Midiendo tamaños

Te llevaron al Parque Güell para que disfrutaras con las delicias de Gaudí, con esas formas irregulares y cuidadamente coloreadas que hacen las delicias de los mayores porque han olvidado mirar sus garabatos de antaño y no son capaces de despojarse de los desperdicios en forma de experiencia/ensayo-error que forman una gruesa película sobre la piel de sus pensamientos, pero preferiste tumbarte sobre el suelo fresquito a la sombra de un sol justiciero y medir con tu lapicero el tamaño de las columnas y mosaicos cenitales sin acordarte del triplete y sin importarte la caja negra del Airbus desaparecido.

Tiempo embotellado

Para él, como para Saint-Exúpery, el tiempo no era un reloj que consume su arena, sino un cosechador que ata su gavilla. En su opinión, el tiempo ponía a cada uno en su sitio y si uno ocupaba el propio, cual cigarra, en retozar y tocar la mandolina, ya vendría el tío Paco con las rebajas. Por eso, porque no hay que dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy, él consagraba su preciado tiempo a su trabajo, origen de satisfacción personal y calmante de la conciencia. Obviamente, se levantaba no después de las seis, que a quién madruga Dios le ayuda. Leía con ansiedad la prensa, como si la página siguiente fuese a ser más emocionante que la presente, mientras devoraba un desayuno copioso preparado con gran mimo por su mujer.

En cierto modo recordaba al viejo profesor Isak Borg de las imprescindibles Fresas Salvajes de Bergman. Luego, ya en el trabajo, luchaba con ahínco en medir que su productividad se acercase al 100% y si no era así, continuaba trabajando hasta quedar rendido. No fueron pocas las veces que tuvo que ir su mujer a su laboratorio para rescatarlo. Vivía completamente absorto en su trabajo, tanto que era común que olvidase comer e, incluso, dormir. Y si dormía, lo hacía sin implicarse en el descanso.

De pequeño, un profesor le espetó amenazante «esfuérzate, muchacho, si no se acaba bajo las ruedas y vaya si se aplicó el consejo. Es probable, qué casualidad, que Bajo las ruedas, de Hermann Hesse, nunca cayese en sus manos; aunque también es probable que, de haberlo leído, hubiese opinado «¡qué mamarrachada!».

Mientras tanto, si alguna vez disponía de unos minutos, los guardaba en un pequeño cofrecito que en su noviazgo le regaló su santa mujer. De la misma forma que algunos se empeñan sumar céntimos en una hucha con la aspiración de llegar a ser ricos, él anotaba en un trozito de hoja el número de minutos que le sobraban ese día y lo introducía en el cofre. Obviamente, había sido idea de su otra vez santa mujer. Él al principio refunfuñaba, pero pronto se acostumbró. El pacto establecía que los minutos del cofre le corresponderían a su mujer, que podría sacar los papelitos y pedir cuentas pendientes. Mientras tanto, esos minutos él los podía invertir a su antojo, y así lo hacía: aprovechaba para avanzar trabajo. Siempre había tajo abierto.

Un día su mujer abrió el cofre con intención de cobrarse la deuda, sin ninguna mala intención, más bien con una infinita comprensión después de mucho tiempo cultivando su paciencia. No quiso decirme qué ponía en los papelitos.

La farsa de la investigación (I. Prejuicios)

Hace años, dos psicólogos, Peters y Ceci, hicieron un escandaloso experimento. Seleccionaron doce artículos publicados en doce famosas revistas de psicología, escritos por miembros de los diez departamentos de psicología más prestigiosos de Estados Unidos. Cambiaron los nombres de los autores por otros inventados, los situaron en universidades imaginarias, como Centro de los Tres Valles para el Potencial Humano, y cosas así, y mandaron los articulo a las mismas revistas que los habían publicado. Sólo tres reconocieron los textos. lo peor es que ocho de los nueve articulos restantes fueron rechazados por las mismas revistas que los habían publicado antes. Los asesores y los editores que los leyeron afirmaron que el articulo no reunía méritos para su publicación (Peters, D.R., y Ceci S.J., “Peer-review practices of learned journals: the fate of published articles submitted again”, Behavioural and Brain Science, 5, 1982). Esto demuestra que la procedencia del trabajo, la universidad a que pertenecen los investigadores, determina su evaluación, como saben muy bien muchas universidades no anglófonas.

[José Antonio Marina, La inteligencia fracasada]

Enhorabuena

Un señor no debe llorar en público, Roger, porque ha de defender su reino ante cualquier adversidad o morir en el intento, no lamentarse cual Boadbil tras la toma de Granada. No es digno de un campeón derrumbarse como lo hiciste en el Open de Australia, hincando la rodilla y empequeñeciéndote ante un rival de altura. Porque es él, ese español de discurso templado y correcto (y terriblemente empalagoso), quien te complementa, como Batman al Joker. Tú me completas, le decía el Joker a su antagonista en la genial película de Christopher Nolan cuando podría haber acabado con él: no quiero matarte… tú me completas. Un gran campeón necesita un rival de altura para que sus éxitos lleguen a tener un valor significativo.

No es romántico ser un perdedor. Por mucho que el cine se empeñe en demostrar lo contrario, el descenso a los infiernos de un campeón duele cuando no va acompañado de una retirada a tiempo o de un fracaso asumido. Pero tú eres joven y sabes que aún puedes alcanzar altas cotas.

Sabemos sobradamente cuánto te has preparado para que llegase este momento. Y quizá no sea un triunfo relevante, por las condiciones de la pista, las circustancias del rival y la entidad del torneo, pero considera que es un modo de ahuyentar los fantasmas que rondan tus pesadillas. Ahora debes ser consciente de que París no será igual, pero al menos ya has vuelto a saborear las mieles de la victoria.

Enhorabuena, Federer.

Spanish Odyssey

El coordinador del grupo de investigación te dice que tienes que conseguir un certificado y te remite al director del departamento de la universidad. De ahí a la secretaria de Antonia Quintanilla, la cual a su vez te pasa con el responsable de profesorado, que no tiene ni idea y pasa la pelota a la coordinación de conferenciantes, quien por fin te dice que necesitas hablar con el gerente del campus, pero el secretario del gerente dice que no sabe quién debe firmar el certificado. Le preguntaré a mi madre, quizá ella lo sepa. No te jode.

P.S. Y lo más preocupante es que esta gymkhana terminó mal, con un «no se puede hacer eso».

Roberto Bolaño

Con esas gafas de intelectual formado, con ese gesto fumador desentendido, con esos ojos de poeta asustado, famélico de tan delgado -por lo visto, hay gente que llega a un nivel tal de ensimismamiento que olvida comer con frecuencia-, despeinado por desordenado y despreocupado, Roberto Bolaño parece ser ese chico al que en la escuela le quitaban todos los bocadillos del recreo, como dice algún amigo. El típico niño amilanado que se escondía entre libros para evitar enfrentarse a una realidad más fuerte que sus débiles brazos.

Sin embargo, a poco que se lea de Bolaño uno se da cuenta de que, además de un inmisericorde lector, el chileno era un hombre comprometido. Capaz de recorrer América Latina desde Ciudad de México hasta Santiago de Chile con 20 años para apoyar y defender a Salvador Allende o de criticar con dureza a escritores consagrados desde una óptica inteligente, irónica y cruel a partes iguales. No en vano, en una de sus frases más célebres, tomada de su novela más premiada, Los detectives salvajes, Bolaño dice que «hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear«.

En algunos de sus discursos en torno a la literatura despedaza a grandes tótems («un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral«) sin que le tiemble el pulso; se trata de una mente preclara que jugza y analiza y estudia la literatura porque está plenamente embargado por ella («mi patria es mi hijo y mi biblioteca», según Wikiquote). De Kafka, ese genial sufridor, dice:

Kafka comprendía que los viajes, el sexo y los libros son caminos que no llevan a ninguna parte, y que sin embargo son caminos por los que hay que internarse y perderse para volverse a encontrar o para encontrar algo.

Roberto Bolaño es uno de esos escritores que te hacen consciente de tus límites, siempre lo verás un paso por delante. Sus adjetivos son más certeros, sus ideas tienen sólidos fundamentos, sus expresiones están mejor formadas, es decir, dicen más con menos palabras. Bolaño, como Cortázar, Cervantes o Pessoa, es un escritor que te pone los pies en el suelo pero te anima a que emprendas el viaje:

Realmente, es más sano no viajar, es más sano no moverse, no salir nunca de casa, estar bien abrigado en invierno y sólo quitarse la bufanda en verano, es más sano no abrir la boca ni pestañear, es más sano no respirar.

Pasear, al perro

Man With Dog, Francis Bacon, 1953.

Si ves que tiemblo no te preocupes. Que tu bienestar no se vea salpicado por los chorros de mis temores. Expande tu dicha y tu sabia inconsciencia sin percatarte de las angustias que rascan las paredes de mi cueva, desubicado e incomprendido oasis del horror. Siempre el subconsciente, perdido, inexplorable. No intentes bucear en mis des-recuerdos ni en mis des-velos, por tu bien, porque descansarás más tranquila sobre tus pequeñas ambiciones y tus gaseosos éxitos. Y no es que no valore tus triunfos y tus luchas, pero a mí no me gusta sacar a pasear al perro. Quizá yo sea más ese trapecio negro que unos pies atados a un perro; no, no, soy más esa alcantarilla, desconocida y despreciable de antemano.

Proxenetas de mierda

Pobre señorita, tan pulcra, con ese vestidito de seda tan virginal, que se presentó a reuniones sociales ignorando que le iban a desgarrar hasta las entrañas. Ella, tan de buenas intenciones provista, que estaba dispuesta a barrer los rincones sucios de la casa. Si algún propósito tenía era el de ayudar, servicial, a mejorar la convivencia. Puede que no fuese la más hábil con los pinceles, ni la más apañada en los fogones, ni tan siquiera la más atrevida en la cama; era algo más que eso, era la base del orden bajo el que se debía fundar su convivencia. Una señorita, en verdad, al servicio de sí misma. Lástima que todos la mirasen con recelo y desconfianza; muchos eran los que renegaban de sus modales y su modus operandi, pero ella no tenía la culpa de que la hubiesen vestido de puta.

Pobre Srta. Política, tan violada y maltratada. Conocieron su debilidad. Los políticos, muchos, son unos proxenetas de la esbelta señorita. No les importa venderla con rímel barato y minifalda si reciben sus deshonestos honorarios. Y qué lástima que sea así. Porque hay algunos políticos de devoción, pocos, que luchan por el bien social, por poner al servicio de la sociedad a esa dama de nobles voluntades. Y se dejan la piel en una lucha desigual contra el proxenetismo.

Y no puedo dejar de imaginarme los ojos brillantes de la Srta. Política cuando una noche la invitaron a cenar y a pasear cogida del brazo, a punto de llorar de puro sensible y de tan deteriorada como se sentía. Alabo con energía a aquellos que la mecen con cariño por inferiores y comprometidos. Pero qué lástima que sean tan pocos y, sobre todo, qué putada tener que financiar las malas artes de sus proxenetas con irpf’s, iva’s y compañía.

Política, noble dama, cuánto deseo tu libertad.

La aguja pasa y queda el hilo. Lo político pasa y queda lo moral. Pero si la aguja no tiene hilo, pasa la aguja y no queda nada. Claro que no se puede coser sin aguja; pero mucho menos se puede coser sin hilo.

[Leonardo Castellani, Cómo sobrevivir intelectualmente al siglo XXI]

P.S. Aristóteles juzgaba dos vidas dignas del hombre varón: politicos bios, y por encima de ella, theoretikos bios. Sin embargo, la mayoría de las personas vivimos una vida de diversiones, más mundana, a la que el griego llamaba con desdén paidikos bios, es decir, vida de chicotes, de críos, de niñatos.