Sabed siempre, pequeños, que hay fechas que resultan difíciles de olvidar, como el día de vuestro nacimiento. Domingo 8 de marzo de 2020, gran manifestación en defensa de la igualdad de la mujer en Madrid, alentada por Irene Montero mientras le susurraban que un virus desconocido había llegado de Wuhan, en China, al norte de Italia. La semana siguiente fue frenética hasta el punto de que, aunque lo hayamos olvidado, decretaron el estado de alarma y nos encerraron en nuestras casas con urgencia e improvisación: no podíamos salir a dar un paseo al campo pero sí acudir sin mascarilla a espacios cerrados como al despacho de la panadería.
Pero aquel 8 de marzo, en el pueblo, éramos ajenos a todo aquello, y felices, plantando 97 pinos piñoneros junto a los hermanos Jorge y Teodoro en una pequeña parcela ubicada en la intersección entre el camino del Saz y el camino de Las Casas que primero había labrado Andrés Lavara y después había roturado José Sánchez.
En ningún sitio estaba escrito que debiésemos hacerlo y, quizá por esa razón, el hecho se convierte en algo tan trascendental. La utilidad de lo inútil, titula Nuccio Ordine. De un lado, la parcela, de propiedad familiar y que por su escaso tamaño no se consideraba golosa para venta y explotación agrícola, así que, de rebote, mitad heredada, mitad comprada, esa casi media hectárea a un kilómetro de casa había caído en nuestras manos. De otro lado, la elección del pino como un árbol robusto y adaptado a este clima extremo, con la aspiración de dar uso a esa tierra y partiendo de la premisa innegociable de no comprometer trabajo continuo durante años para su cuidado.
Y es que, en teoría, la cosa es así: pones el pino y te olvidas, crece despacio y sin ayuda por su carácter resiliente, como se dice hoy en día. De hecho, hay empresas que esparcen pinos por los cerros y, al cabo de años de olvido, esos montes desnudos se convierten en frondosos arbolados. En nuestro caso, la realidad ha resultado diferente, ignoramos si porque plantamos pinos en extremo sensibles que ansían mimos y caricias o, simplemente, porque las circunstancias naturales han derivado en una necesidad inesperada de cuidados. A la postre, esa fragilidad manifiesta ha requerido tantas horas de trabajo, quizá inútil y mal planificado, tantos ratos de azada e ignorancia, que ya podemos considerarlos de nuestra familia, como una paternidad desorientada y de alta demanda.
Su bienvenida fue ratificada por la pandemia de coronavirus, que no atacaba al pino pero condicionó su espíritu infantil por la soledad impuesta gubernamentalmente. Al poco, quizá por inadaptación al suelo, sus acículas empezaron a tornarse amarillentas y los pequeños arbolitos necesitaron suplemento de hierro, unos polvos granates disueltos en agua que olían a fragua.
En su primer invierno, tan frágiles, sufrieron la gran prueba de la Filomena, una nevada histórica que vino seguida de días de frío y hielo, y ahí intentaron aguantar su gélido enterramiento durante semanas. Dábamos por descontado que no podrían sobrevivir a esos termómetros de menos quince grados y, no en vano, años después todavía sufren los efectos secundarios de la congelación de su savia. Dos meses después, en marzo de 2021, me ayudaste a acompañarlos con ocho cipreses y un cedro del Himalaya; debía ser un cedro del Líbano pero Pedro decodificó la petición a su manera.
Al año siguiente, en la primavera de 2022, un ejército de amapolas bañó toda la parcela de rojo y verde. La imagen era bonita pero ese batallón de flor viva escamoteaba toda la humedad de la tierra y, lo que es peor, atrajo a un pulgón destructivo que arruinó más de una decena de pinos e hirió a otra decena hasta que fuimos conscientes y, tras diagnóstico experto, atacamos al bicho gracias al pulverizador mochila de Yoli y al atrapa de Teodoro.
Ya en 2023 una severa sequía marcó la primera mitad del año. Cinco meses, desde finales de diciembre de 2022 hasta final de mayo de 2023, que se hicieron eternos para todos los agricultores de la región y sufrieron cómo se arruinaban las cosechas de cereal. Los pinos ya daban muestras de robustez pero tantas semanas sin agua deterioraban su entusiasmo juvenil. En mitad de la sequía, en marzo, repusimos 14 pinos tras velar los cadáveres de la filomena y el pulgón.
Y después apenas cayó una gota entre julio y agosto, meses de sol furioso y estrés hídrico. Hay pocas labores más ingratas y estériles que regar un centenar de árboles con garrafas de agua en plena canícula. Y en esas, de repente, en la sobremesa del 4 de septiembre, el cielo descargó un aguacero histórico, al que ahora llaman Dana, que dejó 78 litros por metro cuadrado en los alrededores. La tromba generó una riada por la afluencia de los arroyos de la Callejuela y de Sierra Nevada, y precisamente este último atraviesa una parte de la parcela de los pinos. La fuerza del inesperado río de agua, barro y vegetación arrasó algunos pinos, que quedaron en el suelo como humillados y enterrados entre la tierra y la broza. Tras los cuidados intensivos y sacudirles el barro una vez seco se podría ratificar que no tuvimos que lamentar ninguna baja.
No se me ocurren muchos otras desgracias más: la nevada, la pandemia, la sequía, la plaga, la tormenta. Bueno, sí, claro, faltaba el huracán. Ya no. El 2 de noviembre vino protagonizado por una ventisca inaudita con rachas de viento de hasta 108 km/h que tumbó grandes árboles en el pueblo. También dobló algunos de los jóvenes pinos piñoneros, así que hubo que recurrir a nuevos tutores más gruesos para enderezar el futuro de la verde prole.
No sabemos qué vendrá después más allá de la incertidumbre y la esperanza junto a vosotros, la pasión cotidiana. Nos estamos empezando a acostumbrar a estos contratiempos, así que solo queda creer y confiar. Estos árboles de lento crecimiento nos ayudan a asumir humildes lecciones de paciencia y resiliencia. Y no tenemos prisa, porque en el fondo su inutilidad los ha vuelto imprescindibles y solo aspiramos a que nos sobrevivan por imperativo de la naturaleza.