De Sara Montiel a Ana Iris Simón


Ana Iris Simón ahora que no duerme en caravanas de feria.

Hola, mi amor, tengo que hablar contigo,
estoy cansado, estoy hecho un lío.
Dime, mi amor, qué es lo que quieres de mí,
Dímelo ya, y no me hagas sufrir.

[Hola mi amor, Junco]

El escritor y crítico Alberto Olmos señaló en un compendio de lo mejor del año que Feria, de Ana Iris Simón, era una de las dos mejores novelas que había leído en 2020. Olmos lee cientos de libros al año, así que si se había fijado en el debut literario de una chica de Campo de Criptana de 28 años que habla de lo popular, del pueblo, de la familia y de las ferias entonces había que apuntar esa referencia. En Navidad regalé Feria a mi hermana pequeña. Regalo boomerang.

Dos meses después del descubrimiento de Olmos, la novela de Ana Iris se ha convertido en un éxito, tanto de ventas como de opinión, destacando en esto último la polémica surgida a consecuencia de la crítica de Soto Ivars, con título clickbait: La escritora roja que enamora a la gente de derechas. Las redes sociales, que arden con cualquier excusa, se incendian sobremanera con el feminismo, y aquí a Ana Iris le da por mostrar sin pudor la vida y pensamiento de la mujer, de las mujeres rurales de su familia, y a ciertos sectores incendiarios no les agrada que haya mujeres jóvenes pensando fuera de su norma, no les gusta que una chica joven y desprejuiciada escriba «las mujeres nos lo hemos creído a medias, como todas las mentiras que nos contamos a nosotras mismas» o «negar que un escote bonito es enseñado de cuando en cuando para ser visto, solo cuando quiere ser visto, cuando quiere ser mirado, además de ridículo niega parte de nuestro poder como mujeres, un poder que no se reduce a lo bello y a lo sexual pero del que lo bello y lo sexual forman parte y no pasa nada y por eso toda mujer ama a un fascista».

Como no soy crítico literario ignoro qué futuro tendrá Feria una vez se diluya el contexto actual de sensiblería, mojigatería, tradición traicionada e izquierda simulada; el contexto de El síndrome de Woody Allen, de Edu Galán, vamos. También ignoro si la ópera prima de Ana Iris Simón es un buen libro según el canon de literatura pura, pero me atrae su agradable tono poético, su mirada fresca y sin prejuicios, su descripción sin beatus ille y sin victimismo de la vida rural entre Campo de Criptana y Ontígola, su cariño a la feria cuando era feria (el mejor capítulo del libro, sin duda, es precisamente el que se llama como la novela, Feria), su chorreo natural de vocabulario ancestral, su desmitificación de Madrid y del infantil individualismo actual, su despojo de ínfulas posmodernas, su convencimiento de que la patria es la familia.

«Quizá nos hemos creído lo de la libre elección y lo del progreso y lo de la democracia liberal como única arcadia posible. Y menuda arcadia».

Soldadito rubio que mandaba en el mundo


Umbral y su hijo Pincho en foto de su esposa María España.

Mi unicornio azul ayer se me perdió,
pastando lo deje y desapareció.

[Mi Unicornio Azul, Silvio Rodríguez]

Descubro que hace justo diez años añadí a Mortal y rosa en una lista de novelas que me alegraba haber leído. Después de releerlo esta semana, con un bagaje de canas y prole, sospecho que entonces no entendí nada del diario de Francisco Umbral, sencillamente porque soy consciente de que a día de hoy sigo sin comprender el fondo del alma de Umbral.

Mortal y rosa fascina y enfoca. El diario poético del escritor madrileño, que pierde a los 42 años a su único hijo, Pincho, con seis años por leucemia. Hacer poesía de una leucemia infantil suena terrible pero jamás nadie podrá hablar de una prosa impostada o sensiblera, sino de un corazón devastado por el dolor. Si supieras, hijo, desde qué páramo te escribo, desde qué confusión de lágrimas y ropas, desde qué revuelta desgana. Estoy viviendo muerte, porque la muerte hay que vivirla en la vida. Luego, en la muerte ya no hay muerte. Desvelado, dolorido, cansado, cobarde, solo, enfermo, herido, estoy entre tus cosas, hijo, ni vivo ni muerto, sin decidirme por ninguna de tus soledades que me esperan, dudoso entre tantas ausencias, horrorizado del sol que hoy ha salido en el cielo, y que nada significa y que sólo es como un inmenso estorbo entre tú y yo.

Se cuenta que Umbral no quiso elaborar el manuscrito, que lo que leemos es su primer borrador, sus tripas desgarradas en un diario íntimo que, paradoja, huye del artificio a través de una prosa barroca de absorbente lirismo. Sergio del Molino dice que existen conceptos como el de huérfano o el de viuda pero que no hay palabra en español para denominar al padre que pierde a un hijo porque un idioma no puede cobijar, en una palabra, ese dolor infinito. Aquí tu madre y yo, hijo, entre biombos, entre cocinas apagadas, entre anuncios, letra menuda y medicinas, qué solos, qué sin juntura, y el universo, hijo, el universo, que organizaba sus mayúsculas en torno de ti, y ahora es como el resto disperso de un naufragio. La vida, asesinándote, se ha dado muerte a sí misma, ha perdido su sentido y paga su crimen en tardes de sol en las que nadie cree y anocheceres de niebla donde nadie es feliz. Soy el único cadáver que ha escrito un libro en la historia de todos los tiempos.

Mortal y rosa es una cura de humildad para el lector. Te sugiere que no aspires a dorar tu vanidad escribiendo porque siempre quedarás a la altura de la suela del zapatón del enorme periodista, que no se te ocurra profanar un puñado de páginas si él te ofrece una especie de perfección impresa. Y te invita a entender la pequeñez de nuestros desvelos cotidianos cuando él ha muerto en la muerte de su hijo, te ofrece a manos llenas un sentimiento de íntima gratitud para que valoremos lo que no hemos perdido. Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Sólo encontré una verdad en la vida y la he perdido. Vivo de llorarte en la noche, con lágrimas que queman la oscuridad. Soldadito rubio que mandaba en el mundo, te perdí para siempre. Lo que queda después de ti, hijo, es un universo fluctuante, sin consistencia, como dicen que es Júpiter, una vaguedad nauseabunda de veranos e inviernos, una promiscuidad de sol y sexo, de tiempo y muerte, a través de todo lo cual vago solamente porque desconozco el gesto que hay que hacer para morirse. Si no, haría ese gesto y nada más. Qué estúpida la plenitud del día.

No sé si leer sirve para algo, pero sí sé que me alegro muchísimo de poder vagar por las páginas de esta obra cumbre de la literatura universal.

En el pueblo de nunca jamás tanta nieve


Sábado 9 enero 2021: 9:22 a.m. – 13:10 p.m.

Dime que no has dicho nunca estando borracho que tú controlas,
dime que nunca mientes y que no te arrepientes
de las decisiones que te han llevado a ser como eres,
dime que no tienes dudas
sobre ninguna cosa:
confirmaré que eres una persona sospechosa.

[Una persona sospechosa, Los Punsetes]

Entre el jueves 7 y el sábado 9 de enero no paró de nevar. Dicen los mayores del lugar que no recuerdan una nevada así (la encuesta se ha trasladado a varios vecinos de más de ochenta y de noventa años). Sería difícil cuantificar la cantidad de nieve porque el viento la arrastraba; se registraron espesores muy variables, aunque sería muy prudente decir que el espesor medio superó los cincuenta centímetros.

El viernes antes de mediodía, en mitad del histórico temporal, un concejal socialista me mandó un wasap bastante maleducado y acusatorio insistiendo en que si él fuese el alcalde estaría limpiando la nieve «con los dientes» y que seguro que me las arreglaba para irme a «hacer fotitos» y luego echar la culpa «a la Diputación, a Zapatero o a Sánchez«.

El sábado por la mañana, en previsión del final de las nevadas, me junté con el teniente-alcalde (César) y el otro concejal socialista (Pedro) para tomar decisiones. Nos sentíamos impotentes ante Filomena en mitad de la intransitable N-420 viendo cómo incluso los conductores de motoniveladoras no podían acceder a sus máquinas para limpiar carreteras: la pescadilla que se muerde la cola. Informé que la máquina con pala que había contratado no podía venir y la abonadora para esparcir sal tampoco. Compartimos nuestra preocupación e incluso planteamos retirarnos ante la enorme cantidad de nieve acumulada. Afortunadamente en ese momento empezaron a acudir a la puerta del cerezo decenas de voluntarios de cualquier sexo, edad y condición para colaborar de forma entusiasta en la limpieza de calles y accesos a las casas.

Gracias a tantos tractores, máquinas y palas «manuales» no hubo que retirar la nieve con los dientes. Resulta evidente que de otra forma, sin la colaboración de medios mecánicos particulares, habría resultado imposible acometer la tarea con rapidez y buen resultado. Totalmente imposible para cualquier Ayuntamiento pequeño carente de medios materiales y humanos.

Y así se consiguió que la desesperación y preocupación que compartimos a primera hora de la mañana terminase a última hora de la tarde con satisfacción y éxito.

¡Cómo no agradecer a todos su trabajo, cada uno con unos medios y unas posibilidades a su alcance! A algunas personas mayores se les caían las lágrimas al ver que se limpiaba el acceso a su puerta.

La nevada fue histórica. La colaboración ciudadana, también.

P.S. La prensa provincial se hizo eco del asunto en este reportaje de El Día Digital titulado «Los alcaldes de la provincia, auténticos ‘héroes’ frente al temporal». Aunque el titular sonroje porque un alcalde, si en algo es líder, es en preocupación; qué poco podríamos haber hecho sin la colaboración ciudadana y, sobre todo, sin los medios propios de agricultores y ganaderos.

El talento atemporal


Fotograma de Tiempos Modernos (1936).

Smile and maybe tomorrow
you’ll see the sun come shining through
for you.

[Smile, Charles Chaplin]

En otra vida, aquella universitaria, fui cinéfilo empedernido, de esos de rapiñar en bibliotecas pelis menores de Truffaut o de Fellini y engullirlas en versión original, de amontonar entradas de cine e, incluso, de coordinar ciclos de cine y tertulia en la residencia universitaria y en la facultad de letras que asaltaba, informático intruso. Con La naranja mecánica petamos el aula magna de letras, recuerdo, en un ciclo de cine violento de los setenta. Por entonces, y como mandan los cánones, había que elegir entre Charlie Chaplin y Buster Keaton o Harold Lloyd. Como me parecía tan evidente que las obras maestras de Chaplin como La quimera del oro, Luces de la ciudad o El gran dictador eran absolutamente insuperables, entonces vendía que mi preferido era Keaton aunque solo hubiese visto El maquinista de la general y El boxeador (ambas, por cierto, del mismo año, 1926). Cosas de la juventud, aunque quince años después hayamos empeorado.

Anoche programaron Tiempos modernos en La 2. La crítica siempre dijo que era una gran obra maestra de Charlot por la combinación genial de escenas cómicas memorables que jalonan una trama creativa y absorbente, por esa crítica a la modernidad de la industrialización simbolizada en la cadena de montaje, por la lúcida reflexión sociológica de la pobreza piramidal y la alienación del hombre a través del trabajo. Conceptos así, una invitación introspectiva embebida en cine mudo cómico.

Anoche, después de cenarte una tortilla de dos huevos con jamón y todo el pan del mundo mojado en aceite y pera, te dije que te sentases en el sofá conmigo, con escepticismo, a sabiendas de que no has mirado la tele dos minutos seguidos jamás en tus tres años de vida. En la pantalla, Charlot apretaba tuercas a dos manos sin parar, la cadena de montaje se lo tragaba y nadaba entre los engranajes de la maquinaria industrial. Te tronchabas de risa como nunca habría imaginado. A Charlot, conejillo de indias de una máquina portátil de dispensar comida, la susodicha le tiraba la sopa encima y le estampaba un pastel en la cara. No parabas de reír a carcajada limpia, casi nervioso y excitado, junto a mí. Charlot patinaba en su turno de vigilante nocturno en un centro comercial y, mientras, tú repetías «papá, ese tío está muy loco, más loco que la maraca de Máchi«. Estuviste casi una hora absorto, entre estruendosas risotadas, en un mundo en blanco y negro de hace más de ochenta años. Hoy me has vuelto a pedir que te ponga en la tele «la peli del tío loco«.

El respeto y cariño que siempre me ha merecido Charles Chaplin promocionó anoche a absoluta reverencia e infinita gratitud.

Más Piedras


Palacio de los Gosálvez en Casas de Benítez.

Yo no soy ningún ángel.
Yo no soy ningún santo.
Pero lo que estás haciendo
es que me está matando.

[Santos que yo te pinte, Los Planetas]

Anoche me tropecé con un imprescindible artículo en The Objetive acerca de gestión del patrimonio histórico y de la organización Hispania Nostra titulado «Hispania Nostra: amar el patrimonio para hacerlo sostenible».

Según Hispania Nostra, esmerarse, a nivel político, en la conservación del patrimonio permite cuidar la identidad histórica y potenciar un motor de desarrollo económico y social en todo el territorio.

Requiere, sin embargo, mucha sensibilización. Y, al menos en lo referente a los socialistas del equipo de gobierno de la Diputación de Cuenca, están muy lejos de entenderlo a día de hoy. En el último pleno del pasado miércoles, el diputado de obras no rodeó con eufemismos: «mire, Sr. Solana, su obsesión con los temas de patrimonio es crónica, nosotros ya dijimos, y vuelvo a repetir, que MENOS PIEDRAS». Y ese comentario se escuchó en el salón de plenos con la connivencia del presidente Chana y del diputado de cultura y patrimonio Valero, amigos de vender las bondades de la conservación de nuestra historia en sus discursos pero olvidadizos a la hora de asignar presupuesto al asunto. Ese es el nivel de sensibilización, ¡cuánto camino queda por recorrer!

Y mientras tanto, monumentos en deterioro irreversible, proyectos que quedan en el olvido por falta de financiación, una historia que se va perdiendo por la despoblación y la dejadez de muchos gobernantes, una identidad que se diluye y, en definitiva, un ir siendo cada vez menos nosotros.

Libros, películas y series del 2020


Fotograma de Handia.

With your feet on the air
and your head on the ground,
try this trick and spin it, yeah,
your head will collapse.

[Where is my mind, Pixies]

DE LIBROS

  1. Solenoide, de Mircea Cartarescu.
    Aunque hablé un poquito de este coloso aquí, lo vuelvo a traer porque lo acabé ya en 2020 y porque lo merece. No me cabe duda que debe formar parte de cualquier lista de las mejores novelas de lo que llevamos de siglo, no es poca cosa.
  2. El gigante enterrado, de Kazuo Ishiguro.
    Qué gran feliz descubrimiento. Puedes vivir sin haberlo leído, pero malamente.
  3. Sumisión, de Michael Houellebecq.
    Insistimos en que es una de las obras cumbre del genial francés: una sociedad en decadencia, una civilización al borde del abismo de la pereza y de la rendición, un gremio débil contra las cuerdas, la sumisión de la intelectualidad a la sexualidad, el alcohol como único refugio, el nihilismo suicida que impregna un fundado pesimismo ante el futuro político y el nuevo orden mundial.
  4. Los asquerosos, de Santiago Lorenzo.
    Lo ha leído ya más de media España, incluso lectores poco habituales, y eso que la prosa de Santiago Lorenzo, aunque muy ágil, está plagada de frases elaboradas con amplio vocabulario. La vida en la España Vacía, la mochufa que viene de visita a decir que el aire del pueblo es puro, la precariedad de la vida y del bienestar, la autenticidad contra esta nueva modernidad líquida. Leedlo.
  5. Imposible, de Erri De Luca.
    Lo trajo el Papá Noel de 2020 y llegó leído a Nochevieja para entrar en esta lista. Dos hombres se encuentran en la montaña en un sendero peligroso y poco transitado cuarenta años después de un juicio en el que uno era acusado y otro delator tras una juventud de amistad y afiliación comunista. El revolucionario italiano nos habla de la vejez, de la justicia desde diferentes prismas, de las secuelas de la amistad, del valor del tiempo, y de todas esas cosas grandes. Lo emparento con El Último Encuentro de Sándor Marai.
  6. Bazar, de Emilio Gavilanes.
    Disfruté tanto con su anterior Historia secreta del mundo que en cuanto me llegó este Bazar a través de la suscripción a La Discreta quise meterle mano. No es ni una novela ni un ensayo ni un diario, sino la recopilación de notas y reflexiones personales del autor. Un libro para beber a sorbos y con muchos comentarios anotados para volver porque lo merece.
  7. Irene y el aire, de Alberto Olmos.
    La magistral narración de un parto desde el punto de vista paterno. No se conoce lector que haya tardado más de 48 horas en devorarlo.
  8. Jesús de Nazaret, de Joseph Ratzinger.
    El Papa intelectual analiza la historia de Jesús de Nazaret desde un punto de vista histórico y espiritual. Una obra gigante. Le metí mano en la Semana Santa del Extremo Confinamiento a la parte dedicada a la Pasión. Uno se siente muy pequeño entre sus páginas.
  9. Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin.
    Sucesión de relatos de una escritora de vida muy complicada, algunos adoran este libro, a mí me costó entrar y entender, percibo claros altibajos pero la personalidad y voz propia de la autora son incuestionables. «Una vez me dijo que me amaba porque yo era como San Pablo Avenue. Él era como el vertedero de Berkeley. Ojalá hubiera un autobús al vertedero».

DE PELIS

  1. Handia, de Aitor Arregi y Jon Garaño.
    Entrañable historia de un gigante vasco de habilidades limitadas, emparentada con la inolvidable El Hombre Elefante pero en el ambiente familiar de un caserío vasco.
  2. Parásitos, de Bong Joon-Ho.
    Que una película surcoreana gane el Óscar a Mejor Película dice bastante bueno de este drama de suspense y humor negro con lectura social. Divertida y asfixiante, me manda al recuerdo de La Casa Tomada, el célebre relato de Cortázar.
  3. Los dos papas, de Fernando Meirelles.
    Netflix estrenó esta atípica película que explora la relación personal entre el Papa Benedicto y el Papa Francisco y en cómo se ha vendido de uno la imagen de intelectual de pasado nazi y del otro la imagen de simpático amigo de los pobres. Como si el mundo fuese tan simple y ser Papa una anécdota.
  4. La trinchera infinita, de Jon Garaño, Aitor Arregi, Jose Mari y Goenaga.
    De los directores de Handia y seleccionada para los Óscar como representante española para este año. Buen cine español acerca de un topo de la guerra condenado a vivir su vida detrás de un tabique y cómo, con el pasar de los años, su existencia es ninguneada. Sin ser crítico de cine creo que las interpretaciones y la ambientación son muy acertadas.
  5. Tarde para la ira, de Raúl Arévalo.
    Ganó el Goya a mejor película en 2016. No creo que sea plato de buen gusto salir de la cárcel después de ocho años como único preso por un atraco grupal y que encima te hayan levantado a la novia. Una historia verosímil y muy bien hilada.
  6. El ciudadano ilustre, de Mariano Cohn y Gastón Duprat.
    Daniel Mantovani, escritor argentino galardonado con el Premio Nobel de Literatura, hace cuarenta años abandonó su pueblo y partió hacia Europa, donde triunfó escribiendo sobre su localidad natal, Salas, y sus personajes. En el pico de su carrera, el alcalde de Salas le invita para nombrarle «Ciudadano Ilustre» del mismo, y Montavani, contra todo pronóstico, decide cancelar su apretada agenda y aceptar la invitación. Divertidísima película argentina para preguntarse si la cultura debe servir para algo más que nivelar la pata de la mesa.
  7. El circo de la mariposa, de Joshua Weigel.
    Sobre el papel de un hombre sin brazos ni piernas en un circo de esos que recorren la ruralidad norteamericana. Solo veinte minutos de bella metáfora.
  8. Milagro en la celda 7, de Mehmet Ada Öztekin.
    Un hombre con discapacidad intelectual es injustamente encarcelado por la muerte de una niña, y debe demostrar su inocencia para poder estar de nuevo con su hija. La peli es tramposa en sus efectos emotivos pero a la postre resulta inolvidable.
  9. El hoyo, de Galder Gaztelu-Urrutia.
    Distopía del bienestar y la riqueza piramidal. Un poco gore, un poco humorística, un superventas del confinamiento. Te quedas pensando en qué nivel estás.
  10. Historia de un matrimonio, de Noah Baumbach.
    Charlie, un director de teatro neoyorquino y su mujer actriz, Nicole, luchan por superar un proceso de divorcio que les lleva al extremo tanto en lo personal como en lo creativo. Recibió tantas alabanzas de la crítica que al final me dejó frío incluso a pesar de la presencia de Scarlett Johansson. Hacer poesía de un divorcio es arriesgado.

DE NETFLIX

  1. El último baile.
    El gran Carlos Boyero dice «merece la pena ver las hazañas deportivas y la complejidad psicológica de un dios demasiado cruel con sus compañeros llamado Michael Jordan». Una forma de entender a Jordan, de recordar lo que le tocó vivir, de adentrarse en personalidades como las de Scottie y Dennis, de una época dorada de baloncesto y fama.
  2. When they see us.
    En el año 1989, cinco adolescentes de Harlem se ven atrapados en una pesadilla cuando se les acusa injustamente de un ataque brutal en Central Park. Basada en hechos reales, una miniserie que expone las profundas grietas que presenta el sistema judicial y policial estadounidense. Solo cuatro capítulos de miniserie que aborda un tema ampliamente recogido en el cine pero con un tacto delicado y un resultado absorbente.
  3. Fariña.
    Tráfico de drogas en las rías gallegas con gente como Sito Miñanco o Laureano Oubiña. Por ser española la entendemos muy bien, pescadores en paro, familias destrozadas, ambiciones peligrosas, corruptelas inevitables.
  4. El día menos pensado.
    Un repaso a la temporada 2019 del equipo ciclista Movistar, con sus éxitos y sus sinsabores, con las luchas intestinas, con las guerras de egos. Y todo con un esmero estético admirable. Qué buen rato.
  5. Unbelievable.
    La historia de una supuesta violación y de la denuncia interpuesta contra la violada por haber simulado de forma falsa el daño. Ocho capítulos de pena y dolor, de injusticia y depresión, de sentir cómo duelen las entrañas de la joven chica.

Cayetano y el chocolate; Alfonso J y el vino


El ombligo de Alberto Olmos.

No me conmueve el horizonte
No me da miedo la muerte
No me importa tu desorden
Me asusta mucho perderte.

[Autorretrato, Tulsa]

Te regalé Irene y el aire, la nueva «novela» de Alberto Olmos, el día de tu «santo» previendo garantía de éxito: regalar a una matrona por el día de la Inmaculada Concepción un libro sobre el parto y la paternidad en un hospital en el que ha trabajado era apuesta poco arriesgada. Te duró media madrugada, a mí un par de días; nos sentimos interpelados en cada frase, en cada idea de Olmos.

En realidad, la novela no apabulla en contenido: es cierto que el alumbramiento es el momento más luminoso de cualquier existencia, pero hemos sido tantos miles de millones los padres y madres del mundo que podría considerarse banal y vanidosa, de antemano, la intención narrativa. Concretando, Irene y el aire se centra en el relato con mucha destreza de un escritor cuarentón sobre su paternidad en el 12 de Octubre a partir de unas notas recogidas al alimón con su novia Eugenia en un cuaderno autobiográfico. Y «su» parto no tiene nada de carismático: pareja primeriza que concibe a niña sana por parto natural en hospital madrileño. Lejos, por ejemplo, de la narración de Sergio del Molino en La hora violeta que escribe una carta de amor a su hijo que muere por leucemia o de Francisco Umbral en Mortal y rosa, que acompaña la infancia de su único hijo Pincho, fallecido de forma prematura con 6 años también por leucemia, en un libro poético de llorar a la vuelta de cada párrafo.

El mérito de Olmos, si cabe, es que va a vender bastantes ejemplares porque la narración es ágil y absorbente y porque su nombre ya se ha hecho un hueco en el panorama actual por su irreverencia política. Y cuando te digo esto y me dices que he obviado la mitad de los detalles del libro, y me lo argumentas, hundes mi orgullo con tu razón, porque hay muchas aristas con lectura obstétrico-ginecológica: cómo trabajar para que el padre no se sienta desplazado, cómo esforzarse en empatizar con la embarazada a pesar del horario de los turnos laborales, qué abismo tuvo que sufrir el padre solo con su hija recién nacida en brazos, qué principiante irse a por el coche y la bolsa de mudas en el peor momento, qué necesidad de protagonismo paterno sea impostado o realmente sentido.

Me pides que imite a Olmos, no por egolatría sino por interés real, como madre y como matrona. Toda madre ha narrado su parto mil veces pero pocos padres han manifestado su vivencia, por pudor o por insignificancia, y ahí reside el mérito de Olmos, en la singularidad de lo más humano. La memoria siempre traiciona al pasado y a la realidad, máxime en una situación límite, pero cuanto menos se rememora mayor margen de maleabilidad delegado en la memoria. Y mi memoria, lamentablemente, se caracteriza por su fragilidad.

Lo malo de que la madre sea matrona es que te desentiendes de las dudas. Cada pareja primeriza arrastra un alijo de inseguridades, de problemas reales y posibles, de sangrados mortales o lavables, de contracciones preventivas o notariales, qué silla es mejor para el coche, lactancia materna, piel con piel, marca de cremitas para el culete. Incluso ignoraba que los partos se podían programar sin recurrir a la cesárea, que te citan en el hospital para inducir la expulsión en X semanas más Y días de embarazo. Y así nos convocan el martes 17 de octubre de 2017 a primera hora de la mañana. Lo lógico es pensar que, ya que te dan cita para inducir el parto, el proceso sea rápido: estímulo, expulsión, bebé, pim, pam, pum. Pero no, desde el aviso al cuerpo materno vía óvulo vaginal de prostaglandina hasta la expulsión se suceden durante horas los gritos y dolores. Pasan las horas y las contracciones, brotan mugidos de desesperación desde un abismo interior cada vez con más frecuencia e intensidad, rezas a todos los dioses de todas las religiones en todas las posturas que mitigan tu calvario.

Primero, en la habitación de la maternidad, después en la sala de dilatación y, por último, en el paritorio. Cada cuerpo es un mundo, sirva la obviedad, y recorre su peregrinaje hasta el parto con diferentes ritmo y pendiente de dolor. Nosotros no podemos entenderlo, no podemos sentir ese dolor, ese empuje innato de la naturaleza que quiere abrirse paso entre las piernas de una mujer. Me recuerda a una novela de Sándor Marai: «a veces ella, cuando tenía miedo, decía descarada y desafiante: sólo soy una mujer… Como si uno dijera: sólo soy el Niágara«.

Supongo que es difícil recordar horas concretas pero sé que después de más de doce horas en el hospital, sobre la hora de una cena tardía, sientes que ya tienes que estar madura. La matrona te dice que has avanzado poco pero como os expresáis en centímetros que en realidad son dedos no os entendemos. Más de doce horas de dolor desaprovechadas. Te hundes y lloras porque haces una regla de tres simple y te sale como resultado un sufrimiento eterno. Si no me desmorono bajo tus lágrimas es porque no tengo ni idea de lo que significa la cifra cantada por la matrona bajo tu camisón. El equipo del paritorio entiende tu desesperación y propone un plan alternativo: droga para dormir un rato y que el útero trabaje sin molestar durante unas horas pero prohibiéndote parir mientras dura su efecto porque podría tener efectos letales para el bebé; esta es mi explicación for dummies, y no tengo otra. Te drogan en la sala de dilatación asignada y volvemos a la habitación a descansar. En la noche escandalosa de un paritorio en ebullición -cinco partos si no recuerdo mal-, tú duermes como si no tuvieses contracciones, como si tu cuerpo no librase una magnífica batalla por la vida, y como si las paredes no se estremeciesen ante cada ronquido de nuestro compañero de habitación, que ayer fue padre y goza literalmente «el descanso del guerrero». Me veo como centinela en vela que lucha por dormir contra los elementos: la adrenalina, el incómodo sillón y los molestos ronquidos.

En la madrugada muy avanzada despiertas con hambre y nos acercamos a la máquina expendedora de guarrerías, a saber qué eliges, algo de chocolate. El camino de vuelta a la habitación se completa entre varias estaciones de dolor en las paredes del pasillo: si queda mucho la tortura será insufrible. Pides volver a la sala de dilatación y entonces todo sucede demasiado deprisa. No sabría ordenar cronológicamente: te monitorizan y las cifras que canta la «máquina de intensidad de las contracciones» son de cum laude, notifico por wasap a ambas familias que estamos en completa, me muerdes el brazo en mitad de una contracción, más vale un hijo que un pedazo de antebrazo, te arrancas las vías con desesperación y te sangra la vena del brazo, todo se llena de fluidos, la cama, mis brazos, el camisón. Llaman a Inma, tu amiga matrona, para asistir el parto, y viene con contagiosa vitalidad aunque sean las cuatro o las cinco de la mañana y esté durmiendo en casa. Creo que llegas a pedir la epidural, contra tus intenciones, pero no da tiempo porque el anestesista está ocupado (o la anestesista está ocupada). Dices que «quieres empujar» y entiendo que no es que «quieras» sino que de forma instintiva tu cuerpo va a engendrar otra vida humana por las buenas o por las malas en ese instante. Ahí ya no queda nada de conciencia, de libre elección, solo el sometimiento a los designios de la naturaleza para perpetuar la especie humana en este mundo.

Nos pasan al paritorio adjunto y te colocan en una silla de partos como las que tenemos registradas en nuestra memoria colectiva, boca arriba y con las piernas abiertas. Entonces comienza la cuenta atrás tras cada empujón entre contracciones. Me fascina el papel de la matrona, acompaña, no interviene, recomienda, tranquiliza. Veo salir la cabeza del bebé, todo va bien, yo que me pensaba incapaz de asistir a ese momento, pudoroso entre sangre y dolor. Sigues sufriendo, su mano te rasga porque la trae en la cara. Como si la matrona estuviese a la espera de cogerlo al vuelo, expulsas al bebé y ella captura el trofeo con destreza a las seis menos diez de la mañana. Ni siquiera veo cómo pinzan y cortan el cordón umbilical. Después de más de nueve meses de bendito parasitismo se convierte en un ser independiente. Te lo dan, lo besas, ha nacido, pero no soportas el dolor y quieres que ¿yo? lo coja. ¿Yo? Quince mil conversaciones y una investigación adornada con un póster en un congreso mientras estudiabas la especialidad sobre el piel con piel para que ahora no admitas la evidencia. La teoría y la práctica. Al final accedes al piel con piel mientras pasas el duro trámite de expulsar la placenta. La matrona estira con cuidado del cordón umbilical poco a poco para extraerla, la casquería de la vida pesa mucho, molesta mucho. Pensabas que el dolor terminaba con el bebé y no con la liberación de la placenta, lección anotada, por eso la acepción literal de «alumbramiento» es la expulsión de la placenta y membranas. Ahora ya sí, tres cuatrocientos.

El pequeño Cayetano está sucio, lleno de líquido amniótico y sangre, con la nariz aplastada y la cabeza espachurrada. Solo pienso en lavarlo pero dices que la piel absorberá toda la grasa en su propio beneficio, la naturaleza es fascinante; con autoridad remarcas que los hospitales que lavan al recién nacido están obsoletos. Nos pasan a la habitación de puerperio y, en el camino, me dejan escaparme para notificar a ambas familias, en la sala de espera del paritorio, que todo ha salido bien, que Cayetano ha nacido y que tú estás bien, no sé si lo llegué a pronunciar o simplemente mi emoción y mis lágrimas manifestaron la felicidad.

La sala de puerperio es una salita pequeña en penumbra, como si el hospital ofreciese un servicio de relajación e intimidad durante dos horas. Yo ignoraba por completo la existencia de este lugar y este tiempo. Inma, la matrona, especula con el parecido y nos hace un par de fotos de recuerdo antes de dejarnos solos. No recuerdo haber hablado mucho contigo durante las horas previas pero sí en esas dos horas. Te digo que ahora tenemos que aprender a querer a nuestro hijo, que de momento no es nada más que un recién llegado. Que, por ahora, te quiero más a ti que a él. Mientras, tú ya lo estás amamantando, es decir, queriendo. Y recuerdo un comentario que me hizo un amigo durante el embarazo: «en cuanto veas salir a tu hijo, lo vas a mirar y vas a pensar ‘¡coño, yo a este lo conozco!'». Ese dieciocho de octubre llovió muchísimo.

Cada nacimiento es un mundo único y singular. 12 de junio de 2020. Tienes cita en monitores, salimos mañana de cuentas pero en la consulta te dicen que no será inminente. Cuando volvemos de Cuenca te comento que podríamos volver a la capital a cenar, por si acaso, porque asimilamos el temor a una hora de viaje con el parto desencadenado. Sabemos que Alfonso Javier, concebido en la resaca de la celebración del cincuenta aniversario, debe nacer el día de San Antonio de Padova, patrón de la familia por las peticiones atendidas y certificadas desde 2005. Cenamos entre mascarillas en la terraza de la marisquería Joni, tomamos un gintonic en El Gallo y después nos damos un paseo por la calle del agua. Más que a multiplicar una famlia parece que hemos ido de turismo. Dudamos entre las alternativas: volver a casa, ir a dormir a un hotel o acudir al hospital. Optamos, con acierto, por la última opción y nos ingresan automáticamente en la habitación 212. En Cuenca no suele haber muchos nacimientos, así que nos asignan una habitación libre, tengo cama. La experiencia es un grado: tú te pones a leer entre contracciones y yo a dormir. Hasta que sobre las tres y media me despiertas y me dices que ya no aguantas más. Nos vamos a parir.

La sala de dilatación es más lúgubre que la de Alcázar de San Juan, más vieja, más pequeña, peor iluminada. Las contracciones son ya muy fuertes pero te sientes cómoda entre una matrona veterana con la que coincidiste en tu especialidad y una matrona residente menuda y atenta. Tú conoces sus nombres. Informas que «quieres empujar» y van a preparar el paritorio con premura. Mi papel se limita a darte agua y sostener en tu espalda baja un cojín caliente con fuerte olor a romero, inútil auxiliar de un púgil en combate de boxeo. Sucede todo tan rápido que apenas da tiempo a ir de la sala de dilatación al paritorio aunque los separen pocos metros; a la mitad de camino te viene una contracción fuerte, casi para quedarnos a parir en el pasillo. Llegamos a la sala de partos y todo fluye con una naturalidad fascinante. Te agachas y te apoyas en mí, o te agachas y te sujeto de los hombros. Declinas tumbarte en la silla de partos, quieres parir como estás, en cuclillas, no por romanticismo sino porque sientes que tu cuerpo te lo pide. Empujas sabiendo cómo y cuándo, para asombro de la aprendiz de matrona y orgullo gremial de la veterana. Pides silencio porque entre todo el equipo montan mucho escándalo, a mí también me estaba molestando la confianza pero no tenía derecho a réplica. La más joven se muestra entusiasmada, a pesar de su incómoda posición casi en el suelo, y no para de repetir «¡Qué bien, Inma!». Entre cada contracción, un empujón consciente, meditado y medido para concluir una expulsión sobresaliente a las cuatro y media de la madrugada.

El viejo suelo es un gran charco de sangre y fluidos, incluso pides perdón por haberlo ensuciado, como si estuvieses pidiendo una fregona para recogerlo. Esta vez sí acurrucas al bebé entre tus pechos entre besos y sonrisas. Creo recordar que en este momento sí te apartas la mascarilla para besar al bebé. Yo también te doy un beso en la frente sudorosa, te lo intento decir todo con ese humilde beso. Periné íntegro, como dices con gran satisfacción cuando vuelves de un trabajo bien hecho. Cuando expulsas la placenta, la joven matrona juega con ella como si fuese una bola gigante de plastilina roja y negra y, entonces, siento vértigo. Todo ha salido tan bien que la adrenalina se la ha envainado al instante y siento que la cabeza se me queda vacía. Lo manifiesto con prudencia y me mandan a sentarme en el suelo, junto a la pared. Sueles decir que a los padres, si se quejan en un parto, les dan una patada y los abandonan a su suerte, son la última prioridad en un paritorio; a mí me ofrecen agua con educación y me hacen un hueco para poder mantener el lazo visual con madre y bebé, no puedo estar más agradecido. Como mi aviso fue muy preventivo, pronto me levanto con confianza y escucho a la joven matrona agradecerte el parto, como si considerase un privilegio haber asistido a un alumbramiento así, de sentar cátedra. Alfonso nos mira como pensando que el mérito es suyo, ¡qué bienvenido eres!