MAMOCU, un infierno consentido

La expresión «poner a alguien mirando pa’ Cuenca» cobra esplendoroso significado en la MAMOCU, carrera de montaña en la que los simpáticos diseñadores del recorrido trazan un circuito que asciende a todos los cerros, numerosos y escarpados, que rodean la ciudad de Cuenca. No sé si con ánimo de invitar al corredor a contemplar la belleza de esta capital Patrimonio de la Humanidad desde todas las perspectivas posibles o más bien, sospecho, con intención de colocar al atleta en posición favorable para la penetración anal. Algo de eso sentimos.

Poco amigo de competiciones de media y larga distancia consciente, sobre todo, de los perjuicios para articulaciones y tendones, me atreví el pasado domingo excepcionalmente con la MAratón de MOntaña de CUenca, a la postre Campeonato Regional de Carreras de Montaña. En concreto, nos lanzamos al reto de la media maratón, medida en más de veintidós kilómetros y medio aquí en Cuenca (no porque lo diga el GPS, que también, sino porque así se informaba ya en el track de la organización). Mi anterior media maratón fue en 2009 en Valencia, más corta, más joven y liviano, clima agradable, nulo desnivel, muchas chicas; supongo que sería como comparar un churro con un botellín. Desde aquel día hasta este domingo nunca me había dado por correr más de una hora, me remito para ello al principio de este párrafo.

Con una hora robada al sueño y al descanso, y después de una semana aliñada con un eficaz virus gastrointestinal, tres inocentes villaescuseros nos presentamos bajo el nublado cielo conquense. Recogimos la bolsa del corredor, impoluta y sin tontunas de relleno, lo que es de agradecer: un bonito buff multicolor conmemorativo de la prueba y un práctico chaleco cortavientos.

Cuando, en la salida, miramos a nuestro alrededor nos sentimos marginados. Desde que empecé a trotar por los alrededores del pueblo en 1999 (sí, no sé por qué motivo pero la selectiva memoria recuerda mi primera salida con el buen tiempo después de una tarde de estudio en aquella época en la que no existían el running ni el jogging, a lo sumo el footing) siempre he corrido con zapatillas, pantalón y camiseta, más sudadera y guantes en invierno. Y así también mis dos compañeros. Confesemos, no obstante, que los últimos meses hemos paseado el teléfono para medir tiempo y distancia. Pero allí, en la línea de salida, escuchando a un speaker que arengaba más que animar, tropezamos con una pujante raza atlética: el corredor de montaña. Un ejemplar modelo de esta raza calza zapatillas de trail, usa medias compresoras para los gemelos, lleva mallas -cortas o largas- pero nunca pantalones de deporte, se sirve de una mochila o un cinturón de hidratación y casi siempre lleva gorra para el sol o cinta en la frente para el sudor. Espero que no se desprenda ningún cariz peyorativo de la descripción porque en realidad envidio esa capacidad de adaptación a la moda y esa tenaz obstinación en mimar los detalles del hato.

Desde que empiezo a correr pienso en el kilómetro en el que me voy a retirar. Las piernas me pesan desde los primeros metros, lo que achaco al virus de principios de semana. Nada más salir se sube el alto de la Guindalera: casi dos kilómetros de ascensión para un desnivel de unos 200 metros. Pienso que quizá hubiese sido más prudente inscribirse en la prueba de iniciación de 10K, al fin y al cabo es la primera vez que afronto una carrera de montaña. En lo alto, Km 4, estoy hecho polvo, así que pensar en otros cuatro picos y otros dieciocho kilómetros se me antoja sobrehumano. No porque la distancia y el desnivel supongan una gesta épica, sino por mi estado renqueante.

Los tres nos lanzamos al descenso desde la Guindalera hasta los pies del Júcar. Marcos ha bajado miles de veces estas sendas con la bici «a fuego» durante sus años de estudiante en la ciudad serrana, así que disfruta como enano saludando a todas las piedras del camino entre saltos. Mientras, Pablo y yo aprendemos una lección de perogrullo: los trails se corren con zapatillas de trail; en caso contrario es fácil resbalar pisando una piedra húmeda o una zona de barro y caer al suelo. No besamos el suelo durante el descenso de puro milagro. Intento levantar la vista y disfrutar de un paisaje espectacular, pero el cansancio y el miedo al tropiezo son muchísimo más poderosos que el mundo contemplativo.

Casi al final del descenso se bifurca la prueba para los de 22K y los de 10K. La tentación de tomar el camino más corto es poderosa, pero decido que es preferible retirarse cuando fallen las piernas antes que limitarse a lo fácil. Además, en la bifurcación nosotros seguimos descendiendo y los de 10K empiezan una pequeña ascensión, así que ante la duda, para abajo.

Estamos en la ribera del Júcar, en primavera, el ambiente es fresco y recorremos unos cientos de metros llanos, así que disfrutamos inocentemente sin saber que vamos al matadero, al puto abismo. El infierno está en el Km 8,5, donde se dibuja un ascenso perfecto desde el Júcar hasta el cerro San Cristóbal, una senda casi lineal y escarpada de unos 750 metros con una pendiente media del 33% y rampas del 50%. Algo así como subir un edificio de 80 plantas pero sin escaleras, intentando anclar el pie en la tierra para dar un paso más. Los corredores vamos en fila india, y dan ganas de agarrarse al tobillo del que te precede porque no puedes dar un paso más. Si lo das es por orgullo, por vergüenza, y por miedo a caerte hacia abajo y arrastrar como fichas de dominó a todos los demás. Solo miras los pies del de delante, para ir pisando en los mismos sitios y llevar la cabeza agachada para no mirar lo lejos que está la cima, en el cielo. Cada paso es un martirio que hay que rumiar y tomar la decisión de dar porque tu cuerpo, por sí mismo, sabio, no lo daría. Cuando quedan menos de 100 metros no puedo dar un paso más, tengo los gemelos completamente rígidos y con buen criterio me suplican una tregua. Me aparto de la fila, me siento y veo subir a los demás, entre ellos Marcos y Pablo. El descanso no dura más de quince segundos, que saben a gloria, y me incorporo otra vez a la fila para alcanzar la cima.

Arriba casi me atraganto bebiendo agua desesperadamente en el avituallamiento. Agua, aquarius, golosinas, plátano y lo que vea. No llevamos ni diez kilómetros y tengo las piernas petrificadas, va a ser una quimera que me aguanten mucho tiempo. Pero bueno, ahora toca un descenso hasta el Km 11, cuando se cruza por el puente de San Pablo, y aunque solo sea porque Inma va a estar ahí animando hay que hacer un gratificante sacrificio. Mientras descendemos, nos cruzamos con los líderes de la prueba de 22K, que ya vienen de vuelta por el Km 14 y subiendo, qué máquinas.

Abajo cruzamos el famoso puente de madera los tres al trote, mágicamente recuperados después de asomarnos al averno. Nos anima Inma, me paro a darle un beso, y también los padres de Marcos, entre nuestras pesadas y ruidosas pisadas por el vertiginoso puente. Desde ahí comienza una nueva ascensión al cerro del Socorro, por el parador nacional. Esta subida es más tendida (más de un kilómetro para menos de 200 metros de desnivel positivo) pero estoy tan cansado que, desde las primeras rampas, sopeso abandonar y bajar a encontrarme con Inma. Así Pablo y Marcos podrán ir a su ritmo y yo disfrutar de un merecido descanso. No sé por qué no me doy la vuelta, pero voy subiendo estación a estación por los monolitos del viacrucis que adornan la subida; sé que son catorce, que Jesús ya ha caído dos veces por el peso de la cruz y la Verónica le ha limpiado el rostro. Seguimos andando, en algunos tramos apoyando las manos en los muslos para ayudar a las piernas a dar la siguiente zancada.

En la cima llevamos 12,5 Km, poco más de la mitad de la prueba, así que ya he corrido más que los de 10K, he cumplido, puedo retirarme con la cabeza alta, pero reponemos fuerzas en el avituallamiento y nos lanzamos al descenso. Empiezo a bajar y les digo a Pablo y Marcos que ahora me pillan. Es el descenso más difícil y peligroso, con grandes escalones y mucha piedra suelta. A los cuádriceps les cuesta un mundo retener la inercia de mi cuerpo, así que intento descender haciendo eses, como esquiando, para minimizar el impacto en los maltrechos músculos, que están a punto de saltar por los aires. Pablo tropieza y cae, pero como va detrás no lo veo, así que sigo bajando muy concentrado, consciente de que como me dé un tirón bajaré rodando hasta el auditorio. Al final del todo hay una cuerda para bajar rapelando la última roca, me agarro y mientras bajo sonrío pensando en lo inocente que fui al inscribirme. Aquí en el auditorio, Km 13,7, está el punto de control: había que llegar en tres horas y, como no llevo reloj, no sé ni cuánto llevamos. Marcos dice que vamos bien, que llevamos una hora y cuarenta. Más o menos lo que se tarda en hacer una media maratón.

Ahora toca subir al alto del Castillo. No es que sea fácil ni corta, pero de todas las ascensiones es la más asequible, así que en contra de la voluntad de mis piernas tiro para arriba. Amenazan con boicotear los deseos de mi ilusión, pero se resignan y siguen dando un paso tras otro, escalón a escalón, aunque estén ya solidificadas desde los gemelos hasta los glúteos. Sé que Marcos y Pablo podrían ir más rápido y les animo a que busquen un tiempo que los deje satisfechos, pero prefieren que vayamos los tres juntos (casi seguro que porque prometí invitarlos a comer). En lo alto del castillo estamos en el Km 15, así que calculo que quedan más de siete todavía. En este momento pienso que voy a seguir hasta que me respondan las piernas, que no puedo pensar en abandonar salvo que estallen las fibras de los músculos.

En el descenso del castillo al río nos adelantan como gamos los dos líderes de la prueba de 42K, que salieron una hora antes que nosotros y que vuelan hacia la meta en genial duelo; sacaron veinte minutos al tercero del maratón. Al final de la bajada hay un kilómetro llano, otra vez por la ribera del Júcar, pero ya me cuesta un mundo trotar. A duras penas alcanzamos la base de la última ascensión de más de 200 metros de desnivel por la ermita de San Julián el Tranquilo. Me convenzo a duras penas de que «en subiendo ya es to’ bajar» aunque mis fuerzas estén exprimidas. Hacemos la subida andando y, en los tramos de descanso, intento trotar, trotar como lo haría un elefante en terreno embarrado, más artificio que eficacia. Sospecho que los músculos de las piernas han llegado a un acuerdo democrático de tal forma que no van a permitir a ninguno de ellos conceder el privilegio de su propia distensión. Cuando falta poco para la cima adelanto a un atleta que va todavía peor que yo y me dice que ya hemos entrado en «modo walking dead», como no tengo fuerza ni para contestar, afirmo, sonrío y continúo. Me duele hasta la espalda de empujar «con los riñones» en las zonas con más desnivel.

En la cima estamos ya en el Km 19 y ahora ya es todo bajada hasta la meta. Cruzo los dedos para que me respeten los músculos y trotamos hacia abajo. Luego en la ducha un chico cuenta que se ha tenido que retirar en el Km 19, qué rabia, podría haber rodado hasta la meta. Son tres kilómetros de bajada, pero se hacen eternos, con las piernas graníticas, descendiendo el alto de la Guindalera que subimos al principio de la prueba. Estoy a punto de tropezar dos o tres veces con piedras y raíces, ya exhausto, nos adelantan unos cuantos corredores que están sacando fuerzas de flaqueza para maquillar su tiempo. A mí obviamente me dan igual el tiempo y la posición, he sufrido demasiado como para que un puñado de minutos deprima mi satisfacción.

Llegamos a la meta junto al cuarto clasificado de la prueba de 42K, así que el speaker ni se fija en nosotros, Inma y los padres de Marcos nos aplauden y hacen fotos, claro, ya casi estaban preocupados porque no llegábamos. Cuando cruzamos el arco de meta veo que hemos tardado más de tres horas, posición 145 de casi trescientos inscritos, a Marcos y a Pablo les da un poco de vergüenza y se van a estirar donde no los vea nadie. Yo estoy tremendamente orgulloso de haber vencido a un trail que los propios expertos califican como rompepiernas (+1300m, es decir, subir un edificio de más de 400 plantas), de soportar una prueba que triplica el tiempo que normalmente salgo a correr, de superar una recurrente sobrecarga en el sóleo durante los últimos meses y un virus a principios de semana. Soy consciente de que la gesta no es épica ni sobrehumana pero todas las circunstancias eran adversas.

Para celebrarlo nos vamos a comer al Nazareno y Oro. La compañía es inmejorable, el cochinillo asado sabe a gloria, hemos pasado un domingo de sufrimiento y diversión, aunque parezcan adjetivos antónimos. Entre bocado y bocado planteamos inscribirnos a la MAMOCU 2018, aunque nos vuelvan a poner mirando pa’ Cuenca.

The Cherry Coke Zero Pope

El romance entre la HBO, bendita HBO, y el genial director italiano Paolo Sorrentino solo podría engendrar una criatura única y digna de admiración. Si, para más inri, el engendro gira en torno a las andanzas por el Vaticano de un nuevo, joven y guapo Santo Padre, entonces el impacto visual, la irreverencia y el diálogo ácido están garantizados.

Esa criatura recibe el nombre de «The Young Pope» y se adentra en el recién estrenado papado de Pío XIII (impresionante Jude Law) tras un cónclave en el que los cardenales parecieron guiados por el Espíritu Santo y no por un previsible juego de conspiraciones de poder. Con toda la fuerza visual propia de Sorrentino se presenta a un Papa elegante, vanidoso, que desayuna Cherry Coke Zero y sostiene su cigarrillo entre los dedos mientras alza sus plegarias al Cielo. Un Papa que viste de blanco inmaculado desde el chándal de deporte hasta el bañador y que confiesa que «mi único pecado es que mi conciencia no me acusa de haber pecado».

Pío XIII es huérfano, lo que incide determinantemente en sus miedos y sus sueños, y desde muy pequeño fue criado por Sister Mary (Diane Keaton), una monja fiel y ambiciosa a la que asigna un papel fundamental en la jerarquía vaticana. Son recurrentes los flashback que rememoran aquellos tiempos de infancia de uno y juventud de otra.

Pío XIII es un emisario de Dios obsesionado con crear expectación y misterio y que aspira a depurar su Iglesia para cribar a los fieles que considera indignos. No obstante, y a pesar de su carácter prepotente, es un Papa que reza constantemente a Dios incluso en sus crisis de fe y llega a afirmar que «la existencia o inexistencia absolutas de Dios reconforta en su determinación». Más allá de la imagen pública distante que pretende proyectar, se muestra como un humano tremendamente sensible y analítico, con capacidad de amar aunque en un momento dado susurre que «todos los curas somos cobardes e infelices, incapaces de enfrentarnos al amor de un ser humano», dispuesto a sacrificios por el bien de la Iglesia, consciente del poder del amor y la paz en el mundo. Una tesis se podría escribir psicoanalizando al personaje, lejos de nuestras humildes pretensiones que no van más allá de animar al lector a disfrutar de estas diez horas de serie televisiva.

La serie está poblada de personajes entrañables, en gran medida trazados con pinceladas caricaturescas para regular la dosis de empatía que Sorrentino pretende que segregue el espectador con cada personaje. Destaca Voiello, el secretario del Estado Vaticano, un cardenal conspirador y fanático del Nápoles que equipara a Maradona con su dios pero que cuida con infinito cariño a un niño discapacitado por las noches. También tienen un gran peso en la trama el cardenal huérfano que creció con Pío XIII en el internado de Sister Mary, la jefa de marketing del Vaticano, una femme fatale resignada a los caprichos del joven papa, o el cardenal Gutiérrez (Javier Cámara), obstinado borrachín que debe enfrentarse, con miedo y determinación a partes iguales, a un caso de abusos a menores ocurrido en las altas esferas eclesiásticas norteamericanas.

La serie carece de un hilo argumental lineal y vertiginoso, por lo que el peso de su interés recae por necesidad sobre otros elementos como el contexto, el guión y la imagen. Atreverse a dibujar un fresco de un Vaticano verosímil y televisivamente atractivo es una labor al alcance de muy pocos directores y guionistas. Sorrentino lo consigue, en parte por ser un astuto y corrosivo italiano, pintando un Vaticano que huele nítidamente a las dos propiedades seculares de la institución eclesiástica: la diplomacia y la conspiración. Y todo recubierto de una exquisita y rompedora banda sonora, sin llegar a ser tan anacrónica como aquella de la María Antonieta de Sofia Coppola.

Sintetizando al máximo, si te atraen los diálogos sobre el sentido de la vida de Six Feet Under, te impactó el lenguaje visual y el surrealismo narrativo de La Gran Belleza, y te gusta sentirte cómplice de conspiraciones mundanales como en The Wire o House of Cards, muy probablemente no te arrepentirás de lanzarte a The Young Pope.

Angustias

Carros y carretas

Terminar de leer «Mientras agonizo» el día de San Valentín resulta una casualidad irónica. Menudo título.

Reordenando estanterías de libros, me tropecé con esta novela de William Faulkner que compré en aquellos tiempos universitarios en alguna de las pocas librerías de la ciudad. Si la compré fue por ser de Faulkner -aunque no conociese ni un título de su bibliografía, estaba encumbrado mitológicamente en la literatura que debía atraerme, sin ir más lejos en aquella referencia devocional de Amanece que no es poco– y porque era barata, una edición de bolsillo de Alianza de esas que tienes que leer sin abrir del todo las páginas porque se descuajeringa la encuadernación y se transparentan las letras de la página siguiente porque las hojas son de papel de fumar. La compré para no leerla, como procedía.

Pero ahora ya no hay vuelta atrás. Ya soy espectador eterno de las desgracias de la familia Bundren. He convivido unos días intensos, pocos por la brevedad de la novela pero intensos, con estos personajes desamparados que «hacen todo lo que pueden» mientras trasladan el cuerpo de la madre de familia, Addie Bundren, para su enterramiento en Jefferson en un viaje tremendamente cargado de sufrimiento resignado. Ellos mismos se han abierto a mi inocente lectura con todas las aristas de sus almas, sedimentando en mi conciencia un sólido y pesado poso de triste compasión.

Anse, padre de familia, guía hacia la oscuridad, encorvado campesino, qué vida de humillación sufres y qué eterna desconfianza hacia los demás inspiras mientras repites «mi familia nunca deberá nada a nadie». Cash, hermano mayor, generoso y comprensivo con su familia, obstinado y hábil trabajador, qué entereza demuestras en tu sufrimiento mientras intentan curarte con cemento una pierna rota. Darl, imaginación al borde del colapso, la energía hecha carne, el equilibrio inestable, qué vueltas de tuerca sufrimos contigo mientras narras gran parte de la historia de tu familia. Jewel, agrio carácter, fuerza descontrolada, describirte es destripar la narración, te imagino en los momentos álgidos siempre dando el cien por cien de ti. Dewey Dell, única hija, ni tan frágil ni tan inocente, incubada en el ambiente hostil de la granja familiar, cómo sobrevives a tantos reveses y a un destino certeramente perfilado por un dios cruel. Vardaman, hijo menor de la saga, mirada inocente de niño, creatividad coartada por el analfabetismo, aprendemos a ver el mundo con tus ojos y jamás podremos convencerte de que tu madre no es un pez.

«Mientras agonizo» se te mete dentro e invade tus pensamientos de forma recurrente, como los libros que se vuelven imprescindibles.

Obstinada Imaginación Húmeda

Hace ya tiempo me tropecé con un párrafo de Vila-Matas en, reconozco, el único libro que de él he leído y que ni recuerdo cómo se titulaba. Creo que llevaba «París» en el nombre, resultaría sencillo identificarlo gracias a google. Creo recordar que no me entusiasmó pero este fragmento premia de por sí mi admiración por el controvertido catalán. El párrafo en cuestión se me repite frecuentemente como una larga sobremesa de bocadillo de chorizo:

«Desde luego, es más bien complicado ser joven, aunque eso no implica ni muchísimo menos que uno deba andar desesperado. Claro que la madurez tampoco es que sea una maravilla. En la madurez conoces la ironía, sí. Pero ya no eres joven y la única posibilidad que te queda de serlo un poco estriba en resistir, no renunciar demasiado, con el paso del tiempo, a aquella húmeda imaginación del arcón de Neauphle-le-Chateau. Sólo te queda resistir, no ser como aquellos que, a medida que la intensidad de su imaginación juvenil va decayendo, se acomodan a la realidad y se angustian el resto de su vida. Sólo te queda tratar de ser de los más obstinados, mantener la fe en la imaginación durante más tiempo que otros.»

La España Vacía

Sin título

Tierra de conquistadores,
no nos quedan más cojones,
pues si no quieres irte lejos,
te quedarás sin pellejo.

[Extremaydura, Extremoduro]

Es cómodo esperar a que llegue la Navidad para que críticos y escritores publiquen sus listas de lo mejor del año que finaliza y así no errar en los regalos navideños. Con el paso de los años resulta relativamente sencillo inferir, a partir de una breve reseña de esos libros top, los que merecen la pena de los que son productos puramente comerciales y de los que tratan asuntos ajenos a mis inquietudes. Hace unos días revisé las lecturas que habría lamentado perderme en 2016 de Enric González, con lo que me remití al genial artículo En la España sin nadie de Antonio Muñoz Molina. Y así, sin más retórica, decidí regalarme «La España vacía».

«La España vacía: viaje por un país que nunca fue» es un extraordinario ensayo de Sergio del Molino (Madrid, 1979, 37 años) que estudia el éxodo a las ciudades, sobre todo el fenómeno producido entre los años 50 y 70 al que llama «El Gran Trauma», y las consecuencias del vaciamiento de gran parte del interior de la península. Sin ir más lejos, recomiendo echar un vistazo a este gráfico de la evolución de la población en Villaescusa de Haro, donde se ilustra con triste clarividencia el gran trauma.

Sergio del Molino describe con tremenda sensibilidad el desamparo del interior de la península afectado por la despoblación, una región mesetaria sin mar ni playa que ocupa más de la mitad de la superficie de España y, por contra, solo cuenta con el 15% de la población. Junto a Laponia y el norte de Suecia, la tercera región más deshabitada de Europa. A través de un lenguaje preciso y literario y desde una mirada atenta, didáctica y sensible, analiza un fenómeno que incide en el carácter español de forma muy notable, desde nuestra asepsia patriótica hasta nuestros vínculos familiares.

En cualquier caso, no es intención del autor limitarse al éxodo franquista, sobre todo porque es consciente de que «la confrontación entre una España rural y una España urbana es anterior a la revolución industrial y a cualquier éxodo campesino». De hecho, subraya que «hay una corriente de fondo que observa el campo como un espacio salvaje. La civilización frente a la barbarie». Sin ánimo de ofensa, el escritor relata algunos de los episodios de la España negra, miserable y bárbara como Fago o Puerto Hurraco: «pienso en las historias de violencia que todas las comunidades pequeñas contienen. Los odios de siglos, las rencillas que el roce y la moral de vía estrecha acentúan, el aburrimiento. Todo se reduce a una cuestión de heterofobia«. Concluye que la falta de estímulos sensoriales provoca efectos devastadores sobre los individuos y propicia la aparición de trastornos mentales. En el entorno hermético y diminuto del pueblo, las tensiones y disputas se magnifican hasta niveles insoportables.

Se incide en el paisaje y el concepto de mar de tierra, imagen ampliamente utilizada en la literatura española. Como si los habitantes de estas latitudes fuésemos marineros cuasi náufragos, «campesinos pobres desperdigados por una meseta de clima hostil». Subraya que en esta relación, los pobres, cuando consiguen contarse a sí mismos, escoran el punto de vista hacia la dignidad, el esfuerzo y la honradez.

Del Molino huye del elogio de aldea (beatus ille) para mostrar con desnuda crueldad la desesperanza de la vida rural y el abandono político de nuestro campo. Por mi posición política y mi actitud vital no me quedó más remedio que aplaudir las atinadas observaciones del joven escritor, cruelmente sinceras, tras la lectura de algunos párrafos. Y eso que advierte que «no pertenezco al lugar y tiendo a idealizarlo, a caricaturizarlo o a explotar su pintoresquismo». Más aún: «es muy difícil viajar a la España vacía sin la aprensión del explorador de lo exótico o sin la ilusión del misionero que va a salvar a los indios». Lejos de esas premisas, se ha de reconocer una exhaustiva labor de investigación que salta entre referencias a Bauman y Muchachada Nui, a Lipovetsky y Extremoduro, al teatro de la Barraca de Lorca y Amanece que no es poco. Todo junto en un ejercicio casi de autopsia de un país.

Al final, en palabras del autor, la España vacía resulta ser un mapa imaginario, un territorio literario, un estado (no siempre alterado) de la conciencia; un frasco de las esencias que, aunque esté casi vacío, conserva perfumes porque se ha sellado muy bien. Fueron muchas las familias que emigraron a la periferia de las ciudades en los años ya citados pero que siguen teniendo el pueblo como referencia nostálgica, aunque Del Molino recuerde que «la nostalgia es una expresión suave y resignada del miedo». Al fin y al cabo, aunque los pueblos se vacían, «existir en la memoria es una de las formas más poderosas de existencia que conocen los humanos».

***

Compré «La España vacía» desde un rincón conquense de esa España vacía en las que las carreteras se hacen para huir y no para venir. Amazon me lo envió en apenas dos días; el transportista de Seur ya conoce el camino a casa. Pienso en lo díficil que me resulta creer ciertos capítulos del libro, aunque en realidad creo que acierta Sergio del Molino en sus apreciaciones al respecto de la vida rural, si bien notablemente más matizadas y suavizadas de lo que la literatura le exige.

Intento identificar los inconvenientes que tiene vivir en la desértica meseta. Hace mucho frío en invierno. No hay mercadona. Solo hay un bar abierto cuando salgo del trabajo. El cine está a media hora y el aeropuerto a hora y media. Ayer rompí las cuerdas de la raqueta jugando al frontón y tendré que recorrer más de veinte kilómetros para encordar de nuevo la raqueta.

El Perú: Más Zapatilla Que Miel (5 de 5: Selva Amazónica)


Estampa del afluente del Amazonas con la característica vegetación de palmeras de agua.

Si tu viaje transcurre por la parte sur de Perú, como es el caso, y quieres conocer la inmensa selva de la cuenca amazónica, las agencias de viajes -y el sentido común- te recomiendan acercarte a Puerto Maldonado. Capital de la Biodiversidad del Perú y del Departamento Madre de Dios, Puerto Maldonado cuenta con apenas cien mil habitantes y a su orilla el río Tambopata desemboca en el río Madre de Dios.

El Madre de Dios es precisamente navegable y manso desde Puerto Maldonado hasta su desembocadura en el río Beni y tiene un caudal medio aproximado al de doce ríos Ebro. Para imaginar la bestialidad del Amazonas, el Beni es afluente del Madeira, que a su vez desemboca en el mastodonte amazónico. El Amazonas tiene un caudal similar al de 45 ríos Madre de Dios y en su desembocadura en el Atlántico tiene una distancia entre riberas de 330 km, casi nada. Desde hace pocos años, además del río más caudaloso, el Amazonas se considera el río más largo del mundo por delante del Nilo. Nace en Perú y es la ciudad de Iquitos, en el norte del país y por tanto lejos de nuestra ruta, la considerada capital de la amazonía peruana.

Cuando aterrizas en Puerto Maldonado y se abren las puertas del avión, el calor y la humedad te dan la bienvenida de agresivo golpazo. Desde la considerable altitud fría de Cuzco, se desciende hasta los 139 msnm en un entorno característico por su elevada humedad. El sudor, en esta región, es omnipresente, incómodamente omnipresente.

A nivel económico, se detecta de un vistazo que están un paso por detrás de otros departamentos más turísticos o comerciales. La mayoría de la gente se desplaza en moto, supongo que porque las distancias son asequibles y solo las principales vías están asfaltadas, e incluso hay taxis que son motos en las que el piloto lleva un chaleco identificativo.

En la agencia, una habitación destartalada con dos ventiladores a toda velocidad, nos marcan nuestra travesía para llegar desde Puerto Maldonado hasta el lodge en el que nos alojaremos durante tres días, inmerso en la Reserva Nacional del Tambopata. El trayecto comienza en el puerto, con vistas al puente de la Carretera Interoceánica que comunica Perú con Brasil, donde se toma una vetusta embarcación de diminuto motor para surcar el Madre de Dios durante cuarenta minutos. En este trayecto se observan artesanales montajes de extracción de oro en la orilla: la minería de oro es uno de los pilares de la economía local.


Navegando por el río Madre de Dios, de aguas pardas y riberas verdes.


Almuerzo en la embarcación: un juane, una suerte de arroz con pollo o gallina y aceitunas que se envuelve en una hoja de bijao para hervir y que posteriormente se conserve en buen estado durante un tiempo.

Una vez alcanzado el desembarcadero de entrada a la reserva, donde debes presentar la autorización para la estancia en una especie de aduana, se debe caminar unos cuatro kilómetros adentrándose en el corazón de las selvas vírgenes de exuberante vegetación de la reserva. La sudorífera caminata termina en el lago Sandoval, donde se coge una pequeña barca a remo para alcanzar el embarcadero de entrada al Sandoval Lake Lodge.


Embarcadero del lodge.

La estampa durante la navegación por el lago Sandoval es inolvidable, un tranquilo lago vestido por aguajes (palmeras de agua) en su perímetro y con los sonidos de las aves de la selva como banda sonora. El vuelo de la grandiosa garza blanca, tan elegante, da la bienvenida. Y ya de noche, un paseo en barca por el lago es más asombroso aún, con la luna iluminando las aguas del lago en las que se reflejan las palmeras. Y allá donde se ven dos puntos rojos brillantes, un sigiloso caimán negro de cinco metros vigilando desconfiado a dos metros de ti. Al no haber nada de contaminación lumínica, si el cielo está raso impresiona la bóveda estrellada y su reflejo en el lago.


Orilla del lago Sandoval repleta de palmeras de agua.


Caimán negro pasando la tarde en el lago.

La vida en el lodge es sosegada, un oasis pacífico de desconexión y contacto con la naturaleza con la hamaca como reina. No hay agua caliente, ni cobertura para el teléfono, ni electricidad salvo la generada por un grupo electrógeno de seis a nueve de la tarde. A esa hora puntual, después de una cena frugal, el motor se silencia y, con él, la actividad en el lodge. Más allá de la remendada mosquitera de la cama quedan solo los sonidos de la selva en la oscuridad.


Entrada a las habitaciones de un sector del lodge.

Las empresas de aventura ofertan diferentes actividades al turista en función de los intereses personales, el estado de forma y la climatología. Una sencilla caminata a través del bosque primario se vive con gran intensidad; el bosque primario o primigenio es aquel que no ha sido talado y reforestado y que, por tanto, cuenta con inmensos árboles centenarios como caobas, castañas o cedros, algunos de ellos con notable valor místico para los nativos.

Llama la atención la lucha por la supervivencia de las especies vegetales en esta región, una supervivencia que se basa en una desesperada pelea por alcanzar los rayos del sol entre la exuberante vegetación. Un árbol parece un ser vivo bonachón y apacible, pero en la selva cada especie lucha por sobrevivir con sus armas, desde palmeras andantes con unas raíces exteriores que le permiten orientarse hacia el sol hasta matapalos que se abrazan a un árbol primero para apoyarse y crecer hacia el sol y después para estrangularlo.


Palmera andante con raíces superficiales.


Matapalos, que parece romántico pero es cruel y aspira a axfisiar al tronco que abraza.


Una simpática amiga en el paseo por el bosque primigenio.

Una de las actividades más demandadas y curiosas consiste en acudir temprano, sobre las cinco de la mañana, a la collpa de palmeras, un rincón anexo al lago donde acuden los guacamayos y los papagayos a almorzar. Estas grandes y vistosas aves se alimentan del aserrín de las palmeras huecas y muertas en un festival de color y sonido (una pena no tener fotos de este mágico momento). Por ser la hora del amanecer, además del espectáculo, se vive el despertar de la selva, con los chillidos-ladridos del mono aullador, el desayuno de las nutrias gigantes en el lago, el torbellino de los monos capuchinos por las copas de los árboles o los primeros vuelos de la jacana y la garza sobre las aguas del Sandoval.


Libélula en un paseo nocturno.


Insecto palo.

También existe la posibilidad de realizar una visita a lo que llaman la isla de los monos, una pequeña isla en mitad del río Madre de Dios habitada exclusivamente por primates. Una asociación sin ánimo de lucro lleva a cabo un proyecto de conservación y protección para rescatar a monos confiscados en zonas urbanas -en ocasiones, maltratados- y enseñarles a sobrevivir en la selva. Aunque eran varias las especies de primates que se enviaron a la isla, a día de hoy los monos araña y los capuchinos han conquistado al resto. Asombra ver cómo descienden a velocidad de vértigo desde lo alto de la copa de descomunales árboles hasta el suelo.


Inmersión en la isla de los monos.


Mono capuchino harto a plátanos ofrecidos por los turistas.

Si la selva en una reserva natural vigilada y adaptada por seguridad al turista -no sería bonito cruzarse por casualidad con un jaguar o una anaconda– desborda tanta vida descontrolada, me fascina imaginar cómo vibrará el corazón de la amazonía virgen y qué batallas se librarán en su seno por supervivencia.

Si estremece sentarte a oscuras en mitad de la noche en un sendero que ya has recorrido entre ruidos desconocidos que acechan alucinaciones, me aterra fantasear con caer una noche cualquiera en las entrañas ocultas de la vegetación selvática.

Si asusta navegar en una sobria barca a remo aunque el guía diga que los caimanes son pacíficos, me atemoriza pensar en tener que cruzar a nado el lago o el río de aguas opacas habitado por invisibles peligros y otros tan identificados como las pirañas rojas o los propios caimanes negros.

El ser humano ha conquistado todas las zonas habitables del planeta y, desde un prisma frío y prepotente, podríamos decir que somos los reyes del mundo; no se me ocurre mejor cura de humildad que pasar unos días en la selva expuestos a la intemperie.

El Perú: Más Zapatilla Que Miel (4 de 5: Machu Picchu)


Perspectiva de las ruinas de la ciudad sagrada de Machu Picchu.

Para llegar a Machu Picchu existen básicamente dos formas: el camino inca o el tren. La primera opción requiere dedicar unos tres o cuatro días a pie desde el punto kilométrico 82 de la ruta del camino inca a través de unos parajes espectaculares. La segunda opción consiste en tomar un tren desde Ollantaytambo hasta Machu Picchu Pueblo, conocido como Aguas Calientes.

El tren realiza un recorrido que se adentra desde el Valle Sagrado por entre las montañas selváticas del área de conservación de Choquequirao aprovechando la estrecha ribera del río Urubamba. El trayecto solo lo operan dos compañías, PeruRail e IncaRail, y desde el mayor de los desconocimientos se me antoja un negocio goloso la “casi” obligatoriedad del tren para alcanzar Machu Picchu. El precio de los billetes es desorbitado en comparación con el nivel de vida peruano, aunque se intenta compensar con unos trenes lujosos y un servicio muy digno. Imagina la velocidad del tren que invierte más de una hora y media en recorrer los 30 Km. que separan Ollanta de Aguas Calientes.


Puente Inca de acceso a la ciudad construido sobre la pared de la montaña y con troncos atravesados. El camino inca no es tan prohibitivo, pero casi mejor ir en tren.

Aguas Calientes es un pequeño pueblo encajonado entre montañas y traspasado por el río Urubamba en el que no hay vehículos ni taxis, a lo más alguna bici. Como suele suceder en las periferias de grandes monumentos, vive por y para el turismo: como lanzadera para Machu Picchu y por sus baños termales, que precisamente le dan nombre. Sus precios son disparatados y cuenta con montones de restaurantes y hoteles; de hecho el peor almuerzo de todo el viaje fue allí: peor calidad a mayor precio.

Para subir de Aguas Calientes a las célebres ruinas incas primero hay que madrugar mucho (el recinto abre a las 6 a.m.) y después tomar uno de los frecuentes autobuses que salen desde la estación y realizan la ascensión por un vertiginoso camino de montaña sin asfaltar que en perspectiva parece la subida al Alpe D’Huez. Media hora después, y ya con las nubes por debajo de nuestras zapatillas, estamos a las puertas de Machu Picchu.


Machu Picchu entre la bruma matutina. Cómo se va abriendo paso la ruina entre las nubes y la niebla es uno de los mayores espectáculos de una visita madrugadora.


Perspectiva oeste de la ciudad.


Franceses contemplando la ciudad mágica (no sé si son franceses, pero lo parecen).

Machu Picchu, por abreviar, es el rincón más mágico del mundo. Bueno, del mundo que yo conozco, que tampoco es tanto. Si consigues aislarte de los tres mil turistas diarios que llegan, junto a ti, que también eres visitante, puedes sentir entre las piedras de la ciudadela sagrada una emoción íntima en la que confluye la belleza de la naturaleza salvaje con el sentimiento de ser partícipe de una cultura y una historia.

El entorno natural de Machu Picchu es fascinante por ser el punto de confluencia entre la montaña andina y la inmensa selva de la cuenca amazónica; el meandro del río Urubamba, precisamente afluente del bestial Amazonas, cientos de metros debajo del precipicio y sin embargo tan a la vista desde ambos lados de Machu Picchu. Y las montañas abrigando entre nubes la ciudad inca, abruptas, imponentes, de mirada inmisericorde. Si lo que pretendía el Inca Pachacútec en su origen fue buscar una ubicación sagrada para construir un santuario religioso, no es necesario que el guía ofrezca muchas explicaciones a su emplazamiento.

Un halo de misterio envuelve la historia en torno a Machu Picchu y son muy pocas las evidencias acerca de su origen, su construcción, su colonización y su posterior descubrimiento. Las hipótesis que se plantean en la bibliografía son, por contra, abrumadoramente variopintas. Esta incertidumbre e ignorancia histórica acrecientan más si cabe la magia del rincón cuzqueño.

La ciudad supone el punto álgido de la arquitectura e ingeniería incas. Remarcan los guías y la literatura que las ruinas arquitectónicas a la vista del turista son como la parte visible de un iceberg y que alrededor del sesenta por ciento de la construcción es subterránea. La ciudad fue planificada para que fuese eterna en una región de alta actividad sísmica y abundantísimas lluvias anuales, de ahí el esmero en el sistema de canalización del agua, tanto para evacuar el agua de lluvia como para abastecer a la ciudad del agua que proviene de un manantial en lo alto del cerro Machu Picchu (“montaña vieja” en quechua). Y, por supuesto, aspirando a garantizar la estabilidad de las construcciones a lo largo de los siglos, desde los templos sagrados hasta las terrazas agrícolas. Pablo Neruda abordó en un extenso poema titulado “Alturas de Machu Picchu” un homenaje a los constructores de la ciudad en tan hostil territorio.


Única puerta de acceso a la ciudad, que más que proteger de posibles conquistadores servía de defensa frente a osos y pumas.


Templo del Sol, construido con tremendos bloques de granito. Se puede observar cómo ha sufrido daños por un terremoto.


Intihuatana, construcción religiosa que servía como reloj astronómico.

Las construcciones de Machu Picchu se integran en la montaña homónima a la manera de otras ciudades incaicas. Asombra la inmersión de la piedra en la montaña, como si los indígenas no quisiesen hacer daño a la mole de tierra sino adornarla y venerarla. El respeto inca a la montaña y a la naturaleza era vital en su religión. Por cierto, la cultura inca se regía por tres sencillas reglas: no robar, no mentir y no estar ocioso.

Al fondo de cualquier postal de Machu Picchu se alza imponente el abrupto promontorio de Huayna Picchu (del quechua waynapicchu, “montaña joven”). Con el boleto de entrada a las ruinas se puede adquirir de forma opcional la entrada a la Montaña Sagrada, que es como conocen a Huayna Picchu, donde se permite la subida de cuatrocientas personas al día: la mitad a las 7 a.m. y la otra mitad a las 10 a.m. Eso sí, ni cuando compras el boleto ni cuando firmas en el libro de visitas para acceder a la ascensión te informan de la dificultad física de la subida y de la peligrosidad de la bajada.


Vista de Huayna Picchu desde un ventanal de una construcción de la ciudad.


Vista de Huayna Picchu desde el Intihuatana.

Cuando, desde la plaza de Machu Picchu, detectas a turistas caminando por la cima de Huayna Picchu piensas que es imposible que se pueda subir a esa montaña, sin embargo, los incas tallaron en la pared una senda que permite el acceso a su cima y, para más inri, construyeron un templo casi en la cumbre. La ascensión suma unos 300 metros de desnivel positivo, casi todo escalones estrechos y altos para conseguir salvar la verticalidad de la montaña. Si a esto se suma la altitud y la elevada humedad, la subida a Huayna Picchu se convierte en un reto. Casi cualquiera puede realizar la ascensión con paciencia y equilibrio, incluso en una mañana lluviosa como nos tocó a nosotros, pero siempre siendo conscientes del esfuerzo y el peligro.


Parte baja de la subida al Huayna Picchu.

En la cima, la vista de Machu Picchu mimetizado en la montaña y circundado por el precipicio hasta el río Urubamba es acongojante. El vértigo asoma cuando te encaramas a alguno de los miradores que permiten disfrutar de la perspectiva y piensas inevitablemente en la cantidad de obreros que fallecerían construyendo el Templo de la Luna, y en los turistas que habrán caído al vacío por diferentes circunstancias; sin ir más lejos en los últimos meses se ha publicado que un turista alemán falleció al caer mientras se hacía un selfi y otra turista murió por un golpe provocado por la onda expansiva de un rayo que cayó cerca.

Si la ascensión, aunque agotadora, es asequible, los primeros tramos del descenso se convierten en un auténtico desafío, sobre todo porque no existen cables de acero clavados en la pared que puedan servir de pasamanos y garantizar la seguridad. Cuando te encaramas a alguna de las escaleras de la parte alta sientes vértigo al ver que la senda termina en precipicio: los escalones son demasiado estrechos y altos y húmedos y hay gente detrás que también puede tropezar. Al final todo se resume en una cuestión de confianza y de respeto. Salvados los primeros tramos, el resto del descenso para volver a acceder a Machu Picchu es sencillo y, encima, te llevas de vuelta en la mochila la seductora experiencia.


En la roca situada en la cima de Huayna Picchu.


Cumbre de Huayna Picchu en la cara del Templo de la Luna.

A pesar de todos los desvelos, la hipótesis más extendida afirma que la ciudad se construyó en solo cuarenta años y se mantuvo habitada y activa tan solo treinta y cinco años más. Durante la colonización se supone que los habitantes la abandonaron huyendo de los españoles y bloquearon los caminos de acceso a la ciudad para mantenerla a salvo de los conquistadores. Y ahí permanecería, perdida a ojos del mundo, durante siglos, inaccesible y cubierta de vegetación selvática, hasta que en 1911 llegó Hiram Bingham, un explorador norteamericano y profesor en Yale de expedición por la zona en busca de los vestigios incas de Vilcabamba, a la sazón último reducto inca. El espigado Bingham “redescubrió” Machu Picchu y lo mostró al mundo a través de las páginas de la célebre revista National Geographic.

Tanto la carretera que sube de Aguas Calientes a las ruinas como el tren más lujoso que cubre el trayecto entre Ollanta y Aguas Calientes reciben el nombre de “Hiram Bingham” en homenaje al explorador americano. No obstante, este lado de la historia es bastante oscuro y siempre ha existido una fuerte controversia en lo referente al papel de Bingham como descubridor de las ruinas incas. Sería ambicioso en exceso resumir el último siglo de historia de Machu Picchu, pero resulta relevante comentar, al menos, dos puntos esenciales: el descubrimiento y el expolio.

Todos los honores del nuevo descubrimiento de Machu Picchu han recaído en Hiram Bingham, y realmente a él se le debe reconocer el mérito de estudiar, difundir y profundizar en el pasado perdido del imperio inca. No obstante, unos años antes que él, en 1902, llegó allí Agustín Lizárraga con tres amigos cusqueños y dejó inscrito su nombre en el Templo del Sol: “Agustín Lizárraga es el descubridor de Machu Picchu y vive en el pueblo de San Miguel. 14 de julio de 1902”. Bingham ordenó borrar la inscripción y omitió en sus publicaciones este hecho, a pesar de tenerlo anotado en su cuaderno de campo.

Huelga decir, por otra parte, que además de aquellos que pretenden colgarse las medallas del reconocimiento, este paraje era conocido, mucho antes, por los nativos y por los arrendatarios, los Recharte y los Álvarez, que trabajaban la tierra en las centenarias terrazas y todavía bebían agua del manantial que les llegaba por el canal incaico. Capítulo aparte requeriría precisamente el estudio de la propiedad de Machu Picchu: desde que Pizarro dividió en lotes de terreno aquellas latitudes entre sus soldados de confianza, estas montañas pasaron por diversas manos propietarias y todavía hoy una familia reclama su derecho como legítima propietaria de la ciudad sagrada.

Bingham, además de la humilde expedición del descubrimiento, promovió dos expediciones más a Machu Picchu, ya con inversiones de mayor envergadura y respaldo tanto de la Universidad de Yale como de National Geographic y el Gobierno de Perú. Estas expediciones sacaron a la luz las ruinas y permitieron rescatar los tesoros ocultos en la ciudad, miles de piezas de diferente valor. Todo el material arqueológico fue trasladado a la Universidad de Yale para su estudio. Y allí sigue. Tan solo en 2011, centenario del descubrimiento de Machu Picchu, el Gobierno de Perú -después de años de insistencia- consiguió “rescatar” un puñado de las piezas almacenadas en la universidad americana. Con pesar nos dijo el guía que tendrán que esperar otros cien años para recuperar otra porción de su historia.


Panorámica de las terrazas del área agrícola, con orientación este.

A principios del siglo XXI, el millonario Bernard Weber promovió, de forma unilateral y sin aval de la Unesco, un concurso para elegir “Las Siete Maravillas del Mundo Moderno”. El Gobierno de Perú vio en este certamen un filón turístico incuestionable y convirtió casi en cuestión de Estado lograr que Machu Picchu entrase en los siete monumentos elegidos. Dado que la elección se realizaba a través de votaciones populares por sms e internet, el Gobierno de Alan García movilizó al pueblo peruano para defender y votar a su joya inca e incluso llegó a instalar pantallas en la Plaza de Armas de Cuzco para que los turistas votasen a Machu Picchu. El 7 de julio de 2007, en una pomposa gala en Lisboa y con todo Perú a la espera, se anunció que Machu Picchu había sido la segunda maravilla más votada en todo el mundo y Alan García aprovechó a apuntarse el tanto decretando el 7 de julio como “Día del Santuario Histórico de Machu Picchu”.

Al margen de concursos públicos, también confieso que he inscrito a la ciudad mágica en el top personal de lugares que recomiendo visitar.

P.S. Recomiendo encarecidamente disfrutar de estas 23 fotos que ha publicado National Geographic acerca de Machu Picchu.

El Perú: Más Zapatilla Que Miel (3 de 5: Cuzco e Imperio Inca)

Puno, capital del lago sagrado, y Cuzco, cuna y capital del imperio inca, están separados por menos de 400 kilómetros. El trayecto se puede realizar en avión, tren o autobús. Optamos por el bus turístico que, aunque dura diez horas (desde las siete de la mañana a las cinco de la tarde), ofrece atractivos interesantes; entre ellos, un almuerzo con buffet libre de gastronomía peruana y la imagen de transición por carretera entre el altiplano y los Andes centrales.


Paso de montaña de La Raya en el bus Puno-Cuzco con los Andes al fondo.

Aunque son varias y atractivas las paradas, me gustaría destacar la visita al sitio arqueológico incaico de Raqchi. Allí se encuentra el famoso templo de Wiracocha, con paredes de adobe de casi veinte metros de altura que han sobrevivido al paso de los años y de los conquistadores incluso a pesar de haber perdido lo que supuestamente fue la cubierta más grande del imperio inca. Las dimensiones del templo resultan abrumadoras, igual que la canalización de agua de la montaña vecina para abastecer de agua tanto a los palacios incas, primero, como a las viviendas y los cultivos agrícolas, después, en un sistema hídrico que todavía hoy se mantiene activo. Además, la ciudad es atravesada por el eje principal del camino inca que recorría la espina dorsal del imperio desde Colombia hasta Argentina.


Muros supervivientes del templo de Wiracocha en Raqchi.

La llegada en el autobús a Cuzco, pocos kilómetros después de sorprendernos ante la iglesia de San Pedro en Andahuaylillas (conocida como la “Capilla Sixtina de América”), resulta llamativa porque su periferia es extensa y ha sufrido un crecimiento bastante descontrolado. Y como Perú ahora está en un pico de desarrollo, se percibe la actividad frenética en la construcción. El aeropuerto, sin ir más lejos, ha sido engullido por la ciudad y puedes ver cómo los aviones despegan junto a la avenida.

Cuzco (o Cusco o Qosqo) es, nada más y nada menos, que una ciudad Patrimonio de la Humanidad considerada la capital histórica del Perú desde que fue capital del Imperio Inca. Se ubica a 3400 metros de altitud y dicen que la forma que dibuja su contorno es la de un puma, uno de los tres animales que conforman la trilogía inca junto a la serpiente y el cóndor. Aunque si hay un animal que se deja ver en la ciudad es el perro callejero, que pasea ajeno al mundo por cualquier rincón.

Para entender la relevancia de Cuzco simplemente hay que imaginar que fue capital del Imperio Inca y sede de Gobierno del Virreinato durante la época colonial. No es de extrañar, entonces, que Cuzco esté repleta de monumentos históricos y vestigios de pasadas épocas esplendorosas, orgullo patrio como cuna del imperio incaico.

El núcleo indiscutible de la ciudad es su Plaza de Armas, enorme plaza con imponentes edificios alrededor de todo su perímetro de entre los que los que sobresale la Catedral. Y por supuesto, franquicias de McDonald’s, Starbucks y KFC en los rincones privilegiados, la nueva conquista gringa. Por el avasallador turismo que recibe, Cuzco está repleta de tiendas, restaurantes, agencias de viajes, etc; incluso en algún callejón, improvisados mercadillos de souvenires. Y presidiendo los edificios públicos, la bandera arco iris, emblema de los pueblos incas adoptado por Cuzco, y cuyo origen es anterior al de la bandera gay.

Muy cerca de la Plaza de Armas se encuentra el Mercado de San Pedro, tan antiguo que proviene de la época colonial. Hoy se ha convertido en un gran mercado local orientado más a los cuzqueños que al turista, pero como hoy en día se lleva lo de la inmersión cultural, se abarrota de turistas curiosos. Recorrer el edificio del mercado se convierte en una abrumadora experiencia olfativa, con muchos e intensos olores provenientes, principalmente, de los puestos de carnes, pescados y “restaurantes”. Los precios son insuperables para el almuerzo o para tomar un jugo de frutas, siempre y cuando tengas el estómago acorazado.


Puestos de fruta, jugos y laxantes en el Mercado de San Pedro.

De la gastronomía cuzqueña hay un plato que sobresale respecto al resto: el cuy al horno. El cuy (conejillo de indias o cobaya) se asa al horno (también se ofrece frito) en las cuyerías locales, restaurantes especializados que solo sirven este producto. Se encuentra también en la carta de muchos restaurantes del centro, pero para que esté crujiente y recién asado se debe buscar una de las cuyerías de los barrios obreros de la ciudad. Nos recomendaron el “Sol Moqueguano”, que se encuentra en el barrio alto, lejos del centro histórico. El lugar no deja lugar a dudas: trasiego de comensales autóctonos y, en todas las mesas, el mismo menú. Prejuicios a un lado (y cubiertos al otro, porque no hacen falta para maniobrar el cuy), el animalito supone un manjar, sabroso y tierno, como una hipotética mezcla de conejo a la brasa y cochinillo asado.


Cuy al horno con papas y rocotó (pimiento rebozado y relleno de carne con picante).

Aunque Cuzco ostente el título de capital inca, la auténtica inmersión en esta cultura se percibe en el viaje hacia Machu Picchu atravesando las ruinas incaicas que sobreviven en los alrededores del conocido como Valle Sagrado de los Incas. A treinta kilómetros al norte de Cuzco se encuentra Pisaq, un yacimiento arqueológico incaico impresionante. Si Cuzco tenía forma de puma, Pisaq tiene forma de perdiz.

En Pisaq fascina sobremanera la integración de las construcciones en la montaña, signo representativo de esa cultura en su respeto a la naturaleza y devoción por los tesoros de la Pachamama (Madre Tierra). En especial destaca la solución inca a la siembra en cerros y montañas utilizando terrazas que permiten solventar la erosión del suelo y garantizar una siembra factible.


Terrazas de cultivo en Pisaq, también conocidas como Escaleras de Gigantes.

Además del sitio arqueológico, también se conoce como Pisaq a la ciudad colonial que hay en la parte baja del valle atravesada por el río Vilcanota. A los españoles conquistadores les resultaba más fácil tener a la población a pie de valle para una cómoda evangelización que andar por montañas y terrenos escarpados a esta altitud. Si subían, según contó el guía, era para saquear las tumbas, por la tradición inca de enterrar a los suyos con todos los honores y pertenencias. Hoy en día, la ciudad de Pisaq se promociona como el sitio ideal para compra de joyas, especialmente de plata.


Perspectiva del Valle Sagrado desde Pisaq.

La siguiente parada en la ruta es Ollantaytambo, Ollanta para los amigos, un complejo monumental ubicado estratégicamente para dominar el Valle Sagrado. Además de ser la única ciudad del incanato en Perú que sigue habitada, es un magnífico ejemplo de la arquitectura e ingeniería incas. Los 150 escalones de subida al Templo del Sol se antojarían una ruta mística si no fuese porque están abarrotados de turistas jadeantes en la ascensión. Desde arriba se domina el valle y se observa una perspectiva completa de la ciudad, con sus callejuelas empedradas atravesadas de canales activos de agua.


Vista de la subida al Templo del Sol en Ollantaytambo.

Y al fondo, se observa en la montaña Pinkuylluna el rostro grabado del dios Viracocha soportando sobre sus espaldas el mundo inca. No se sabe realmente si fue tallado por los incas en la montaña o es un accidente natural. A un lado de la imagen de Viracocha, se pueden observar los almacenes incas (colcas), situados en las alturas para que el aire de las montañas ventilase los alimentos y se conservasen en buen estado.


Montaña con el rostro de Viracocha de perfil y la colección de almacenes o colcas.

En Ollanta se coge el tren que lleva a Aguas Calientes. Esperas el tren y vas sintiendo un cosquilleo íntimo ante la perspectiva de asomarte pronto a una de las Maravillas del Mundo, Machu Picchu. Palabras mayores.