Mirando «lo rural» desde ventanas inesperadas.
Estáis aquí, estáis aquí,
en Buenos Aires y en Berlín.
Estáis callados pero sé que estáis aquí.
[Estáis Aquí, Sidonie]
Hace unos días me propusieron participar en una mesa redonda acerca del reto demográfico (enfocado desde el punto de vista político) en la provincia de Cuenca. Puesto que la despoblación encabeza mis preocupaciones a nivel político (y casi personal), decidí aceptar la invitación aunque mi perspectiva sea moderadamente pesimista y mi aportación probablemente reiterativa.
De un tiempo a esta parte estamos asistiendo a una vorágine de literatura acerca de las zonas rurales de la península y su despoblación, la España vacía, la Laponia del Sur, la Meseta desierta. Tan abrumadora es la presencia en la actualidad de la dispersión poblacional que no entiendo cómo las grandes recetas de los gurús no han desembocado en que tengamos que construir un hospital, una casa de apuestas y una universidad en el pueblo. Miento, sí lo entiendo, por dos motivos, el primero porque se trata de un problema muy complejo, de difícil diagnóstico y más difícil remedio, y el segundo porque mucha de la literatura que se está generando aspira a una premeditada apropiación de «lo rural» con ánimo de lucro y afán de comercialización de románticos conceptos como «el pueblo» y «el campo».
Según la RAE la despoblación se define de forma tan dramática como “reducir a yermo y desierto lo que estaba habitado”. Estéril. Desierto. Muerto.
La provincia de Cuenca se presenta como el arquetipo de región despoblada, puesto que contiene 206 pueblos con menos de mil habitantes (de un total de 238 municipios y doscientos mil habitantes, un cuarto del total en la capital). Y me resulta paradójico que la prensa cite modelos de éxito que imitar como el de las Highlands de Escocia, como si tuviese algo que ver un escocés con un vecino de Villar de Domingo García o de Villaverde y Pasaconsol (quién le pondría nombre).
Acotando más el entorno, Villaescusa de Haro cuenta con alrededor de medio millar de habitantes (según el INE, señor que nunca ha venido a contarlos), situado como el 61º de los 238, encabezando el segundo cuartil. No obstante, la cifra es engañosa porque se encuentra en un frágil equilibrio asomado al abismo desde el momento en el que se tuvo que cerrar el colegio local en septiembre de este mismo curso. Dos datos que corroboran esta mala salud: solo hay dos niños nacidos desde el 2010 (¡en ocho años!) que viven en el pueblo, uno de ellos mi hijo, y no llegan a 70 personas las menores de 40 años. Imaginad la pirámide (sic) poblacional, una nítida peonza girando precariamente sobre su punta. Huelga decir que cada vez hay más población estacional y menos población fija.
Síntomas de decadencia y abandono.
Personalmente no soy partidario del intervencionismo artificial que intenta aumentar la población con medidas puntuales que a la larga no consolidan población, si acaso alguna familia que trae más problemas que hijos. Esas propuestas con una pizca de suerte y mucha buena voluntad sirven para salir en la tele, como el alcalde de Chumillas en Salvados, pero no para garantizar un futuro estable.
En el diagnóstico de los motivos de la despoblación se repiten insistentemente las mismas hipótesis, que permiten abrir difusas y genéricas líneas de trabajo para paliar sus consecuencias:
- La falta de servicios públicos y la necesidad de garantizar el acceso a los mismos en igualdad de condiciones. Si bien jamás en la historia los pueblos han tenido a su disposición tal cantidad y calidad de servicios públicos, y aún así se siguen desangrando.
- La necesidad de fondos públicos e inversiones que prioricen a las zonas rurales; aunque desde la Unión Europea se han invertido millones de euros con programas de cohesión (FEDER, LEADER, etc) y se sigue perdiendo población.
- Las políticas estatales de aglomeración. Supongo que es más barato y sencillo gestionar una multitud bien juntita; aunque deberían ser conscientes algunos políticos de que esto no es un problema que nos afecta solo a nosotros, sino a todos, porque la desertización conlleva la desvertebración de la sociedad española y de su propio territorio.
- La necesidad de un régimen fiscal reducido específico para empresas y vecinos de municipios pequeños. Como Canarias, pero rodeados de tierra en vez de agua.
- La necesidad de crear puestos de trabajo como elemento clave para fijar población, favoreciendo la creación de empresas de sectores vinculados al mundo rural y mimando a lo que llaman en Bruselas «los campeones ocultos», que son aquellos emprendedores con potencial de los que se debe conseguir explotar sus virtudes.
- Revertir el esquema tipo de población rural: envejecida, abundancia de solteros/as y familias mucho menos numerosas que las de generaciones anteriores. En este sentido se debe valorar muy positivamente la labor de los inmigrantes que se establecen en núcleos de población pequeños.
- Fomentar el uso de las TIC y conseguir que todos los rincones puedan disponer de acceso de calidad a Internet para favorecer el trabajo a distancia dado que cada vez son más las profesiones que se pueden desempeñar de forma ubicua (en mi caso personal, gracias al teletrabajo puedo vivir junto a mi familia en mi pueblo).
No obstante, más allá de esas líneas de trabajo tangibles y de políticas intervencionistas, considero que el factor anímico y psicológico es primordial para entender el fenómeno. En ocasiones pienso que algunos pueblos prefieren morir, abandonarse a su suerte y no ser incordiados en su decadencia; como enfermos terminales que ansían su fin, desahuciados y desesperados, o como tozudos e imperturbables vecinos que aspiran a ejecutar nuevos planes siguiendo idénticas estrategias.
Una veterana ex-eurodiputada muy concienciada con el asunto incidió en su ponencia en el peligro de la incertidumbre, el miedo que paraliza y favorece la emigración urbanita. Incertidumbre a realizar una inversión, incertidumbre ante el turismo que se desconoce si llegará, incertidumbre ante la potencial supresión de servicios públicos, incertidumbre ante un futuro difuso y claramente gris oscuro. El miedo es un factor determinante en la despoblación de hoy más que en décadas pasadas.
Por último, también a nivel psicológico y educativo, en la conciencia de muchos jóvenes subyace la idea de que vivir en un pueblo supone un fracaso. Se percibe un nítido complejo de inferioridad y de falta de orgullo por la patria, quizá alimentado por factores externos como la imagen que se sigue proyectando -paradójicamente- hoy día del mundo rural. Falta, en ciertos casos, orgullo, ilusión y autoestima por vivir y dar vida en un pueblo.
No hablo de terceros, sino de casos que vivo en primera persona y que, por supuesto, no juzgo porque cada uno tiene unas circunstancias y toma libremente unas decisiones que lo deben encaminar a buscar su lugar en el mundo. Resulta triste sufrirlo, máxime cuando a día de hoy se podría medir con parámetros objetivos la buena calidad de vida en el pueblo sin necesidad de recurrir a rancios conceptos románticos ni a anacrónicos beatus ille.
Ajenos a esa corriente de frustración, no somos pocos los que consideramos impagable el pan del horno local, con su olor a infancia y su sabor a siempre, y las verduras y hortalizas de huertas comarcales. O la sensación de libertad y sosiego al salir a pasear cual canguro por pistas, caminos y sendas bien conocidas y, todavía, asombro al tropezar con zorros, jabalíes o lechuzas. El bienestar tranquilo de ser consciente de que hay tiempo para todo -el trabajo, la familia, las relaciones sociales y las aficiones personales- sin atropellarse.
Ayer di un paseo para hacer las fotos que ilustran el post y coincidí con un pre-adolescente que estaba jugando solo al baloncesto. Ese es el problema.
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