El cine y la literatura están repletos de historias de fracasados, desde el Buscón hasta Bukowski, desde el Buscavidas hasta el Toro Salvaje. Algo nos conmueve ver a Jake LaMotta, fracasado, solo y gordo, recitando chistes amargos en un bar decadente después de haber rozado la gloria en el cuadrilátero. Es muy llamativa la predilección que muestra un amplio espectro de consumidores por este tipo de personajes, si bien no creo que a ellos mismos les hubiese gustado ser tan, digamos, protagonistas. La historia de Mario Trujillo es una de ellas, una vida trazada como sucesión de despropósitos y desgracias.
La familia de Mario era oriunda de Santa María de Poyos, un pueblo de Guadalajara conocido simplemente como Poyos. Sus padres tuvieron que emigrar pocos años antes de que él naciese porque el pueblo iba a ser inundado en la creación del embalse de Buendía, 1956. De hecho, su boda fue la última que se celebró en Poyos. Debe ser muy triste ver cómo tu pueblo va siendo lentamente arrasado por millones de litros de agua para quedar sepultado para siempre.
El Gobierno los reubicó en Paredes de Melo y les ofreció que escogiesen entre tierras o dinero. Prefirieron el dinero con el objetivo de poner en marcha un negocio, pero el propósito quedó en ilusión y cual cigarras se dedicaron a gastar ociosamente la pequeña fortuna. Unos años después, cuando ya en Paredes se había juzgado su fertilidad, nació Mario, primer y único hijo.
Todos los años la familia regresaba religiosamente a la ermita de San Andrés, cerca de Poyos, para celebrar una romería en honor a la Virgen de la Soterránea el cuarto domingo de septiembre. Allí se reunían con otras familias emigradas de Poyos en un ambiente que combinaba la alegría con la añoranza. Además de para bailar y beber y llorar la memoria de su lugar común, la romería servía para tomar el pulso de cómo le iba la vida a cada vecino, para informarse de si habían triunfado o fracasado en esa oportunidad de empezar de cero. Muchos no confesaban que les resultaba placentero demostrar que les iba mejor que a los demás.
A mediados de los ochenta, al regresar de la romería anual al anochecer, la familia sufrió un accidente de tráfico en las curvas que unen Buendía y Sacedón alrededor del embalse. El alcohol enderezó el alquitrán en la mente abotargada del padre de Mario y cayeron por un barranco que desembocaba directamente en el embalse. No llegaron al agua porque dos robustos pinos frenaron su caída, lo que no pudo evitar que su madre falleciese en el acto. Su padre murió de pena, y pobreza, pocos meses después. Mario sufrió daños cerebrales y quedó inmóvil de cadera hacia abajo; no pudo volver a mover las piernas ni a sentir su pene ante ningún estímulo.
Huérfano y discapacitado, encontró en el baloncesto su único motivo para vivir. Pasaba horas y horas intentando encestar en un aro que desde la silla de ruedas se ve muy lejano. Fue convocado en la selección nacional paralímpica que defendería los colores de España en las Olimpiadas de Sidney 2000. Ganaron el oro, si bien su presencia fue testimonial dado que era uno de los dos únicos discapacitados reales del equipo. Un equipo de tramposos que sólo contaba con Mario para permitir que sus rivales se acercasen en el marcador y las victorias no fuesen sospechosas por abultadas. Aquel año España obtuvo 107 medallas, clasificándose tercera en el medallero por detrás de Australia y Gran Bretaña. Mario regaló su reluciente medalla de oro a un primo segundo de diez años para borrar de la memoria un recuerdo inmoral e injusto y hacer feliz a un niño que ignoraba su origen tramposo.
Como definió Joyce a su dublinés McCoy, la vida de Mario no fue la línea más corta entre dos puntos. Poco después de las Olimpiadas se enamoró de una de las limpiadoras del centro de parapléjicos de Toledo, Ana. Con ella mantuvo una relación desafortunada donde prevalecía el aburrimiento a la pasión y el pragmatismo a la ilusión. Uno más de los sinsabores de su vida, una mujer con fuerte personalidad que hurgaba en su fragilidad para sentirse poderosa y que lo abandonó cuando percibió lo menguada que estaba la cartilla de Mario a pesar de la indemnización del accidente.
A día de hoy Mario sobrevive en Toledo, no sé mucho más de él, pobre, virgen y solo. Es difícil cortar este relato con un soplo de esperanza y, aunque es cierto que Mario no tiró el dado del azar en ninguna de sus desgracias, resulta complicado pensar que en lo que le queda de vida pueda remontar a lo alto de la rueda de la fortuna. Le deseo lo mejor.