Para visitar el Lago Titicaca (en quechua se pronuncia “titijaja”) el camino más corto consiste en coger un vuelo de Lima a Juliaca, ciudad que se caracteriza por ser un núcleo comercial del sur de Perú, lo que equivale a decir que mueve dinero y, en consecuencia, genera inseguridad y violencia. Para evitar sustos, y dado que Juliaca no cuenta con atractivos turísticos y sus habitantes tienen mirada desconfiada, desde el aeropuerto (de sonoro nombre “Aeropuerto Inca Manco Capac”) un taxi nos lleva a Puno, ciudad en la orilla del Titicaca y considerada “la Ciudad del Lago Sagrado”.
Avión de la compañía LATAM entre Lima y Juliaca.
La distancia entre ambas ciudades es de unos 40 kilómetros en línea recta a través de una carretera que atraviesa la planicie andina. No en vano nos encontramos ya en el famoso altiplano andino, una amplia región que abarca áreas de diferentes países sudamericanos y que se caracteriza por su llanura y, sobre todo, por su altitud, con una media, bastante regular, de 3800 metros sobre el nivel del mar. Un manchego tiene ya muy interiorizada la sensación de mirada infinita en el horizonte a través de carreteras de tiralíneas, aunque lo que aquí es viña allí son plantaciones de quinoa y lo que aquí son conejos allí son alpacas.
Puno, de hecho, es la principal región productora de quinoa (“kínua” en quechua) del Perú, ese alimento al que se le otorgan hoy en día propiedades de superhéroe y que allí, desde siempre, ha supuesto un alimento humilde y accesible. La ONU declaró el año 2013 como el Año Internacional de la Quinoa, lo que incidió en un brutal incremento de la difusión y, en consonancia, de la exportación de quinoa desde Perú y Bolivia. Los campesinos productores celebraron la declaración pero, cosas de “los mercados”, el incremento exponencial de las exportaciones no repercute en su bolsillo y siguen siendo uno de los departamentos más pobres de Perú. Nada nuevo bajo el sol.
La sensación de ciudad costera en Puno es inevitable, aunque estés casi a cuatro mil metros de altura y la humedad provenga de un lago y no de un mar, pero es que el Titicaca es mucho lago: “el lago navegable más alto del mundo” y uno de los veinte lagos más grandes del mundo. La cultura inca lo consideraba un lago sagrado de gran relieve religioso puesto que el Inca Garcilaso de la Vega situaba entre sus aguas el origen de los incas. Según la leyenda, de las espumas del Titicaca emergieron Manco Cápac, primer gobernador inca, y Mama Ocllo, su esposa, enviados por el Padre Sol para fundar una civilización, compadeciéndose del “estado de salvajismo en el que hasta entonces vivían los hombres”.
Cuando navegas por el Titicaca sientes una sensación térmica de contrastes. El sol quema con fuerza por la altitud y por el reflejo de los rayos en las aguas del lago, y sin embargo a la sombra hace fresco por el viento y porque las temperaturas del altiplano son bajas. Era curioso comprobar cómo el guía advertía la necesidad de usar protector solar y llevar gorra aunque estuviésemos a menos de 10º C.
Sol abrasador pero frío a la sombra surcando el Titicaca.
La parada turística por antonomasia de la parte peruana del Titicaca, cuyas aguas están compartidas con Bolivia, son las Islas de los Uros. Se cuenta que los uros huyeron de los españoles durante la colonización y se refugiaron en el Titicaca; para ello, “fabricaron” islas flotantes artificiales amontonando la totora (los juncos de la orilla). Unos cuantos siglos después la totora sigue siendo su forma de vida y, además de conformar la base de sus islas flotantes, este junco se utiliza como materia prima para construir sus viviendas y sus embarcaciones. Como es evidente, los uros también usan la totora en la artesanía con la que pretenden embaucar al turista.
Uros esperando la llegada de nuestra embarcación para hacer demostración del corte de la totora, dar un paseo y explicar su forma de vida.
Casas de los Uros hechas de totora y con placas solares para dar luz en la oscuridad.
Detalles de las casas de los Uros.
La isla peruana más grande del lago es Amantaní. Con casi diez kilómetros cuadrados, Amantaní es una isla pobre de casas de adobe que no tiene alumbrado público ni vehículos a motor y que subsiste gracias a una agricultura muy básica y a la actividad textil. En los últimos años ha proliferado lo que venden como turismo vivencial, que consiste en convivir un día con una familia autóctona que alquila alguna de las habitaciones de su casa en pensión completa. Su cocina es tan básica que son vegetarianos por imposición y apenas comen carne, pescado y fruta; la sopa de quinoa es su plato estrella, lo que complementan con diferentes papas, queso, pan o arroz. Y de beber, mate de muña o de coca, que además de baratos ayudan a combatir el mal de altura.
Vista de los pequeños terrenos de cultivo y las pendientes de Amantaní.
Grupo de mujeres con vestidos tradicionales cerca del puerto de Amantaní.
Puerta de chapa a la entrada de nuestro hogar de adobe y timidez.
La estancia se completa con una pequeña fiesta nocturna en la que se viste a los turistas como nativos, ellos con ponchos y ellas con polleras, para bailar unas danzas al compás de un grupo musical de jóvenes de la isla. Casi todas las familias son tímidas y calladas. Su comportamiento es amable y servicial, pero detrás de su agradecimiento sincero por apuntalar su flaca economía con nuestros euros/dólares, se puede vislumbrar el íntimo sentimiento de humillación por subsistir vendiendo su pobreza como atractivo turístico.
Su venganza viene cuando te animan a subir a los templos de Pachatata y Pachamama en la cima de la isla. Ascender trescientos metros de desnivel (desde el nivel del lago hasta la cima de la isla) a más de cuatro mil metros de altitud supone una odisea para el recién llegado. Las piernas pesan, el corazón late, además de cada vez más rápido, con fuerza. Y la cabeza palpita como si coquetease con explotar. No obstante, contemplar la puesta del sol en el Titicaca desde lo alto del templo de Pachatata atenúa el sentimiento de malestar.
Interior del templo de Pachatata, desde cuya puerta parece que se pone el sol.
Otra de las islas del lago sagrado es Taquile, menos hostil que Amantaní en desnivel y con un mayor nivel adquisitivo. Taquile fue utilizada en tiempos como prisión; con una temperatura media de 12º C, las aguas del Titicaca ejercían de barrera inexpugnable a las huidas. Aunque nuestra estancia fue breve, nos llamó la atención su organización cooperativista para sacar jugo a su arte textil.
Local comercial de la cooperativa de artesanía de Taquile.
Comida al aire libre y con vistas al lago sagrado en Taquile.
No puede faltar la sabrosa trucha rosada del Titicaca en el menú de la región.
Ya fuera del lago, pero en una población próxima a Puno, se encuentra el sitio arqueológico de Sillustani, un cementerio de sobrias e imponentes tumbas (denominadas chullpas) de la cultura Colla, anterior a la época inca. Las agencias suelen ofertar una excursión de medio día desde Puno a este lugar que, aunque interesante, personalmente no me resultó imprescindible. Quizá lo más atractivo del lugar es la vista de la laguna Umayo a los pies de las chullpas.
Restos de una chullpa en Sillustani.
Laguna Umayo desde Sillustani.
El altiplano y el gran lago sagrado se graban en el carácter del peruano indígena del Sur, de baja estatura, discreto y humilde, y que suele hablar con un volumen de voz tan bajito que hay que prestar atención para poder entenderlo. Qué contraste con Lima, tan ruidosa y ajetreada, la vida del altiplano y de las islas del Titicaca.