De Legnaro a Zaragoza

Esta primavera, el mediodía del jueves 23 de mayo, el pelotón del Giro de Italia atravesó el pueblo de Legnaro unos 10 kilómetros antes de la meta de la etapa en el Prato della Valle de Padova. Las calles estaban a rebosar de gente viendo pasar la marea arco iris, siempre llama la atención la expectación que genera un momento tan fugaz incluso aunque seas aficionado al ciclismo. También Miriam se había acercado, por curiosidad, no por devoción, con Irene y Elisa para ver volar a los ciclistas profesionales.

Pablo, que veía por televisión en directo la etapa, capturó el momento exacto y nos envió por wasap una imagen de la retransmisión en la que aparecían de espaldas Miriam, Irene y Elisa en una acera de Legnaro mientras pasaba el pelotón.

Etapa 18 del Giro de Italia 2024, Legnaro, 10 km. a meta.

Me quedé absorto mirando la fotografía. Nos interesaban mucho más las tres espectadoras de la patata amarilla pintada por Pablo que el resultado de la carrera ciclista. En realidad, se trataba de la foto de un monitor, ni siquiera un pantallazo, y eso le confería mayor grado de abstracción a la imagen, como si no fuesen reales ni los ciclistas ni las espectadoras.

Miraba la foto consciente de que esas tres personas existían, y tenían sus afanes y sus sinsabores, y que no conocían a ningún ciclista, pero nosotros sí que las conocíamos a ellas. Y, al tiempo, la sensación de familiaridad se mezclaba con el sentimiento de lejanía: joder, necesito verlas para saber que están ahí, y entender que detrás del monitor y de la cámara de la moto están ellas, de carne y hueso. Desde ahí se irían a pasear, o a tomar un gelato por ser un día especial, o a comprar plátanos y polenta de vuelta a casa, y luego cenarían con Andrea y prepararían la mochila del cole para el día siguiente. Existe un instante random congelado en una captura de pantalla y también existe la linealidad temporal ininterrumpida de sus vidas. Lo estático en lo irrefrenable. Tan lejos y tan cerca, tan ajeno y tan familiar. Quizá no seamos capaces de -o no nos atrevamos o nos nos interese- medir las distancias cotidianas de nuestras vidas.


En verano, la mañana del sábado 20 de julio, llevé a mi madre a Zaragoza. Me ofrecí como chófer porque quería visitar a su amiga María José, gravemente enferma. Durante el viaje hablamos de muebles y precios, de la maleabilidad de la crianza, de la muerte y de las muertes, de la enfermedad, de la perspectiva de la vejez. La parada en Medinaceli fue más breve de lo habitual, llevábamos el tiempo cronometrado para llegar a comer a Zaragoza, y antes del pincho de tortilla la saludaron como clienta habitual.

Al llegar a José Pellicer, 48, el tío Javier nos anunció que ya habían vendido ese piso en el que nos encontrábamos a una joven pareja gracias a un amigo inmobiliario amigo de Ana. Desde ese momento, intenté fotografiar con la mirada cada rincón de ese piso, que había sido el de los abuelos desde hacía sesenta años, porque era consciente de que no volvería a pisarlo. El diminuto salón de incómodo sofá donde no cabíamos ni la mitad y con la ventana a la que nos asomamos cuando un vecino decidió lanzarse al vacío, el impoluto comedor con la televisión primigenia, el cuadro con la escena de caza y la bolsa de magdalenas en el estante de abajo del armario, el cuarto de baño con el water más odioso del mundo entero y el agua hirviendo de la ducha, la cocina limpia como si la acabase de repasar la abuela, la galería con horrendas vistas al patio interior, la habitación de la entrada que me trae recuerdos a ronquidos gigantes y a sudor asfixiante, el pasillo estrecho y bajo con la simpática ardillita, la habitación de los abuelos exactamente igual que toda su vida, y el olor inmutable de cada estancia.

Cuadro del comedor.

Yo no he vivido ahí pero lo he ocupado durante días de mi infancia y eso se cincela en la memoria. Ya no iba a volver a pisar ese suelo y, en realidad, no supone un profundo drama, pero la conciencia de la oportunidad de decir adiós tampoco se debe despreciar, aunque sea por respeto al pasado y a la familia. No sé si es de gente de ciencias eso de querer delimitar bien los principios y los finales. Guardé un cuadro del lavadero romano pintado por María José para que no terminase en la basura.

Alicatado de la cocina.

Después de comer y de la siesta acerqué a mi madre a la casa de María José en el barrio de Montecanal. Juanjo me invitó a pasar para desahogarse sobre temas políticos. María José conservaba su humor y su timbre de voz maño, poco más, su cuerpo había recorrido de forma muy rápida un angosto camino hacia el abismo. Dolía la disociación del cuerpo y del espíritu. Pronto me despedí porque mi exclusiva labor era de chófer.

A la mañana siguiente, recogimos las pocas fotografías con valor sentimental del piso del barrio de San José y el recordatorio de la primera comunión de mi madre, sesenta años la tacita guardada en el mismo sitio. Debe ser muy difícil despedirse de forma tan abrupta de una amiga y de un hogar de infancia y juventud. A la vuelta, confesó a su brusca manera que Zaragoza había perdido su interés ya sin padres, sin amiga y sin casa.


Y así, Zaragoza ha dejado de ser una ciudad de referencia familiar mientras Legnaro, cuyo nombre nunca habíamos escuchado, se ha convertido en un enclave estratégico. Quizá sea porque el espacio no tiene valor respecto al tiempo y al enlace. La sensación de pertenencia se alimenta principalmente de intereses familiares o sociales o económicos, y no se puede sujetar solo en el romanticismo de las anclas del pasado. O sí.

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