El ombligo de Alberto Olmos.
No me conmueve el horizonte
No me da miedo la muerte
No me importa tu desorden
Me asusta mucho perderte.
[Autorretrato, Tulsa]
Te regalé Irene y el aire, la nueva «novela» de Alberto Olmos, el día de tu «santo» previendo garantía de éxito: regalar a una matrona por el día de la Inmaculada Concepción un libro sobre el parto y la paternidad en un hospital en el que ha trabajado era apuesta poco arriesgada. Te duró media madrugada, a mí un par de días; nos sentimos interpelados en cada frase, en cada idea de Olmos.
En realidad, la novela no apabulla en contenido: es cierto que el alumbramiento es el momento más luminoso de cualquier existencia, pero hemos sido tantos miles de millones los padres y madres del mundo que podría considerarse banal y vanidosa, de antemano, la intención narrativa. Concretando, Irene y el aire se centra en el relato con mucha destreza de un escritor cuarentón sobre su paternidad en el 12 de Octubre a partir de unas notas recogidas al alimón con su novia Eugenia en un cuaderno autobiográfico. Y «su» parto no tiene nada de carismático: pareja primeriza que concibe a niña sana por parto natural en hospital madrileño. Lejos, por ejemplo, de la narración de Sergio del Molino en La hora violeta que escribe una carta de amor a su hijo que muere por leucemia o de Francisco Umbral en Mortal y rosa, que acompaña la infancia de su único hijo Pincho, fallecido de forma prematura con 6 años también por leucemia, en un libro poético de llorar a la vuelta de cada párrafo.
El mérito de Olmos, si cabe, es que va a vender bastantes ejemplares porque la narración es ágil y absorbente y porque su nombre ya se ha hecho un hueco en el panorama actual por su irreverencia política. Y cuando te digo esto y me dices que he obviado la mitad de los detalles del libro, y me lo argumentas, hundes mi orgullo con tu razón, porque hay muchas aristas con lectura obstétrico-ginecológica: cómo trabajar para que el padre no se sienta desplazado, cómo esforzarse en empatizar con la embarazada a pesar del horario de los turnos laborales, qué abismo tuvo que sufrir el padre solo con su hija recién nacida en brazos, qué principiante irse a por el coche y la bolsa de mudas en el peor momento, qué necesidad de protagonismo paterno sea impostado o realmente sentido.
Me pides que imite a Olmos, no por egolatría sino por interés real, como madre y como matrona. Toda madre ha narrado su parto mil veces pero pocos padres han manifestado su vivencia, por pudor o por insignificancia, y ahí reside el mérito de Olmos, en la singularidad de lo más humano. La memoria siempre traiciona al pasado y a la realidad, máxime en una situación límite, pero cuanto menos se rememora mayor margen de maleabilidad delegado en la memoria. Y mi memoria, lamentablemente, se caracteriza por su fragilidad.
Lo malo de que la madre sea matrona es que te desentiendes de las dudas. Cada pareja primeriza arrastra un alijo de inseguridades, de problemas reales y posibles, de sangrados mortales o lavables, de contracciones preventivas o notariales, qué silla es mejor para el coche, lactancia materna, piel con piel, marca de cremitas para el culete. Incluso ignoraba que los partos se podían programar sin recurrir a la cesárea, que te citan en el hospital para inducir la expulsión en X semanas más Y días de embarazo. Y así nos convocan el martes 17 de octubre de 2017 a primera hora de la mañana. Lo lógico es pensar que, ya que te dan cita para inducir el parto, el proceso sea rápido: estímulo, expulsión, bebé, pim, pam, pum. Pero no, desde el aviso al cuerpo materno vía óvulo vaginal de prostaglandina hasta la expulsión se suceden durante horas los gritos y dolores. Pasan las horas y las contracciones, brotan mugidos de desesperación desde un abismo interior cada vez con más frecuencia e intensidad, rezas a todos los dioses de todas las religiones en todas las posturas que mitigan tu calvario.
Primero, en la habitación de la maternidad, después en la sala de dilatación y, por último, en el paritorio. Cada cuerpo es un mundo, sirva la obviedad, y recorre su peregrinaje hasta el parto con diferentes ritmo y pendiente de dolor. Nosotros no podemos entenderlo, no podemos sentir ese dolor, ese empuje innato de la naturaleza que quiere abrirse paso entre las piernas de una mujer. Me recuerda a una novela de Sándor Marai: «a veces ella, cuando tenía miedo, decía descarada y desafiante: sólo soy una mujer… Como si uno dijera: sólo soy el Niágara«.
Supongo que es difícil recordar horas concretas pero sé que después de más de doce horas en el hospital, sobre la hora de una cena tardía, sientes que ya tienes que estar madura. La matrona te dice que has avanzado poco pero como os expresáis en centímetros que en realidad son dedos no os entendemos. Más de doce horas de dolor desaprovechadas. Te hundes y lloras porque haces una regla de tres simple y te sale como resultado un sufrimiento eterno. Si no me desmorono bajo tus lágrimas es porque no tengo ni idea de lo que significa la cifra cantada por la matrona bajo tu camisón. El equipo del paritorio entiende tu desesperación y propone un plan alternativo: droga para dormir un rato y que el útero trabaje sin molestar durante unas horas pero prohibiéndote parir mientras dura su efecto porque podría tener efectos letales para el bebé; esta es mi explicación for dummies, y no tengo otra. Te drogan en la sala de dilatación asignada y volvemos a la habitación a descansar. En la noche escandalosa de un paritorio en ebullición -cinco partos si no recuerdo mal-, tú duermes como si no tuvieses contracciones, como si tu cuerpo no librase una magnífica batalla por la vida, y como si las paredes no se estremeciesen ante cada ronquido de nuestro compañero de habitación, que ayer fue padre y goza literalmente «el descanso del guerrero». Me veo como centinela en vela que lucha por dormir contra los elementos: la adrenalina, el incómodo sillón y los molestos ronquidos.
En la madrugada muy avanzada despiertas con hambre y nos acercamos a la máquina expendedora de guarrerías, a saber qué eliges, algo de chocolate. El camino de vuelta a la habitación se completa entre varias estaciones de dolor en las paredes del pasillo: si queda mucho la tortura será insufrible. Pides volver a la sala de dilatación y entonces todo sucede demasiado deprisa. No sabría ordenar cronológicamente: te monitorizan y las cifras que canta la «máquina de intensidad de las contracciones» son de cum laude, notifico por wasap a ambas familias que estamos en completa, me muerdes el brazo en mitad de una contracción, más vale un hijo que un pedazo de antebrazo, te arrancas las vías con desesperación y te sangra la vena del brazo, todo se llena de fluidos, la cama, mis brazos, el camisón. Llaman a Inma, tu amiga matrona, para asistir el parto, y viene con contagiosa vitalidad aunque sean las cuatro o las cinco de la mañana y esté durmiendo en casa. Creo que llegas a pedir la epidural, contra tus intenciones, pero no da tiempo porque el anestesista está ocupado (o la anestesista está ocupada). Dices que «quieres empujar» y entiendo que no es que «quieras» sino que de forma instintiva tu cuerpo va a engendrar otra vida humana por las buenas o por las malas en ese instante. Ahí ya no queda nada de conciencia, de libre elección, solo el sometimiento a los designios de la naturaleza para perpetuar la especie humana en este mundo.
Nos pasan al paritorio adjunto y te colocan en una silla de partos como las que tenemos registradas en nuestra memoria colectiva, boca arriba y con las piernas abiertas. Entonces comienza la cuenta atrás tras cada empujón entre contracciones. Me fascina el papel de la matrona, acompaña, no interviene, recomienda, tranquiliza. Veo salir la cabeza del bebé, todo va bien, yo que me pensaba incapaz de asistir a ese momento, pudoroso entre sangre y dolor. Sigues sufriendo, su mano te rasga porque la trae en la cara. Como si la matrona estuviese a la espera de cogerlo al vuelo, expulsas al bebé y ella captura el trofeo con destreza a las seis menos diez de la mañana. Ni siquiera veo cómo pinzan y cortan el cordón umbilical. Después de más de nueve meses de bendito parasitismo se convierte en un ser independiente. Te lo dan, lo besas, ha nacido, pero no soportas el dolor y quieres que ¿yo? lo coja. ¿Yo? Quince mil conversaciones y una investigación adornada con un póster en un congreso mientras estudiabas la especialidad sobre el piel con piel para que ahora no admitas la evidencia. La teoría y la práctica. Al final accedes al piel con piel mientras pasas el duro trámite de expulsar la placenta. La matrona estira con cuidado del cordón umbilical poco a poco para extraerla, la casquería de la vida pesa mucho, molesta mucho. Pensabas que el dolor terminaba con el bebé y no con la liberación de la placenta, lección anotada, por eso la acepción literal de «alumbramiento» es la expulsión de la placenta y membranas. Ahora ya sí, tres cuatrocientos.
El pequeño Cayetano está sucio, lleno de líquido amniótico y sangre, con la nariz aplastada y la cabeza espachurrada. Solo pienso en lavarlo pero dices que la piel absorberá toda la grasa en su propio beneficio, la naturaleza es fascinante; con autoridad remarcas que los hospitales que lavan al recién nacido están obsoletos. Nos pasan a la habitación de puerperio y, en el camino, me dejan escaparme para notificar a ambas familias, en la sala de espera del paritorio, que todo ha salido bien, que Cayetano ha nacido y que tú estás bien, no sé si lo llegué a pronunciar o simplemente mi emoción y mis lágrimas manifestaron la felicidad.
La sala de puerperio es una salita pequeña en penumbra, como si el hospital ofreciese un servicio de relajación e intimidad durante dos horas. Yo ignoraba por completo la existencia de este lugar y este tiempo. Inma, la matrona, especula con el parecido y nos hace un par de fotos de recuerdo antes de dejarnos solos. No recuerdo haber hablado mucho contigo durante las horas previas pero sí en esas dos horas. Te digo que ahora tenemos que aprender a querer a nuestro hijo, que de momento no es nada más que un recién llegado. Que, por ahora, te quiero más a ti que a él. Mientras, tú ya lo estás amamantando, es decir, queriendo. Y recuerdo un comentario que me hizo un amigo durante el embarazo: «en cuanto veas salir a tu hijo, lo vas a mirar y vas a pensar ‘¡coño, yo a este lo conozco!'». Ese dieciocho de octubre llovió muchísimo.
Cada nacimiento es un mundo único y singular. 12 de junio de 2020. Tienes cita en monitores, salimos mañana de cuentas pero en la consulta te dicen que no será inminente. Cuando volvemos de Cuenca te comento que podríamos volver a la capital a cenar, por si acaso, porque asimilamos el temor a una hora de viaje con el parto desencadenado. Sabemos que Alfonso Javier, concebido en la resaca de la celebración del cincuenta aniversario, debe nacer el día de San Antonio de Padova, patrón de la familia por las peticiones atendidas y certificadas desde 2005. Cenamos entre mascarillas en la terraza de la marisquería Joni, tomamos un gintonic en El Gallo y después nos damos un paseo por la calle del agua. Más que a multiplicar una famlia parece que hemos ido de turismo. Dudamos entre las alternativas: volver a casa, ir a dormir a un hotel o acudir al hospital. Optamos, con acierto, por la última opción y nos ingresan automáticamente en la habitación 212. En Cuenca no suele haber muchos nacimientos, así que nos asignan una habitación libre, tengo cama. La experiencia es un grado: tú te pones a leer entre contracciones y yo a dormir. Hasta que sobre las tres y media me despiertas y me dices que ya no aguantas más. Nos vamos a parir.
La sala de dilatación es más lúgubre que la de Alcázar de San Juan, más vieja, más pequeña, peor iluminada. Las contracciones son ya muy fuertes pero te sientes cómoda entre una matrona veterana con la que coincidiste en tu especialidad y una matrona residente menuda y atenta. Tú conoces sus nombres. Informas que «quieres empujar» y van a preparar el paritorio con premura. Mi papel se limita a darte agua y sostener en tu espalda baja un cojín caliente con fuerte olor a romero, inútil auxiliar de un púgil en combate de boxeo. Sucede todo tan rápido que apenas da tiempo a ir de la sala de dilatación al paritorio aunque los separen pocos metros; a la mitad de camino te viene una contracción fuerte, casi para quedarnos a parir en el pasillo. Llegamos a la sala de partos y todo fluye con una naturalidad fascinante. Te agachas y te apoyas en mí, o te agachas y te sujeto de los hombros. Declinas tumbarte en la silla de partos, quieres parir como estás, en cuclillas, no por romanticismo sino porque sientes que tu cuerpo te lo pide. Empujas sabiendo cómo y cuándo, para asombro de la aprendiz de matrona y orgullo gremial de la veterana. Pides silencio porque entre todo el equipo montan mucho escándalo, a mí también me estaba molestando la confianza pero no tenía derecho a réplica. La más joven se muestra entusiasmada, a pesar de su incómoda posición casi en el suelo, y no para de repetir «¡Qué bien, Inma!». Entre cada contracción, un empujón consciente, meditado y medido para concluir una expulsión sobresaliente a las cuatro y media de la madrugada.
El viejo suelo es un gran charco de sangre y fluidos, incluso pides perdón por haberlo ensuciado, como si estuvieses pidiendo una fregona para recogerlo. Esta vez sí acurrucas al bebé entre tus pechos entre besos y sonrisas. Creo recordar que en este momento sí te apartas la mascarilla para besar al bebé. Yo también te doy un beso en la frente sudorosa, te lo intento decir todo con ese humilde beso. Periné íntegro, como dices con gran satisfacción cuando vuelves de un trabajo bien hecho. Cuando expulsas la placenta, la joven matrona juega con ella como si fuese una bola gigante de plastilina roja y negra y, entonces, siento vértigo. Todo ha salido tan bien que la adrenalina se la ha envainado al instante y siento que la cabeza se me queda vacía. Lo manifiesto con prudencia y me mandan a sentarme en el suelo, junto a la pared. Sueles decir que a los padres, si se quejan en un parto, les dan una patada y los abandonan a su suerte, son la última prioridad en un paritorio; a mí me ofrecen agua con educación y me hacen un hueco para poder mantener el lazo visual con madre y bebé, no puedo estar más agradecido. Como mi aviso fue muy preventivo, pronto me levanto con confianza y escucho a la joven matrona agradecerte el parto, como si considerase un privilegio haber asistido a un alumbramiento así, de sentar cátedra. Alfonso nos mira como pensando que el mérito es suyo, ¡qué bienvenido eres!