífrico

Los Barruecos
Nidos de cigüeñas y caballos pastando en Los Barruecos.

En Viena hay diez muchachas,
un hombro donde solloza la muerte
y un bosque de palomas disecadas.
Hay un fragmento de la mañana
en el museo de la escarcha.
Hay un salón con mil ventanas.

[Pequeño Vals Vienés, Enrique Morente,
con letra de García Lorca y música de Leonard Cohen]

Se paseaba de un lado a otro de la sala con las manos en la espalda, como si estuviese esposada, lentamente, sin atender ni por un momento a las obras de arte que la rodeaban y que, no en vano, le daban de comer, para que digan que el arte no alimenta. Su misión consistía en que no robásemos el alma a susodichas obras, prohibido hacer fotografías, gracias, ni con cámara ni con teléfono. Paréntesis. En la Capilla Sixtina anuncian ¡por megafonía! de modo mecánico y periódico «no photo, no video», anulando el sobrecogimiento ante la maravilla de Miguel Ángel, ya maltrecho por la marabunta inevitable, para mí ha quedado desnuda de lo que la convierte en arte. Fin paréntesis. De vez en cuando la vigilante miraba al exterior por una ventana como el que se asoma a ver si llueve, obviando por completo la maravilla de la naturaleza que encuadraba el marco, Los Barruecos, Malpartida de Cáceres. Paréntesis. Aquí han rodado escenas de Juego de Tronos por lo atípico de un paisaje de oasis mágico, y doy fe que así parece. Fin paréntesis.

Como éramos los únicos visitantes, vigilaba mi cámara de fotos como si la fuese a desenfundar de un momento a otro y ¡pum! ¡catástrofe congelada! La sentía al acecho como si formase parte de la colección del Museo Vostell, por cierto muy recomendable; como sea que algunas de las originales obras de arte conceptual estaban planteadas para la interacción, no resultaba descabellado asignar a la vigilante -por su comportamiento- un valor artístico. Me la imaginaba en sueños susurrándome «zona de confort tu puta madre».

Una de las instalaciones consistía en una pequeña habitación con paredes llenas de lana (el edificio del museo fue en tiempos de la trashumancia un prestigioso lavadero de lanas) y con una aspiradora en el centro, conectada a la corriente, de tal forma que podías optar por recoger la lana, redistribuirla por las paredes, o limitarte a ser un mero observador de la instalación. La vigilante decidió por nosotros con su papel activo en la sala 2 del museo: la supremacía de la autoridad ante las gilipolleces del artista. Con perdón.

Conté un taquillero, dos vigilantes en la primera sala, otro vigilante en la entrada de la segunda sala y la vigilante-artista-omnipotente. Cinco personas para dos visitantes, a dos con cincuenta la entrada. Complicada rentabilidad. Indagando descubro que el museo ha recibido 47.376 visitantes en 2016, lo que equivale a casi mil visitantes a la semana. Que me perdonen los que hacen el recuento y los que venden esas cifras porque si un sábado soleado de mayo a media mañana pude contar un puñado de parejas en la cafetería del museo (en el propio museo no coincidimos con nadie) me cuesta admitir esa taquilla salvo que todos los colegios, institutos y jubilados de la provincia lo visiten anualmente.

Doy por hecho que un museo no nace para ser económicamente rentable y que su rendimiento se mide con otras varas. Es más, agradezco haber tenido la posibilidad de disfrutar con recogimiento y atención de las ideas vanguardista del alemán Wolf Vostell en ese mágico y remoto rincón de Extremadura. Tanto las obras como el enfoque y los materiales me remitían insistentemente a Adolfo y sus piezas. Descubro que a esta corriente se le conoce como Fluxus, aunque adentrarse en ese mundo es harina de otro costal. Desde la obra que da la bienvenida al visitante, Fiebre del Automóvil, un coche con elementos móviles rodeado de platos vacíos que plantea el abismo que separa el primer y el tercer mundo, el recorrido se presenta sugerente y reflexivo saltando entre diversas obsesiones y temáticas del artista. Como ni se podía hacer fotos ni se repartían folletos (la guía era un folio plastificado que tenías que devolver al finalizar el recorrido) no guardo recuerdos en soporte físico, pero he memorizado dos frases muy significativas del autor: «son las cosas que no conocéis las que cambiarán vuestra vida» y «la mayor obra de arte del hombre es la paz».

Tanto el entorno natural de Los Barruecos como el arte contemporáneo del museo Vostell ensancharon nuestro estrecho conocimiento del mundo este sábado aunque Wolf Vostell tampoco ha resuelto mi dilema metafísico vital: por qué no venden dentífricos -bonita palabra- de medio kilo para no tener que luchar con tanta frecuencia contra el cuello de los envases.

Obstinada Imaginación Húmeda

Hace ya tiempo me tropecé con un párrafo de Vila-Matas en, reconozco, el único libro que de él he leído y que ni recuerdo cómo se titulaba. Creo que llevaba «París» en el nombre, resultaría sencillo identificarlo gracias a google. Creo recordar que no me entusiasmó pero este fragmento premia de por sí mi admiración por el controvertido catalán. El párrafo en cuestión se me repite frecuentemente como una larga sobremesa de bocadillo de chorizo:

«Desde luego, es más bien complicado ser joven, aunque eso no implica ni muchísimo menos que uno deba andar desesperado. Claro que la madurez tampoco es que sea una maravilla. En la madurez conoces la ironía, sí. Pero ya no eres joven y la única posibilidad que te queda de serlo un poco estriba en resistir, no renunciar demasiado, con el paso del tiempo, a aquella húmeda imaginación del arcón de Neauphle-le-Chateau. Sólo te queda resistir, no ser como aquellos que, a medida que la intensidad de su imaginación juvenil va decayendo, se acomodan a la realidad y se angustian el resto de su vida. Sólo te queda tratar de ser de los más obstinados, mantener la fe en la imaginación durante más tiempo que otros.»

La España Vacía

Sin título

Tierra de conquistadores,
no nos quedan más cojones,
pues si no quieres irte lejos,
te quedarás sin pellejo.

[Extremaydura, Extremoduro]

Es cómodo esperar a que llegue la Navidad para que críticos y escritores publiquen sus listas de lo mejor del año que finaliza y así no errar en los regalos navideños. Con el paso de los años resulta relativamente sencillo inferir, a partir de una breve reseña de esos libros top, los que merecen la pena de los que son productos puramente comerciales y de los que tratan asuntos ajenos a mis inquietudes. Hace unos días revisé las lecturas que habría lamentado perderme en 2016 de Enric González, con lo que me remití al genial artículo En la España sin nadie de Antonio Muñoz Molina. Y así, sin más retórica, decidí regalarme «La España vacía».

«La España vacía: viaje por un país que nunca fue» es un extraordinario ensayo de Sergio del Molino (Madrid, 1979, 37 años) que estudia el éxodo a las ciudades, sobre todo el fenómeno producido entre los años 50 y 70 al que llama «El Gran Trauma», y las consecuencias del vaciamiento de gran parte del interior de la península. Sin ir más lejos, recomiendo echar un vistazo a este gráfico de la evolución de la población en Villaescusa de Haro, donde se ilustra con triste clarividencia el gran trauma.

Sergio del Molino describe con tremenda sensibilidad el desamparo del interior de la península afectado por la despoblación, una región mesetaria sin mar ni playa que ocupa más de la mitad de la superficie de España y, por contra, solo cuenta con el 15% de la población. Junto a Laponia y el norte de Suecia, la tercera región más deshabitada de Europa. A través de un lenguaje preciso y literario y desde una mirada atenta, didáctica y sensible, analiza un fenómeno que incide en el carácter español de forma muy notable, desde nuestra asepsia patriótica hasta nuestros vínculos familiares.

En cualquier caso, no es intención del autor limitarse al éxodo franquista, sobre todo porque es consciente de que «la confrontación entre una España rural y una España urbana es anterior a la revolución industrial y a cualquier éxodo campesino». De hecho, subraya que «hay una corriente de fondo que observa el campo como un espacio salvaje. La civilización frente a la barbarie». Sin ánimo de ofensa, el escritor relata algunos de los episodios de la España negra, miserable y bárbara como Fago o Puerto Hurraco: «pienso en las historias de violencia que todas las comunidades pequeñas contienen. Los odios de siglos, las rencillas que el roce y la moral de vía estrecha acentúan, el aburrimiento. Todo se reduce a una cuestión de heterofobia«. Concluye que la falta de estímulos sensoriales provoca efectos devastadores sobre los individuos y propicia la aparición de trastornos mentales. En el entorno hermético y diminuto del pueblo, las tensiones y disputas se magnifican hasta niveles insoportables.

Se incide en el paisaje y el concepto de mar de tierra, imagen ampliamente utilizada en la literatura española. Como si los habitantes de estas latitudes fuésemos marineros cuasi náufragos, «campesinos pobres desperdigados por una meseta de clima hostil». Subraya que en esta relación, los pobres, cuando consiguen contarse a sí mismos, escoran el punto de vista hacia la dignidad, el esfuerzo y la honradez.

Del Molino huye del elogio de aldea (beatus ille) para mostrar con desnuda crueldad la desesperanza de la vida rural y el abandono político de nuestro campo. Por mi posición política y mi actitud vital no me quedó más remedio que aplaudir las atinadas observaciones del joven escritor, cruelmente sinceras, tras la lectura de algunos párrafos. Y eso que advierte que «no pertenezco al lugar y tiendo a idealizarlo, a caricaturizarlo o a explotar su pintoresquismo». Más aún: «es muy difícil viajar a la España vacía sin la aprensión del explorador de lo exótico o sin la ilusión del misionero que va a salvar a los indios». Lejos de esas premisas, se ha de reconocer una exhaustiva labor de investigación que salta entre referencias a Bauman y Muchachada Nui, a Lipovetsky y Extremoduro, al teatro de la Barraca de Lorca y Amanece que no es poco. Todo junto en un ejercicio casi de autopsia de un país.

Al final, en palabras del autor, la España vacía resulta ser un mapa imaginario, un territorio literario, un estado (no siempre alterado) de la conciencia; un frasco de las esencias que, aunque esté casi vacío, conserva perfumes porque se ha sellado muy bien. Fueron muchas las familias que emigraron a la periferia de las ciudades en los años ya citados pero que siguen teniendo el pueblo como referencia nostálgica, aunque Del Molino recuerde que «la nostalgia es una expresión suave y resignada del miedo». Al fin y al cabo, aunque los pueblos se vacían, «existir en la memoria es una de las formas más poderosas de existencia que conocen los humanos».

***

Compré «La España vacía» desde un rincón conquense de esa España vacía en las que las carreteras se hacen para huir y no para venir. Amazon me lo envió en apenas dos días; el transportista de Seur ya conoce el camino a casa. Pienso en lo díficil que me resulta creer ciertos capítulos del libro, aunque en realidad creo que acierta Sergio del Molino en sus apreciaciones al respecto de la vida rural, si bien notablemente más matizadas y suavizadas de lo que la literatura le exige.

Intento identificar los inconvenientes que tiene vivir en la desértica meseta. Hace mucho frío en invierno. No hay mercadona. Solo hay un bar abierto cuando salgo del trabajo. El cine está a media hora y el aeropuerto a hora y media. Ayer rompí las cuerdas de la raqueta jugando al frontón y tendré que recorrer más de veinte kilómetros para encordar de nuevo la raqueta.