El día que fue a comerse el mundo y masticó tierra

Cuando llegó a la parada de metro indicada, diez minutos antes de la hora a la que se habían citado, se dio cuenta de que la espera sería en balde. Era consciente de que ese tiempo sería basura, aunque, pensándolo bien, no sabía distinguir el tiempo basura del tiempo oro; todos los segundos son iguales y quizá el instante aparentemente más irrelevante te cambie la vida. Si acaso podría definir tiempo valioso como aquel del que dispuso Santiago Nasar por ser finito. Los demás creemos que el nuestro no es finito, y así vamos tirando.

Aún con todo, se sentó en un banco con vistas a la salida de la estación de metro. Por educación más que por convicción. No era necesario tener la frente demasiado ancha ni las sinapsis neuronales muy bien conectadas, más con menos y menos con más, para advertir sus deseos. Ella quería quererse, sencillamente sentirse bien como amante y amada en una curiosa simbiosis autosugestiva. Ansiaba convertirse en un ángel de Victoria’s Secret y en portada de las revistas que compran las chicas acomplejadas para hundirse más profundamente en las arenas movedizas de su nula autoestima.

Ella llegó, le dio dos besos y se sentó en el banco disimulando su fracaso, pensando que el populista lema puedes conseguirlo si lo deseas realmente sólo es cierto para los cínicos. Rompió el breve silencio informando que no la habían escogido como extra para un spot de Movistar.

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