Esta noche la luna es especialmente atractiva, tan redonda y rodeada de esa neblina cambiante de comienzo de película de terror. Sobre todo si la miras a través de las ramas desnudas de un árbol caduco y de fondo suena música de Wagner. Lástima que ni siquiera la pueda fotografiar. La luna siempre ha gustado, yo creo que porque está con nosotros en la noche, que es cuando las cosas buenas son menos buenas y las malas son peores. O será porque disimula los defectos y nos permite vender nuestra alma al diablo a precio de saldo. Y justo la noche más larga del año, tantas horas como reina durante lo que llaman solsticio, que a mí me recuerda a estulticia. Y justo la noche con más ilusión, cuando se espera que al día siguiente la vida dé un vuelvo con ese pequeño papelito que tiene una entre 85.000 posibilidades de salir del bombo, lo que si no me fallan las cuentas equivale a que mezcles una baraja de cartas y se queden los cuatro ases arriba. Qué maravillosa es la naturaleza humana, capaz de colgar toda una vida sobre un perchero tan débil, como diría Woody. Lo bueno de las probabilidades es que nunca fallan, las adoro, porque hasta la más mínima puede decir que ahí está y no se va a rendir. Lo malo es cuando a la hora de comer ya todo sea papel mojado y entonces nuestra compañera nos tenga que decir apenada «yo quiero evitar que te hundas, pero llevas unas pesadas botas de plomo.» Quizá sea más fácil quitarse las botas que poner una vela al décimo.
Al final todo no deja de ser la decisión de uno mismo, incluso la suerte.
Al final todo no deja de ser decisión de uno mismo, incluso la suerte.