Distanciamiento Social Rural


Ovejas pastando en el Geliberte || Arteria de Madrid el 1 de abril.

Las noches te acercan
y enredas el aire,
mis labios se secan
e intento besarte,
qué fría es la cera
de un beso de nadie.

[De Alguna Manera, Luis Eduardo Aute]

El ministro de Sanidad, Salvador Illa, catalán y filósofo aunque ambos adjetivos no aporten nada, declara que tenemos que pasar de la actual «fase de distanciamiento social» a una «fase de transición». Intuyo que a partir del próximo 12 de abril, domingo de Resurrección, el Gobierno irá levantando prohibiciones de forma paulatina y con cuentagotas para no dar pasos en falso en la inevitable convivencia controlada con el coronavirus que tendremos que afrontar temerosamente en los próximos meses. Me gustaría esperar de forma interesada que, entre las primeras gotas, además de permitir la actividad laboral más allá de la esencial, se autorice salir a la calle con los niños y hacer deporte individual al aire libre para ventilar por la primaveral meseta los oscuros humos mentales atascados. La intuición me susurra que lo del deporte no lo van a contemplar.

Me retumban esas palabras del ministro: fase de distanciamiento social. Qué significado tiene el concepto «distanciamiento social» en las zonas rurales de la España vacía, en comarcas como nuestro Señorío de Haro, donde supuestamente (INE) habitamos 940 personas (470, 248, 165, 111 y 46 vecinos) divididas en 5 municipios y 234 kilómetros cuadrados. Nos corresponde un kilómetro cuadrado cada cuatro vecinos o, lo que es lo mismo, cada ciudadano puede desenvolverse en un recinto cuadrado de 500 metros de lado sin quebrar el «distanciamiento social» individual (casi 50 campos de fútbol para cada vecino, que es la unidad de medida más entendible para muchos). Despojando a la reflexión de cualquier atisbo de frívola intención singular, qué paradójico suena ese concepto nacido en el mundo urbano cuando lo aplicamos a pueblos en los que no se invade la distancia mínima ni siquiera en el bar cualquier día entre semana.

Nadie debe osar cuestionar las decisiones que están decretando con el objetivo de minimizar el impacto de la expansión del virus, máxime cuando en situaciones de radical estrés no se pueden plantear escenarios de incertidumbre. Así, debe quedar claro que no circula por la vía de la reivindicación rural este comentario, sino por la vía del retrato social de un tiempo imprevisto en cualquier rincón del mundo.

Y el retrato del pueblo se dibuja a sí mismo con pasmosa naturalidad enmarcado en el contexto de confinamiento generalizado. El cereal sigue creciendo en el campo y los agricultores trabajando para que los demás podamos comer, ya casi olvidadas sus reivindicaciones de precios justos que alcanzaron su punto álgido coincidiendo con el incremento de contagios, ya es mala suerte que se apaguen así tus exigencias más básicas. Las ovejas siguen dando leche que se distribuye para garantizar el abastecimiento de lácteos en el mercado, y los corderos y los pollos de por aquí también se mantienen en la rueda de la alimentación. Tiendas, panaderías, carnicería, estanco y farmacia siguen suministrando los productos que necesitamos para sobrevivir con el inconveniente añadido para los regentes de los negocios de tener que asumir medidas de prevención incómodas y afanarse con obsesión en la limpieza y desinfección. La médica sigue pasando revista al estado de salud de los vecinos y el cura acomodándose a su labor espiritual y social a distancia desde la esquina de la iglesia. La guardia civil mantiene el orden y el cumplimiento de la normativa aspirando a no tener que actuar, el banquero sigue abierto al público para que los vecinos puedan cobrar «su paga». Unas tuberías siguen abasteciendo de agua a las viviendas y otras retirando los sobrantes para, más abajo, que la depuradora los filtre y mande el agua limpia al arroyo. Las gallinas siguen puntuales con su huevo diario y las golondrinas ya regresan a pasar la primavera. Las auxiliares de ayuda a domicilio, en la brecha incluso en condiciones precarias, ayudando a los mayores que lo necesitan para que sigan manteniendo una vida digna, y el camión de la basura pasando puntual para seguir retirando nuestros residuos domésticos.

Sería inmoral catalogar la situación como dentro de la normalidad pero sí se puede entender que la brecha entre la vida cotidiana y la vida confinada es mucho menor en las zonas rurales. Si no fuese por los bares cerrados y la afluencia de mascarillas podríamos simplemente intuir que pasaba algo raro, sin más. Y, sin embargo, la realidad es la contraria, la percepción de orden natural disimula los dramas individuales de cada hogar y el temor a ese enemigo diminuto e invisible que puede ser fatal en convivencia con vecinos de tan alta edad.

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