Sócrates juega al póker

Sócrates es homosexual, de eso no cabe la menor duda, y como Sócrates es un hombre, entonces se deduce que todos los hombres somos maricones. Pero sucede que yo no soy Sócrates, de lo que se desprende que no soy hombre. No creo en los silogismos, como tampoco creo en las inferencias lógicas, porque entonces no se debería cumplir que cuanto más te quiero peor me tratas y cuando más te ignoro más me persigues. No tiene explicación que me digas que sí cuando dices que no, que montes en cólera después de cinco días contigo si no te miro dos minutos, que me llames desesperadamente si me olvido de ti dos semanas, que me odies si hago que te tiemblen las piernas y que me abraces si te confieso que me gasté el dinero que me prestaste en la tragaperras. Que no quiero que me retes a otra partida de póker en la que tienes las cartas marcadas. Ya me la ingeniaré para espiar lo prohibido con mis cinco naipes.

Una mujer con tacones

Si los tacones te hacen perder la perspectiva del mundo
a ras de suelo, y no miras, sino que sugieres.
Si cuando sonríes es por obligación, o justificas un fin
y cuando miras lo haces por encima del hombro.

Si el rímel te emborrona la visión de la realidad.
Si buscas más envidia que la que te tienen
y no engañada, engañas.

Si no eres buena, y no finges ser mejor de lo que eres,
si al hablar exageras lo que quieres
y no propones sino que exiges.

Si provocas, y no intentas agradar,
si al andar te yergues y avanzas el pecho
y agilizas los tacones, y besas el aire.

Si tu cuenta pasó ya del treinta y siete,
si sólo sonríes para hacer fruncir el ceño
y no te rebajas a pesar del sofismo del orbe encanallado.

Si nunca arriesgas ni te llenas de alegría
porque tus apuestas siempre se sellan sobre seguro
y no te lanzas a la pelea, sino que la gozas
sin importarte las secuelas de los demás.

Muchos de los de esta tierra serán de tu dominio,
y mucho mas aún,
serás una femme fatale, hija mía.

2666 y la revolución de la novela

2666 es el título indescifrable de la novela póstuma del escritor chileno Roberto Bolaño. Un libro que en realidad está formado por cinco novelas; de hecho, el deseo de Bolaño era que, por razones prácticas y económicas, se publicase en cinco partes diferenciadas. Desde mi punto de vista, el editor acertó al publicar el conjunto, sin duda indivisible a pesar de las 1128 páginas del libro (Ed. Anagrama, Colección Compactos).

Bolaño encabeza la colosal novela con una cita devastadora de Baudelaire (que, por cierto, me vendría al pelo para encabezar la tesis): “Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”. En concreto en la cuarta parte de 2666 se materializa con notoriedad la cita: se narra una sucesión indescifrable e interminable de asesinatos de mujeres adolescentes en la ciudad de Santa Teresa (México, trasunto de Ciudad Juárez). Bolaño, con conocimiento de causa, deja caer muerte tras muerte con una frialdad horrorosa, hace al lector cómplice impotente de ese ruido de fondo triste y sangrante que asola a la ciudad pero constatando que el mundo gira imperturbable en ese desierto de monotonía («El mundo, percibido como un naufragio interminable»).

El argumento de 2666 es complejo y al mismo tiempo trivial. Cada uno de los cinco libros tiene un protagonista diferente (o varios): cuatro profesores europeos de literatura en busca de un escritor alemán, un profesor universitario chileno, un periodista afroamericano, los crímenes de Santa Teresa y el escritor Archimboldi. Cada parte se narra de una forma diferenciada y da lugar a una pieza del gran puzzle que construyen los asesinatos de Santa Teresa («Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo»).

Pero dejando de lado el argumento, cuyo análisis conllevaría largas disgresiones, lo relevante de la novela es la narrativa que emplea Bolaño para construirla, tan poética y al mismo tiempo tan de andar por casa, como si uno pudiese hablar de amor o muerte o sexo como de una receta de macarrones a la putanesca. ¿Ejemplos?

De religión: «A veces pensaba que ya no leía precisamente por ser ateo. Digamos que la no lectura era el escalón más alto del ateísmo o al menos del ateísmo tal cual él lo concebía. Si no crees en Dios, ¿cómo creer en un pinche libro?, pensaba.»

De homosexualidad: «Hans no entendía cómo una verga se podía poner erecta delante de un agujero del culo como el de Farfán o el de Gómez. Podía entender que un hombre se calentara con un adolescente, un efebo, pensaba, pero no que un hombre o el cerebro de ese hombre pudiera enviar señales para que la sangre llenara las esponjas del pene, una por uno, con lo difícil que eso era, con el solo reclamo de un ojete como el de Farfán o el de Gómez. Animales, pensaba. Bestias inmundas atraídas por la inmundicia.»

Del amor: «¿Qué es para mí lo sagrado?, pensó Fate. ¿El dolor impreciso que siento ante la desaparición de mi madre? ¿El conocimiento de lo que no tiene remedio? ¿O esta especie de calambre en el estómago que siento cuando miro a esta mujer? ¿Y por qué razón experimento un calambre, llamémoslo así, cuando ella me mira y no cuando me mira su amiga? Porque su amiga es notoriamente menos hermosa. De lo que se deduce que para mí lo sagrado es la belleza, una mujer guapa y joven y de rasgos perfectos.»

De la vida: «La idea es de Duchamp, dejar un libro de geometría colgado a la intemperie para ver si aprende cuatro cosas de la vida real. Lo vas a destrozar, dijo Rosa. Yo no, dijo Amalfitano, la naturaleza.»

De la felicidad: «Me sentía feliz porque veía a los otros felices y porque sabía que tenía que sentirme feliz, pero en realidad no estaba feliz.»

Sin embargo, 2666 y Bolaño son, como se suele decir, difíciles. No son prosa clarividente, explicativa, narración secuencial y detallada, ni tan siquiera es la belleza de las palabras bonitas de Cortázar. Es crudo, terriblemente crudo, y experimental. La estructura de la novela parece que se cae, pero se mantiene firme y el final de cada parte la vigoriza. Además, Bolaño juega con el lenguaje y con las ideas con una naturalidad envidiable, como cuando encadena sentencias disyuntivas o enlaza pensamientos con «también:» o explica fobias sin que el lector sepa por qué o cuenta chistes machistas igual que narra homicidios. En cualquier caso, un escritor que jamás deja indiferente y que merece ser leído para ensanchar la definición propia que se tiene del concepto literatura.

Sutura

«Sutura», Adolfo Martínez.

Que esa cremallera no se abra, que mantenga encerradas las entrañas, que no muestre más de lo que debe no sea que nos dé miedo o nos desmayemos del olor a sangre o a muerto o a desinfectante. Lo que sea. No quieras conocer los misterios que se te ocultan, ni pretendas quebrar las normas que se te imponen desde arriba, desde el horizonte o desde el suelo. Porque si esa herida cicatriza es para que no sangre. Y no duela. Porque si esa cremallera está cerrada es para tapar. ¿Qué? Al monstruo de las tres cabezas, con cola de cocodrilo, garras de oso y alas de cóndor. O no.

P.S. Obra de la flamante sala de exposiciones inaugurada en los sótanos de la Casa Grande de Villaescusa de Haro. La exposición inaugural permanecerá abierta hasta el 17 de septiembre, si mal no recuerdo, y viene de la mano de Adolfo Martínez («Sutura», «La Venus de la Pinadilla» y otras), José Carlos Ortiz («Tres de Villaescusa o el retablo de Antonio» y otras) y Rafael Rodríguez, que no lo conozco.

Apagado o fuera de cobertura

Carmona

En Carmona, el pueblo de la foto, por donde pasamos a mediados de agosto, no creo que hubiese cobertura. Era como una aldea anclada en el pasado en la que sólo vimos a un abuelete que se dedicaba a tallar utensilios de cocina como tenedores o cucharas en madera y que apenas hablaba castellano. Supongo que el Gobierno de Cantabria subvencionará ese estado de perpetuo anquilosamiento, ese dejar de lado la civilización frenética de un poco más allá con el objetivo de potenciar el turismo rural, porque todo el pueblo parecía un decorado perfecto de película, sin ningún elemento discordante. Una cabra se alzaba con gracia, y éxito, sobre las hojas más bajas de un arbolito. Las niebla se palpaba y jugaba a contrastes divertidos con el verde intenso de los praus circundantes.

Y bueno, quizá es mejor que termine el verano, porque con cuarenta grados el saxo de Charlie Parker ahoga y casi se echan de menos las tardes de lluvia y frío y merienda y música con los graves altos. El verano es más para Iniesta, que se merece el oro de balón, y para el barquero, que si la desembarca buen desembarcador será.

Agosto no es para pensar. Y 2666 me ha dado la excusa perfecta para ello, y por tanto para no escribir en el blog durante todo el mes: «La lectura es placer y alegría de estar vivo o tristeza de estar vivo y sobre todo es conocimiento y preguntas. La escritura, en cambio, suele ser vacío.» Ni un reproche a Bolaño. Ya hablaremos otro día de 2666, aunque la mejor definición la da el propio Bolaño en una especie de párrafo metaliterario en el que podría referirse a su propia obra póstuma, mastodóntica, experimental:

El farmaceútico escogía “La metamorfosis” en lugar de “El proceso”, escogía “Bartleby” en lugar de “Moby Dick” y “Un cuento de Navidad” en lugar de “Historia de dos ciudades”. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmaceúticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.

Y hablando de 2666 y del verano, viene al pelo la cita de Baudelaire que encabeza la novela: «Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento», ese horror al abrir el apartamento sin aire acondicionado en Benidorm con un cargamento de niños y ese aburrimiento en mitad de una playa abarrotada y solitaria en la que el sol duele a poco que uno lea o juegue con las palas o se entretenga con la PSP.

Mi horror. El sms de móvil que con más cariño guardo del verano dicta un escueto y triste «eres tonto?!». Y estoy casi seguro. Mi aburrimiento. En uno de esos ratos de tedio de las eternas noches de agosto aprendí todos los decimales que mostraba el iPhone del número pi: 3,141592653589793. Y porque no había más. Sólo quedaban las estrellas. Sólo quedaban las luciérnagas brillando en La Pesquera y el canto de los grillos y la marmita hecha pedazos sobre el asfalto de La Recortá.

Historias de Roma

Berlusconi es, en el imaginario de sus partidarios, un condottiero, no un politicastro al servicio de intereses superiores; es alguien que opera a la luz del día, no un grande vecchio que conspira en secreto; es alguien que habla con claridad y dice lo que piensa, a diferencia de la clase política convencional; es un esteta que recurre continuamente a la cirugía estética para rehacerse el rostro y la cabellera (los pelos que cubren su calva poceden del cogote de su hermana) y se rodea de cosas bellas y mujeres guapas (el machismo mantiene una notable vigencia); es, además, un hombre riquísimo que no se deja corromper, sino que corrompe, lo cual evita presiones y garantiza la fiabilidad de sus promesas.

Fragmento de Historias de Roma, del lúcido Enric González, un librito curioso y de agradable lectura en el que el escritor catalán dibuja un fresco muy vivo y sobresaliente de la maravillosa ciudad de Roma y, ya de paso, de la sociedad romana. La escritura es muy ágil y los contenidos muy atractivos, qué pena que sea tan corto, con multitud de anécdotas y opiniones de Berlusconi, Juan Pablo II, Alberto Sordi o Totti, entre muchos otros. El retrato es tierno y mordaz, va de anécdotas graciosas a valoraciones filosóficas básicas pero relevantes.

Un libro recomendable para todo aquel que haya ido o vaya a ir a Roma, además casi te dará tiempo a leerlo en el avión a la capital romana. Como alternativa, Enric González también ha publicado sus historias de Londres y Nueva York, dos capitales en las que también fue corresponsal.

Schweinsteiger, Hauptbanhof

Alemania es una Hauptbanhof.

Suena a insulto, pero simplemente se trata del término con el que designan a las estaciones de trenes principales de cada ciudad. La primera imagen que me viene a la mente cuando pienso en Alemania es la de una larga hilera de vías de tren, montones de amasijos de hierro perfectamente alineados en paralelo, lo que se ve cada vez que te acercas a una Hauptbanhof y el tren decelera. Y ahí desembocan los trenes, en las estaciones principales, tan imponentes, generalmente espacios abiertos con grandes bóvedas, como catedrales de la globalización y la ubicuidad. Es denso el trasiego de personas de todas las edades, desde adolescentes que comen brezeln o berliner hasta personas mayores con zapatillas de deporte y pantalones de chándal pasando por serios ejecutivos que toman el tren y no los taxis o coches oficiales. Y denso es también el olor de las estaciones y andenes y vagones, debido a la familiaridad con que comen los alemanes fuera de casa y el olor de su comida, tan especiada. Da la sensación de que no haya ningún alemán fuera del tren y que todos hagan visitas a familiares o trabajen o estudien en ciudades diferentes. Lo malo es que te abroncan si hablas por el teléfono en el vagón, no les gusta que interrumpas el sonido de los raíles. Es curioso, como anécdota, que he visto más trenes de alta velocidad con retraso que regionales, como si Deutsche Bahn quisiese atenuar las injusticias que sufre la plebe con un pequeño detalle de favoritismo o como si fuese consciente de que los trayectos en regionales son más relevantes para el engranaje germano.

Schweinsteiger es una Hauptbanhof.

Suena a insulto, pero Schweinsteiger es algo así como una Hauptbanhof, un conglomerado de hierro forjado en las canteras bávaras, donde no se aprender a gambetear, sino a atornillar, soldar y tomar consciencia de la industria de cadenas de montaje de logística casi mística. Schweinsteiger es como un nudo ferroviario en el que se concentra el germen del fútbol aleman actual, origen de todos los trenes con destino la portería rival. Una estación que reparte justicia con los viajeros, agilidad de transbordo e incansables labores de distribución. Cuando sus compañeros lo encuentran, sienten el alivio del viajero cuando divisa la alta bóveda de una Hauptbanhof, saben que estéticamente podría ser más estética y atractiva pero difícilmente más funcional y sosegante.

Esperemos que mañana todos los trenes lleguen con retraso.

La estabilidad del caos

El desequilibrio, por definición, es perfecto, estable hasta la desesperación. Pero bueno, eso ya lo estudiábamos en termodinámica, todo sistema tiende al caos. Parece muy poético, pero más bien es un desastre, y nunca mejor dicho.

La tendencia infinita al caos me recuerda a N. No era un habitante usual de este mundo, sino más bien un espectador, un supervisor. Intentaba controlar que todo a su alrededor fluyese del modo correcto. Era feliz cuando veía todos los elementos de los sistemas (léase individuos y sus circunstancias) de su alrededor en armonía, como un gran ecosistema bien engranado. Le desesperaba la incertidumbre. Para ella el mundo era un sistema en el que cada uno giraba de forma individual, a lo suyo, inconsciente de su posición global dentro del todo, pero ocupado de manterse en su órbita particular; y ella se consideraba la encargada de mantener ese frágil equilibrio, como si tuviese que mantener cientos de platos girando alrededor de largas varillas de madera y tuviese que correr de un lado a otro cuando cada plato perdía velocidad.

Ella era consciente de que el equilibrio era frágil, pero luchaba por mantenerlo, de ello dependía su satisfacción personal. Era sensata y sabía que hacía falta una gran concentración para que cada decisión fuese la correcta, desde dar un paso y no tropezarse con la acera hasta llamar a una amiga y no equivocarse en el nombre o pagar una copa y devolver bien el cambio. Sabía que era utópico mantener la estabilidad, pero su inconsciente luchaba por apresarla.

Un día conoció a un chico que la desoriento por completo, tanto que le repetía a menudo esos versos mágicos de Aute «no temas si me matas, que yo sólo entiendo tus labios como espadas.»