Piensa en esto: cuando te regalan un iPhone te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire, un distintivo de ostentación y exclusividad. No te dan solamente el teléfono, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de Apple, ensamblado con los mejores materiales; no te regalan solamente ese menudo dispositivo que te meterás en el bolsillo y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo o a tu bolsillo casi como un órgano transplantado a tu organismo. Te regalan la necesidad de contestar a montones de llamadas inoportunas, la obligación de cargarlo para que siga siendo un teléfono móvil; te regalan la obsesión de atender de forma instantánea montones de correos electrónicos y mensajes de WhatsApp, la obligación de hacer fotos y vídeos más llamativos que con tu humilde móvil anterior. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa, de ver su pantalla estallar en mil trocitos de cristal. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu móvil con los demás móviles. No te regalan un teléfono, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del iPhone.
Supongo que no darías las gracias cuando te lo regalaron.
Me has recordado, aunque igual no tiene nada que ver, a un amigo que mío que, en Tokio, pidió que le indicaran dónde estaba el baño. Al entrar vio una taza ultrasofisticada, con muchos botones y posibilidades. Salió. Perdone, ¿hay otro baño? No puedo hacer mis cositas en un inodoro que es más inteligente que yo.
Qué difícil es esto de sufrir tecnofobia en el s. XXI…