– No, no eres culpable. Eres responsable. La culpabilidad se admite, y agachas la cabeza esperando la reprimenda, el castigo. Pero la responsabilidad se reconoce y se da un paso al frente. Son dos actitudes muy diferentes; hay que ser responsable, no culpable. Es por eso que estoy hoy aquí. Porque si te gusta la bebida, debes controlarte, eso es ser responsable; si no lo haces, serás culpable de tus actos ebrios. ¿Sabes por dónde voy?
– Sí, sí, claro que lo sé, por eso no me justifico con litros de alcohol. Pero no separes de forma tan tajante ambos conceptos: yo fui irresponsable y por eso soy culpable. Asumiré la responsabilidad de mis actos, incluso aunque ambos sepamos que el infractor fue mi otro yo.
– No escurras el bulto.
– No lo hago, sólo digo la verdad. Que yo no seré la Santísima Trinidad, pero no soy uno solo, también soy el que trabaja con ahínco de 9 a 7, el que mata con frialdad los domingos por el campo, el que cuando va al bar lo cierra. Sinceramente te digo que lo siento, ya no puedo hacer nada por evitarlo, asumo mi culpa.
– Así no se hacen las cosas. No está bien que vayas a mi casa, a mi familia, cuando yo estoy fuera por trabajo. ¿Qué gano ahora castigándote? No aliviaría mi pena ahora que ya no estoy tan caliente como cuando me enteré. La venganza, dicen, es un plato que se sirve frío. No me gusta esa expresión, no me gustan las venganzas y entre adultos los castigos no enseñan nada.
Y él, culpable de violación, sintió cómo cada vez le pesaba más la culpabilidad, cómo hubiese preferido una condena antes que un sermón tan frío; de este modo le dolería cada vez más la conciencia y no conseguiría desprenderse de ese incómodo sentimiento. Si bien él nunca había sido muy «ético y moral», también es verdad que en la negrura de sus ideas brillaban atisbos de arrepentimiento.