Ciervo triste en Riópar, Albacete (abril 2010).
En el instituto estudiamos un año una asignatura de ética. Tuvimos que elaborar un trabajo acerca de un tema concreto y yo me decanté por los xenotransplantes, que son transplantes entre especies próximas, por ejemplo, del cerdo al humano (es el ejemplo de la wikipedia, pero hay que ver qué próximas están ambas especies). Yo me esforzaba en encontrar los argumentos definitivos de cada postura, tanto de los adeptos como de los detractores, y detrás de cada opinión de los enemigos de los xenotrasplantes se repetía la premisa de la intrínseca dignidad humana. Como si sacar a la palestra la cualidad de la dignidad eclipsase cualquier debate y se encontrase en el núcleo de la condición humana.
Me reconfortó mucho saber que tenemos un algo tan importante, tan diferenciador. Durante mucho tiempo descansé vastas argumentaciones propias sobre la almohada de la dignidad. Pero me temo que no se puede creer en la dignidad como en la piedra fundamental de la condición humana. Me temo que hay rocas más poderosas…
¿Hasta dónde se mide la dignidad de los refugiados saharauis en un sándwich de comprometidas relaciones económicas intercontinentales? ¿Cuánto pesa la dignidad de un político que quiebra sus convicciones en función del sentido del viento? ¿Cómo se valora la dignidad de un terrorista que mata y luego amenaza al juez? ¿Se llama dignidad a vivir entre basura y sin nada que echarse a la boca? ¿Qué dignidad tiene un investigador que falsea los resultados de sus avances para lograr notoriedad o ascensiones? ¿Dónde empieza la dignidad de un periodista que tergiversa la realidad de forma consciente?
A ver si esa cosa que se supone que valía tanto resulta una mierda que revienta con un petardo de peseta. Me lo podían haber explicado bien en ética.