Un día preguntó a su dios que por qué lo había dotado de tan estrecha inteligencia, que por qué la química de su genética lo engendró tan torpe, cerril incluso para jugar al parchís. Pero su dios no alegó los motivos, se mantuvo impasible. Él pensó que su dios era mudo. Poco después suplicó a su dios con todas sus fuerzas para que su padre se salvase de ese tumor maligno que acosaba su riñón, pero su dios no libró a su padre del fatal destino. Él pensó que su dios era sordo. En otra ocasión, poco después, imploró con lágrimas en los ojos el final de la guerrilla de bandas que asolaba el barrio y lo convertía en escenario de una dramática pesadilla. «¿Acaso no lo ves? ¿Por qué no das fin a la maldad imperante? ¿por qué no ayudas a las familias que aquí viven, víctimas de esta injusticia?». Pero su dios no resolvió la guerrilla y él pensó que su dios era ciego.
Llegó el día en que tomó un avión. Como todos bromeamos el primer día que ascendemos a los cielos (con motor), él también pensó que estaría más cerca de su dios. Al principio las turbulencias fueron incluso divertidas, pero en poco tiempo se convirtieron en terroríficas. No se veían las nubes, pero las corrientes de aire provocaban un inusitado bamboleo en el desplazamiento del avión. Él, temeroso, advirtió a su dios: «por favor, por favor, ayúdanos a llegar sanos a tierra, tenemos miedo de que el avión pueda tener un accidente, por favor, evítalo, dios mío».
Y el avión se precipitó hacia el vacío de un descenso imparable. Él pensó que su dios no tenía olfato para preveer las situaciones catastróficas. Durante la caída se dio cuenta de que, por tanto, su dios era sordo, mudo, ciego y falto de olfato. Un ente insensible (más bien insensorial) y ajeno a las desgracias de este mundo.
Cuando el avión estaba a punto de estrellarse contra el mar, él tuvo un último pensamiento. Se acordó de su dios. Siguió, a pesar de todo, teniéndolo presente.