Sinceridad fallida

Sabía que a la salida lo iban a matar, igual que a Santiago Nassar, salvo que él no había desflorado a ninguna de sus hermanas. Quizá por eso, por saberlo, no tenía demasiada prisa por salir. La muerte es paciente por naturaleza. Imaginaba su final y no le parecía nada romántico, los sustos tienen que pillarte por sorpresa. Sólo le angustiaba la situación. Allí, jugando al mus, con la copa aguada y el cigarro expirando, más atento a los cerdos y los pitos que a su destino. ¿De qué serviría asustarse? Hay veces que hay que aceptar la derrota y agachar la cabeza. Para él había sido una consigna durante los últimos años: lo importante no es esquivar los golpes, sino afrontarlos con entereza e intentar amoriguar sus efectos. Él admitía su error del mismo modo que se repetía constantemente que, si se volviese a dar la situación, volvería a comportarse igual. Ser sincero no debería ser tan caro, intentaba autoconvencerse, pero se daba de bruces con la realidad, ese bloque de granito impasible contra el que más sufre la cabeza que la pared. Reconocía que había sido demasiado intransigente con su ética durante toda su vida, incluso en los momentos más delicados. Y eso, que debería suponer un orgullo, se tornaba en un sentimiento de escepticismo en aquel instante, en un pensamiento de desconfianza: no debería haber sido tan condescendiente con su moral. No sabría medir los beneficios de ese comportamiento honroso, y ahora que llegaba el final apremiaba encontrar una respuesta a esos sacrificios, mayores o menores, que habían jalonado su existencia. Y sin embargo, en vez de cerrar el círculo a su vida, mediocre en términos generales, se afanaba en ganar un último juego.

Cuando la partida terminó, pacientemente se puso el abrigo con la milimétrica exactitud de la mortaja, como si quisiese mantener la frialdad y tratarse a sí mismo de forma indiferente para sufrir menos. Como intentando aislar los sentimientos de la acción, que es la única manera digna de amortajar a un difunto. Se despidió del camarero, cómplice mudo, sin ningún atisbo de rencor, no eran horas de acarrear odios innecesarios, porque cuando ya no queda nada, incluso el odio desaparece, permanece tan sólo uno mismo, desnudo, y su conciencia. Muy negra tiene que estar el alma para expirar con odio; apostaría a que el kamikaze olvida su rencor cuando activa el cinturón de explosivos que lo abraza.

Salió a la puerta del café con la cabeza gacha. Esperó unos segundos, mirando al suelo, sin moverse, como si estuviese frente a un invisible pelotón de fusilamiento. El guión marcaba que las ráfagas de metralla acabarían con él. Esperó algunos segundos más, inmóvil y con la mirada fija en los recovecos del borde de la acera, pensando un ahogado grito «¡estoy aquí! ¡ya podéis acabar conmigo! ¡no voy a huir!». Pero nadie acababa con él. Él había «empezado» consigo mismo hacía muchísimos años, desde que le despertó la conciencia, y ahora sentía que era alguien ajeno quien debía «acabar» con él, terminarlo, definir el cierre de su círculo de forma violenta, con un punto y final.

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