Pasear, al perro

Man With Dog, Francis Bacon, 1953.

Si ves que tiemblo no te preocupes. Que tu bienestar no se vea salpicado por los chorros de mis temores. Expande tu dicha y tu sabia inconsciencia sin percatarte de las angustias que rascan las paredes de mi cueva, desubicado e incomprendido oasis del horror. Siempre el subconsciente, perdido, inexplorable. No intentes bucear en mis des-recuerdos ni en mis des-velos, por tu bien, porque descansarás más tranquila sobre tus pequeñas ambiciones y tus gaseosos éxitos. Y no es que no valore tus triunfos y tus luchas, pero a mí no me gusta sacar a pasear al perro. Quizá yo sea más ese trapecio negro que unos pies atados a un perro; no, no, soy más esa alcantarilla, desconocida y despreciable de antemano.

Proxenetas de mierda

Pobre señorita, tan pulcra, con ese vestidito de seda tan virginal, que se presentó a reuniones sociales ignorando que le iban a desgarrar hasta las entrañas. Ella, tan de buenas intenciones provista, que estaba dispuesta a barrer los rincones sucios de la casa. Si algún propósito tenía era el de ayudar, servicial, a mejorar la convivencia. Puede que no fuese la más hábil con los pinceles, ni la más apañada en los fogones, ni tan siquiera la más atrevida en la cama; era algo más que eso, era la base del orden bajo el que se debía fundar su convivencia. Una señorita, en verdad, al servicio de sí misma. Lástima que todos la mirasen con recelo y desconfianza; muchos eran los que renegaban de sus modales y su modus operandi, pero ella no tenía la culpa de que la hubiesen vestido de puta.

Pobre Srta. Política, tan violada y maltratada. Conocieron su debilidad. Los políticos, muchos, son unos proxenetas de la esbelta señorita. No les importa venderla con rímel barato y minifalda si reciben sus deshonestos honorarios. Y qué lástima que sea así. Porque hay algunos políticos de devoción, pocos, que luchan por el bien social, por poner al servicio de la sociedad a esa dama de nobles voluntades. Y se dejan la piel en una lucha desigual contra el proxenetismo.

Y no puedo dejar de imaginarme los ojos brillantes de la Srta. Política cuando una noche la invitaron a cenar y a pasear cogida del brazo, a punto de llorar de puro sensible y de tan deteriorada como se sentía. Alabo con energía a aquellos que la mecen con cariño por inferiores y comprometidos. Pero qué lástima que sean tan pocos y, sobre todo, qué putada tener que financiar las malas artes de sus proxenetas con irpf’s, iva’s y compañía.

Política, noble dama, cuánto deseo tu libertad.

La aguja pasa y queda el hilo. Lo político pasa y queda lo moral. Pero si la aguja no tiene hilo, pasa la aguja y no queda nada. Claro que no se puede coser sin aguja; pero mucho menos se puede coser sin hilo.

[Leonardo Castellani, Cómo sobrevivir intelectualmente al siglo XXI]

P.S. Aristóteles juzgaba dos vidas dignas del hombre varón: politicos bios, y por encima de ella, theoretikos bios. Sin embargo, la mayoría de las personas vivimos una vida de diversiones, más mundana, a la que el griego llamaba con desdén paidikos bios, es decir, vida de chicotes, de críos, de niñatos.

I+D+i

No es inusual escuchar a Zapatero decir una cosa y, al día siguiente, la contraria. Pero lo habitual es tener que soportar sus discursos y comentarios trufados de obviedades y tópicos. Ahora le ha dado por decir que la innovación es la receta para luchar contra la crisis, como si pasar de un país que hace ladrillos a otro que fabrica circuitos integrados se hiciera en cinco minutos. La insoportable levedad de Zapatero ha contagiado al Gobierno y al país.

[Pedro G. Cuartango, en su blog]

¿Qué es innovación?, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es innovación? ¿Y tú me lo preguntas?
Innovación… eres tú.

Essence

Al principio fueron las botas de agua. Un simple complemento para combatir con certeza la variabilidad de la climatología. No era muy preocupante, tan sólo un signo de precaución. Pero luego llegaron los guantes de látex para las manos, extremo de una higiene milimétricamente cuidada, y el gorro de invierno. Así, poco a poco, fue aislándose de los potenciales peligros que la acechaban; bueno, que ella presuponía como amenazas invisibles. Día tras día aumentaba su seguridad para que nada obstruyese su placentera existencia agrandando su capa de impermeabilidad.

Así hasta que llegó a quedarse en la orilla de las gentes, en la apatía infinita. Totalmente protegida de emociones peligrosas pero, ella lo ignoraba, expuesta a la intemperie de la vulnerabilidad sentimental. Su relación con los demás se había vuelto harto higiénica, sensiblemente indolora e incolora. Incluso había tenido cuidado de no fortalecer pesadas cadenas con quien se suponía que eran sus amigas. Era mucho mejor mantenerse al margen, no sufrir de forma estúpida por nimiedades provocadas. Sin embargo, había construido su barrera tan concienzudamente que se había olvidado de lo esencial.

Pero nadie supo definirle «esencial».

Sophisticated Lady

Sonaba tan decadante el saxo al final de esa pieza que le tableteaban los labios y se le erizaba el vello de la nuca; quizá ese sonido grave y triste le recordase algún tiempo pasado, cuando era una dama sofisticada, cuando asistía con frecuencia a este tipo de saraos con la cabeza alta y la sonrisa deslumbrante; no como ahora, disfrazada de detective de folletín, con gafas de sol bajo la luz de los tenues focos, con miedo a sonreír, casi pavor a desnudar una mueca de optimismo a sabiendas de lo hipócrita que sería que se le intuyese un atisbo de dicha. Si había vuelto al club era sólo para destapar el aroma de antiguos recuerdos de una época mejor. Muchas cosas eran las que habían cambiado, pero de igual manera le permitían rememorar aquellas noches felices. Y ahora, ahora sólo le quedaba vagar por la melancolía de los días de vino y rosas y constatar que había fracasado en su objetivo de llegar a ser como ella. Si acaso conseguía imitarla en su afición al lado oscuro, a rebozarse entre alcohol, humo, tranquilizantes y cuerpos extraños. Pero jamás aprendería a expresarse con ese sentimiento de realidad sufrida y certificado de ausencias sobre el escenario.

They say into your early life romance came
And this heart of yours burned a flame
A flame that flickered one day and died away
Then, with disilution deep in your eyes
You learned that fools in love soon grow wise
The years have changed you, somehow
I see you now
Smoking, drinking, never thinking of tomorrow, nonchalant
Diamonds shining, dancing, dining
with some man in a restaurant
Is that all you really want?
No, sophisticated lady,
I know, you miss the love you lost long ago
And when nobody is nigh you cry

Cooperación al Desarrollo en tiempos de crisis

Ingeniería Sin Fronteras organiza los días 3 y 4 de marzo un Curso de Cooperación al Desarrollo desde la Ingeniería en Ciudad Real en el que se realizará un breve repaso a conceptos clave de la Cooperación al Desarrollo y la Tecnología para el Desarrollo Humano. El programa del curso se puede descargar aquí y el cartel del curso se puede ver aquí:

Surcos

No vives de lo que está almacenado en ti, sino de lo que transformas.
[Antoine Saint-Exupery, Ciudadela]

Gracias por darme a conocer esta pintura (L’homme à la houe, Jean François Millet). No sé qué tiene pero consigue absorberme, siento una gran empatía por ese hombre. No pienso cuando lo observo, sino lo siento, ese surco sinuoso tan sudado, esa boca abierta exhausta, el peso del cuerpo sobre el azadón. Me duelen los riñones viendo este cuadro pero no puedo dejar de mirarlo.

P.S.Por lo visto, el poeta Edwin Markham escribió un poema basado en esta pintura que he encontrado por aquí.

Sinceridad fallida

Sabía que a la salida lo iban a matar, igual que a Santiago Nassar, salvo que él no había desflorado a ninguna de sus hermanas. Quizá por eso, por saberlo, no tenía demasiada prisa por salir. La muerte es paciente por naturaleza. Imaginaba su final y no le parecía nada romántico, los sustos tienen que pillarte por sorpresa. Sólo le angustiaba la situación. Allí, jugando al mus, con la copa aguada y el cigarro expirando, más atento a los cerdos y los pitos que a su destino. ¿De qué serviría asustarse? Hay veces que hay que aceptar la derrota y agachar la cabeza. Para él había sido una consigna durante los últimos años: lo importante no es esquivar los golpes, sino afrontarlos con entereza e intentar amoriguar sus efectos. Él admitía su error del mismo modo que se repetía constantemente que, si se volviese a dar la situación, volvería a comportarse igual. Ser sincero no debería ser tan caro, intentaba autoconvencerse, pero se daba de bruces con la realidad, ese bloque de granito impasible contra el que más sufre la cabeza que la pared. Reconocía que había sido demasiado intransigente con su ética durante toda su vida, incluso en los momentos más delicados. Y eso, que debería suponer un orgullo, se tornaba en un sentimiento de escepticismo en aquel instante, en un pensamiento de desconfianza: no debería haber sido tan condescendiente con su moral. No sabría medir los beneficios de ese comportamiento honroso, y ahora que llegaba el final apremiaba encontrar una respuesta a esos sacrificios, mayores o menores, que habían jalonado su existencia. Y sin embargo, en vez de cerrar el círculo a su vida, mediocre en términos generales, se afanaba en ganar un último juego.

Cuando la partida terminó, pacientemente se puso el abrigo con la milimétrica exactitud de la mortaja, como si quisiese mantener la frialdad y tratarse a sí mismo de forma indiferente para sufrir menos. Como intentando aislar los sentimientos de la acción, que es la única manera digna de amortajar a un difunto. Se despidió del camarero, cómplice mudo, sin ningún atisbo de rencor, no eran horas de acarrear odios innecesarios, porque cuando ya no queda nada, incluso el odio desaparece, permanece tan sólo uno mismo, desnudo, y su conciencia. Muy negra tiene que estar el alma para expirar con odio; apostaría a que el kamikaze olvida su rencor cuando activa el cinturón de explosivos que lo abraza.

Salió a la puerta del café con la cabeza gacha. Esperó unos segundos, mirando al suelo, sin moverse, como si estuviese frente a un invisible pelotón de fusilamiento. El guión marcaba que las ráfagas de metralla acabarían con él. Esperó algunos segundos más, inmóvil y con la mirada fija en los recovecos del borde de la acera, pensando un ahogado grito «¡estoy aquí! ¡ya podéis acabar conmigo! ¡no voy a huir!». Pero nadie acababa con él. Él había «empezado» consigo mismo hacía muchísimos años, desde que le despertó la conciencia, y ahora sentía que era alguien ajeno quien debía «acabar» con él, terminarlo, definir el cierre de su círculo de forma violenta, con un punto y final.