Hay tanto idiota ahí fuera.
[Sálvese quién pueda, Vetusta Morla]
El desarrollo de un país se mide por el grado de civismo de sus ciudadanos. La corrupción es el contrapunto al civismo. Eso es todo, el resto de la entrada es verborrea.
La última vez que salió de las fronteras comarcales fue allá por los noventa para ir a Sevilla a un acontecimiento familiar. Y desde entonces hasta que el pasado octubre se fue de crucero por el Mediterráneo. Qué grande es el mar, no lo había visto nunca. Un largo paseo entre las aguas mediterráneas apuntalado por caminatas por algunas de las ciudades más representativas, lo que permite intuir la sorpresa a los pies del Coliseo o el horror al visitar las ruinas de Pompeya. Pero no, él recuerda que a las siete menos cuarto se hacía de día, más de media hora antes que en el pueblo en esas fechas. Y estaba despierto para ver cada amanecer. A las siete menos cuarto. Quedan pocos sensatos como él, de los que ponen todavía primero a la naturaleza y después al hombre.
Por casualidad él me pasó el ensayo de Aurelio Arteta que leo ahora, aunque el libro provenía de otro lugareño. Y leo a Arteta: nuestra obligación moral es la de combatir, no la de vencer. Y me acuerdo inevitablemente de aquella anécdota de la guerra civil en la que llegaba Miguel Hernández del frente a una reunión de intelectuales y al entrar, derrotado y enfurecido, les lanzaba un agresivo ¡Aquí lo que hay es mucha puta y mucho hijo de puta! La mujer de Alberti, María Teresa León, le propinó un punto y final y le retiró la palabra, claro. Era más fácil charlar y organizar saraos que salir al ruedo.
A quienes se desentendían de lo común o de todos para preocuparse sólo de lo suyo (idíos), los atenienses del siglo V a.C. ya los llamaban idiotas. Veinticinco siglos de idiotas, al menos.
Un subgrupo de los que no son idiotas son los políticos, puesto que no se desentienden de lo común (sic) según esa prehistórica definición. Qué de acuerdo estoy con Arteta en algunas de las sentencias de su ensayo: «lo decisivo en la vida de un Estado no es tanto el ser regido por personas de elevada inteligencia o integridad probada, cuanto por reglas legales que impidan de hecho a sus gobernantes cometer estupideces o incurrir en corrupción.» Pero hoy día la palabra corrupción ha dado de sí y va perdiendo su valor por culpa del abuso. Del abuso real, no lingüístico. Incluso afirma el filósofo que el sistema democrático actual alienta la corrupción porque la sociedad no la desaprueba como debiese.
Lo que no sé es si lo corrupto es la sociedad o la política. Conceptos tan amplios no caben en definiciones ni acotaciones porque son monstruos inmutables que nos superan. Como el mar, como los partidos políticos, que son más grandes que la suma de sus componentes y se convierten en monstruos indomables cuya finalidad última se diluye en el marco de sus intereses. De la importancia de los partidos se hace eco una periodista alemana en un interesante artículo: «La razón de la enfermedad de España es un modelo de Estado inviable, fuente de todo nepotismo y de toda corrupción, impuesto por una oligarquía de partidos en connivencia con las oligarquías financiera y económica, y con el poder judicial y los organismos de control a su servicio. En España no existe separación de poderes, ni independencia del poder judicial, ni los diputados representan a los ciudadanos, solo a los partidos que los ponen en una lista. Todo esto lleva también a una economía sumergida que llega al 20% del PIB y que frena la competencia, la eficacia y el desarrollo del país.»
Un amigo repite a menudo que el mundo podría ser más bonito, pero que es así y más vale aprender a jugar con las reglas en vigor que lamentarse por cómo podría ser. No sería mala filosofía si no fuese porque hemos inventado un sistema despiadado entre cuyas reglas abundan las inmorales. No falla Benjamin R. Barber cuando dice que sin educación cívica la decisión democrática es poco más que la expresión de prejuicios privados. En nuestro país demostramos a diario carecer de ese civismo.
A veces me pregunto si estamos preparados para ser una democracia, y ya han pasado más de treinta y siete años desde que murió Franco. El problema es que, con la política, tenemos mentalidad futbolera. Somos forofos de nuestros colores y odiamos al rival. En realidad odiamos más al rival puesto que más mueven las fobias que las filias. Así, los nuestros serán unos sinvergüenzas pero, como son de los nuestros, como llevan nuestra camiseta, pues no pasa nada. Como escuché ayer, el problema de España es que siempre pasa nada. Se depuran a dos tíos, se hacen unos cuantos pucheros públicos, se hace propósito de enmienda con unos cuantos públicos y sonoros golpes en el pecho y se acabó. Lo que ocurre es que todo estuvo bien mientras hubo pan. Ahora ya no hay pan para todos. Y es ahora cuando tal vez empiece a resquebrajarse todo. Ya no hay nada qué robar. Desaparecerán los interesados. Aparecerá la ética. Y no sólo eso. Los míos ya no son los míos. Esos no son los míos. Se está acabando el forofismo. Tal vez la crisis nos traiga la democracia, aunque lo dudo. La picaresca española es picaresca y es española. Y el Lazarillo ya no es un chaval.