Paz, guerra y dos huevos fritos


Trashumancia por Las Pedroñeras.

Ya llevo demasiado
aguantando tus bromas
porque nadie te ha dicho
que no tienen puta gracia.

[Juramento, Anni B Sweet]

La paz no existe sino como marco de convivencia que soporta tensiones. Y quizá así deba ser, entender la paz como el contexto en el que las presiones tienen la posibilidad de escape sin reventar el recipiente de la coexistencia. Qué infantil la paz que pretendemos vender en épocas como la Navidad, edulcorada y llena de corazoncitos y revoluciones de las sonrisas y deseos vanos, como si el mundo fuese un lugar paradisiaco en el que los «problemas de verdad» pudiesen resolverse con besos cariñosos, como si la paz no fuese de facto un sustituto de la vida y la supervivencia. Que la situación sea compleja no supone una circunstancia tan terrible como observar la cantidad de ciudadanos ilusos que mentalmente asocian el concepto de paz a un sosiego higiénico, si acaso la semántica de «sosiego higiénico» pudiese existir. Ni todo es blanco o negro ni todo es guerra o paz, aunque nos reconforte pensar que la ausencia de guerra implica paz, una paz frágil fundada por el miedo, sostenida por la cobardía y apuntalada por legislación. Que nos deseemos paz estos días para un armonioso 2o2o, pero con el convencimiento de hacerlo con el ahínco que requiere construirla, conscientes de que implica disposición y batalla, valga la paradoja.

Decía Luis Piedrahita que «la vida es como un hotel, un sitio en el que vas a estar poco tiempo y tienes que llevarte todo lo que puedas». Si alguien tiene una definición más certera que levante la mano. ¿Y qué nos hemos echado este año 2o19 a la mochila en este contexto sin paz ni guerra?

Si el año pasado quedé tremendamente fascinado y acongojado con «El ruido y la furia» de Faulkner y con «El mundo de ayer» de Stefan Zweig, también este año han sido dos los libros que pasan a un lugar privilegiado de la estantería de mi memoria. Ian McEwan me sorprendió con «Chesil Beach», quizá por mi «pre-escepticismo» -que no prejuicio- de sospechar que no podía tener mucho recorrido una trama tan sencilla como la noche de bodas de un joven matrimonio virgen; y vaya si consterna la narración a pesar de lo acotado del escenario, qué forma de esbozar el contexto y entender una situación, qué forma de poner en palabras sencillas un sentimiento tan indescriptible, y sobre todo qué lección de humanidad, de psicología, de instintos descritos y de tabús despedazados. McEwan al desnudo asestando una puñalada certera a la guerra humana del miedo que subyace bajo la paz de las normas sociales. También en la mochila del año la genial «Solenoide» de Mircea Cartarescu, un prodigio de literatura íntima, el relato extenso de una mente habitada por fantasmas incapaz de discernir la realidad en la Rumanía comunista, jalonado por reflexiones deliciosas más para saborear que para leer, uno de esos libros a los que saludas con un sincero «encantado de conocerte» porque sabes que es especial y bendices haberlo descubierto.

Hacerle la guerra al yo del pasado forma parte de nuestra esencia como seres competitivos y comparativos, atributos inherentes a nuestro instinto de supervivencia. Y si es fácil tender trampas al inocente yo anterior debido a la experiencia que la edad concede, no lo es tanto batirse a nivel deportivo contra un yo más joven e impetuoso. El amor propio y la vanidad son buena leña para la locomotora de la superación y este año vengo a humillar a mi yo pasado. Orgulloso confirmo que en la MAMOCU (esto siempre siempre hay que escribirlo en mayúsculas) ascendí de la posición 166ª del 2018 a la 138ª de este año clavando el tiempo en un escenario mucho más exigente, me gané por 8 segundos en la subida al castillo de Belmonte, subí tres puestos del 28º al 25º en el duatlón del Queso en Aceite para seguir como campeón local por quinto año consecutivo y, en condiciones adversas, le gané un segundo y dos puestos a mi yo del 2018 en la carrera del Queso en Aceite. No he batido ninguna plusmarca mundial pero he dejado tocado y hundido a mi yo del 2018, y qué es la vida si no derrotarse a uno mismo aunque sea haciendo trampas.

Hay guerras que ya no siento como propias. Si hace años la Fotogramas era obligada, así como listar y valorar las decenas de películas que caían en mis manos y redactar críticas para sesiones de cine-fórum, ahora ni recuerdo cuándo fue la última vez que fui al cine salvo para la presentación de Rocambola como invitado amigo del director Juanra Fernández. La «Roma» de Alfonso Cuarón y el «Dolor y Gloria» de Almodóvar me dejaron frío, ignoro si porque el distanciamiento me ha endurecido la sensibilidad. Qué suerte, por contra, haber dispuesto del entorno apropiado para paladear esa joya innegociable llamada Chernobyl, la terrorífica serie sobre el enemigo invisible y silencioso más terrible, lección de historia y, sobre todo, de política.

La música gana la batalla como arte de expresión, ninguna experiencia sensorial artística llega más lejos ni es capaz de estimularnos hasta los confines de nuestro inconsciente. Me aterra pensar que podrá llegar el momento en el que olvide tres grandes conciertos de este año: Menil, Marlango y Christina Rosenvinge. Hace ya meses hablamos del concierto de Menil que nos fascinó en el convento de las justinianas local y que, gracias al técnico de sonido, puedo rememorar con frecuencia. El 4 de julio, en la entrada del parador de Cuenca y ante la postal más significativa de la ciudad, fue Marlango el grupo que brindó un concierto perfecto, delicado pero salvaje, íntimo pero ambicioso. Leonor Watling, sensual y carismática, nos encandiló presumiendo de versatilidad a través de sus temas de siempre y versiones acertadamente escogidas. Y por último, Christina Rosenvinge, que nos emocionó con un breve concierto de cuatro temas en la sede de la Fundación Antonio Pérez, cuatro obras maestras para paladear: «La Flor entre la Vía», «Canción del Eco», «Romance de la Plata» y «La Tejedora». Rosenvinge aturde con su presencia, nos deja con la sensación de que no somos nadie al lado de la luz que emite, supernova del arte. ¿He confirmado que estamos enamorados de Leonor y Christina?

En un mundo abarrotado de turistas, viajar cada vez está más sobrevalorado. Viajamos para conocer y para valorar que la paz está en la cama de casa. Cada viaje supone el conflicto de no entrar al trapo de los escenarios fabricados para deleite del turista ávido de emociones, de estampas, de sabores, de hacer check en la visita a esa ciudad. Hay mil formas de viajar, y líbreseme del pecado de juzgar el enfoque de cada viajero, máxime ante la imposibilidad de huir del mundo prefabricado que se ha montado en estos últimos quince años. Ha sido el primer año entre muchos, por desgracia y/o casualidad, que no he pisado suelo extranjero y tan solo he pasado por Barajas como chófer de viajeros. Si hago memoria, el listado de destinos es tan poco romántico que cualquier malpensado podría sospechar que el resultado ha sido premeditado: Benalúa de Guadix, Roquetas de Mar, Salvatierra de Tormes o Bótoa, amén de decenas de municipios conquenses. ¿Buscando la paz a través del pueblo?

Mil y una veces he escuchado a un hombre decir que sería incapaz de matar a sangre fría, que sería incapaz de ser protagonista de una guerra, de batirse a vida o muerte con enemigos anónimos ni en Normandía ni en Teruel. Quizá infravaloramos la naturaleza humana, la genética de la guerra, los mecanismos químicos programados para hacer frente a las situaciones más traumáticas o emocionantes, el mejunje de hormonas que nos amoldan a la ocasión para que no reviente nuestro corazón en mil pedazos en la coyuntura de la paz y de la guerra. A cada poco sobrevienen circunstancias que afrontar, como batirse con Gabriel Rufián, combatir por una victoria electoral, dar un paso al frente en tus filas para afrontar nuevos retos, analizar la estrategia de la guerra de guerrillas que son las convocatorias de subvenciones públicas, ser cómplice de cómo un hombre abre sus entrañas en un gesto de respeto y amor a la humanidad y la sociedad, hacer de la espera un arte en la batalla, celebrar aniversarios en tiempos de paz. Siempre alerta.

Y, por supuesto, la familia, búnker infranqueable de la guerra de la vida, salvaguarda del único patrimonio que importa, entorno de definición de la estrategia bélica de la supervivencia común, aún a riesgo de poder llegar a convertirse en la más temerosa trinchera de forma inesperada. Quizá un año clave y definitorio en todos los frentes de batalla: bienvenidas al mundo, consolidación de la fertilidad, florecimiento de la pasión, espontáneo brote de motivos para seguir en la contienda, maduración del aliado y, sobre todo, el día a día del asedio.

No tenemos intención de rendirnos y batirnos en retirada.

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