El amor es la apariencia de la paz. [Los detectives salvajes, Roberto Bolaño]
La tarde del 3 de enero de 2024 me acerqué con Miriam y María José a Pedroñeras para visitar a la tía Pili, diagnosticada el 18 de septiembre de 2023 de cáncer de pulmón. Nos recibió sin apenas voz y con un pañuelo en la cabeza para disimular la quimioterapia. Más allá del deterioro físico, se mostraba como siempre: sincera, romántica, sonriente y sacudiéndose problemas de encima. No recuerdo quién más había en la casa, creo que Estrella.
Es cierto, fuera cinismo, pobre bagaje esperar más de tres meses a hacer una visita de cortesía a un familiar enfermo, y ante nadie cabe disculpa ni excusa, si acaso ante la propia conciencia. Pero allí estábamos esa tarde de invierno interesándonos por el estado de salud de la tía Pili y conscientes del pronóstico del cáncer. Supongo que algunas conversaciones triviales son necesarias para hilar la empatía en circunstancias adversas: la enfermedad, la familia, alguna anécdota pasada, alguna esperanza futura.
En un momento de la conversación, tras un breve silencio, la tía Pili nos miró sonriente y dijo con serenidad «aique, vosotros siempre todo perfecto». Estábamos allí para saber de ella pero ella también quiso saber de nosotros y de nuestras circunstancias, como si fuesen dos mundos ajenos e incomunicados. E ignoro si con alguna gota de envidia, o de cariño, o de aprobación, o de lejanía manifestó su rotunda opinión con total confianza. Esas cinco palabras rebotaron por todas las paredes con un eco que ha durado todo el año, cinco palabras que conforman una sentencia judicial y que poseen propiedad conmutativa: se pueden poner en cualquier orden y terminan en el mismo sitio.
Las cinco palabras me acompañan como una obsesión: aique, vosotros, siempre, todo, perfecto. No todo es perfecto, no siempre es perfecto, no siempre somos nosotros. La apariencia de la paz y del bienestar necesita una contraposición, y lamentablemente la tía Pili sabía de lo que hablaba, de su lado, del lado de la batalla, de la dificultad, de la enfermedad, del contratiempo. Detrás del cinismo, detrás de la sombra del egoísmo y la vanidad, aparece la dignidad de la vida difícil, la lección de la entereza entre los escombros, el buen ánimo en el peor momento. Ella, erguida y sin cuerdas vocales, diagnosticando realidades y soportando reveses.
Detrás de esas cinco palabras regresó el silencio, una mueca de avergonzado agradecimiento por nuestra parte y un pesado silencio, qué responder si ella lo tenía claro. Qué sentido habría tenido intentar compensar la balanza explicando, por ejemplo, lo que le había pasado a Inma el mes anterior. María José se atrevió a replicar que «no hay nada perfecto».
La penúltima vez que la vi, con Pablo, se había roto la cadera y había perdido toda movilidad, solo le quedaba gruñir en privado y sonreír en público, soportar con estoicismo y resignación. La última vez que la vi estaba ya en la cama sin conciencia, con respiración tranquila y arropada. La tía Pili falleció el viernes 29 de noviembre de 2024 en su casa, serena y agotada. Se merece descansar en paz y vivir la gloria.
El 14 de septiembre de 2024 se inauguró una calle en honor al teniente Castillo, germen de la historia del hermanamiento entre el Regimiento Saboya y Villaescusa de Haro y fallecido de forma prematura en un accidente de helicóptero a los 28 años en Valverde de Júcar. Al acto de inauguración asistió su hermana, Julia Fernández Castillo, doctora en física nuclear jubilada desde ya hace décadas.
En su improvisado discurso de agradecimiento, erguida y con un ramo de flores en los brazos tras haber descorrido la cortinilla de la placa de la nueva calle, Julia glosó las virtudes de su hermano, su gallardía y su pasión por el prójimo desde la infancia. También manifestó su sentimiento de gratitud por mantener viva la memoria de un soldado fallecido hace más de cincuenta años. «Este pueblo no olvida», dijo literalmente. Y defendió el mérito de un pueblo que recuerda su pasado y lo valora, que se aleja del adanismo contemporáneo para, con humildad, reconocer a las personas que dejaron huella, de una u otra forma, en el imaginario colectivo del lugar.
Esas cuatro palabras, este-pueblo-no-olvida, me llegaron como el eco de una profecía entre la sensibilidad de todos los catorces de septiembre, el selecto público allí congregado de forma espontánea y la emotividad del sencillo acto programado. Es cierto que, al pasar el tiempo, me apena que no hubiese más vecinos sintiendo ese instante aquella soleada mañana, pero cada uno navega sus inquietudes.
Me pregunto qué llevó a Julia a decir esa frase tan rotunda y cargada de significado. Qué tiene de cierto el olvido y qué tiene de particular la memoria de un pueblo. Quizá, entre la modernidad líquida, sean los pueblos los garantes de custodiar los recuerdos del pasado, como sucede con las tradiciones y las costumbres. Incluso con los cementerios, tan diferentes los de una ciudad y los del mundo rural, que siguen repletos de las almas que fueron, que permanecen en la memoria de los que viven y que ofrecen la conciencia de pertenencia a una tribu con ristra de antecesores y sucesores. El cementerio pellizca nuestra vanidad para recordar que no podemos concebirnos como seres desarraigados.
No olvida el que recuerda, y recuerda el que adquiere el hábito de la repetición. Así, la memoria se sustenta en la aparente vulgaridad de la insistencia cotidiana. De hecho, nuestra vida está jalonada de rutinas periódicas que nos brindan esa conciencia de trascendencia para evitar los desapegos. Y cumplimos años para recordarnos vivos, y celebramos la Navidad para recordar a nuestra familia y al que nació hace más de dos mil años, y descansamos los domingos para entender el valor del trabajo, y hacemos la cama todas las mañanas para dar valor a la disciplina y al hogar. El mejor ejemplo son las cincuenta reiteraciones de un rosario. Y, a la postre, el romanticismo de palabras gruesas como olvido se apaga con la rutina repetitiva.
Y por eso recordamos al teniente Castillo, y damos importancia a los que nos precedieron. Juan Manuel de Prada lo dice mejor: «nadie tiene derecho a derribar de un capirotazo lo que las generaciones previas erigieron con infinito esfuerzo: porque en el esfuerzo de esas generaciones hay mucho amor insomne, muchos sacrificios ímprobos, muchas lágrimas vertidas, muchos júbilos compartidos».
Joseph Ratzinger y Ana Iris Simón. 1969 y 2024. Un programa de radio alemán y un artículo de opinión en El País. Un acusado de fascista y una sospechosa de comunista. Uno que fue Papa y otra que es mamá. La paradoja de que dos cosmovisiones antagónicas confluyan en una inquietud común: el camino de la búsqueda de la luz y de la paz.
No le tengas miedo al tiempo,tampoco a la oscuridad. Suelen regalar linternas de muy buena calidad. Y en el vacío no hay maldad. [Exoplaneta, Arde Bogotá]
Hace casi cuatro años escribí una entrada, titulada «Cayetano y el chocolate; Alfonso J. y el vino», en la que narraba mi perspectiva de los alumbramientos del gorilaco y el garrapatín. Y ahora que ha llegado Santiago también siento el deber de darle una bienvenida narrativa.
El sábado 27 de julio salimos en familia a cenar al Saga, como cualquier otro sábado, una sepia, un huevo frito con patatas fritas, unas gambas al ajillo, un helado muy grande. A las 2:30 de la madrugada entendiste que era buena hora para activar las emergencias, despertarme y salir corriendo a Cuenca al ritmo de las contracciones. Me enfadé por el sueño, por las horas intempestivas y porque, intuía, no eran tan urgentes las prisas. A toro pasado es fácil escribirlo, pero si en aquel momento hubiese manifestado mi escepticismo habría acabado hervido en la caldera de los malos humos.
Estuvimos ingresados en el hospital hasta el martes por la mañana. Esos dos días sirvieron para elegir nombre, a tu pesar. También para descansar, ver en sesión continua los Juegos Olímpicos y comer en el Nazareno y Oro y en el Recreo Peral. Una vez más demostraste lo lejos que está la teoría de la práctica, la vivencia propia de la lección al prójimo. Siempre insistiendo en que los cuerpos tienen sus ritmos y hay que dejar fluir el tiempo hasta que llega el momento clave y, sin embargo, casi admites una inducción con dos semanas de antelación y, encima, pidiendo permiso para no molestar los turnos de los gines.
Ya de vuelta, pasaban los días despacio, se te hinchaban los tobillos, dormías en el sillón del salón para evitar el reflujo, te sentías incómoda con una barriga del tamaño de la Vía Láctea. Parecía que más que dar a luz ibas a explotar como la patata caliente del Gran Prix. Y, mientras, mirábamos de reojo en el calendario que se acercaban fechas clave: las fiestas de agosto, los compromisos familiares, el bautizo de Federico. A la incertidumbre se sumaba la preocupación por la agenda aunque la prioridad fuese innegociable. La noche del 13 de agosto te animaste a participar en la carrera del queso en aceite para asombro de todo el pueblo.
Volvimos a monitores la mañana del miércoles 14 de agosto, ahí ya estabas fuera de cuentas, según unos cálculos ponderados eran 40+3 y con una previsión de inducción para el 20-21 de agosto. El ginecólogo te ofreció negociar, es decir, adelantar la inducción, y aceptaste enchufarte el gotero de oxitocina a las 12 en punto de la mañana. Me llamaste y me acerqué paseando desde la Diputación al hospital sin saber si debía tener prisa o no. En el camino, pasé por la panadería a comprar desayuno para el paritorio. Cuando llegué, estabas en la sala de dilatación con música de fondo y un artefacto de aromas que no funcionaba bien; intentaban crear un ambiente propicio para la relajación.
Me bajé a la casa de comidas de Los Alfares por ser el lugar más próximo y, cuando subí, todo seguía igual, tranquilo. La auxiliar, Teresa, incluso me ayudó a reclinar el sillón para dormir un rato la siesta. Y ahí estábamos, pasando la tarde, tú en la pelota con los queridos niños de David Trueba y yo recostado con la más recóndita memoria de los hombres de Mohamed Mbougar. Paqui, la matrona, informó que te explorarían a las seis de la tarde. Miraba de reojo el reloj de la pared para echar cálculos, a las 7 era la novena, a las 8 la procesión y a las 11 el pregón. No tenía ningún motivo lógico para creer pero tenía fe. Callaba pero me entraban ganas de subir el volumen de la máquina de oxitocina, que estaba a 20 (ignoro, por supuesto, la unidad de medida).
A las seis en punto entró la matrona y se puso un guante para revisar tu evolución. Como la experiencia sirve para algo, ya sé que aquí el minuto y resultado se mide en dos parámetros: el borrado del cuello y los centímetros de dilatación. Paqui confirmó que la evolución era lenta y propuso romper la bolsa salvo que hubiese alegaciones en contra. No constaron las mismas.
Paqui es una mujer de las que inspiran confianza, una matrona veterana con la mirada de abuela que ha visto mucho. Cojeaba y sonreía, mostraba seguridad y empatía a pesar de no haber sido madre. Profesional y discreta, transmitía que sabía lo que estaba haciendo. Sin más contemplaciones, pidió una aguja como las de hacer ganchillo con un pincho transversal en la punta y la introdujo con delicadeza. Cuando consiguió explotar el globo, empezó a manar agua como en el nacimiento del río Cuervo en primavera. Entre risas, decías que no podías moverte porque encharcarías toda la sala de dilatación. No sé cuántos empapadores tuvieron que usar mientras Teresa declaraba que nunca había visto algo parecido. Podrías haber llenado una piscina. Paqui bajó a 15 la oxitocina y me miró cómplice, sabíamos que ahora ya iba en serio.
De forma paulatina fue creciendo la intensidad y frecuencia de las contracciones. Paqui practicó la maniobra de Lift & Tuck para ayudar a colocar al bebé en posición de salida. Dijo que era un movimiento de obstetricia clásica y que era necesario combinar lo clásico con lo moderno; como en todo lo demás, pensé. Después me pidió que hiciese la maniobra alzando tu barriga y así fueron pasando los minutos hasta que el dolor de las contracciones era ya demasiado insoportable. Como el parto ya estaba desencadenado, Paqui te desconectó la vía de la oxitocina.
La matrona y la auxiliar salieron de la sala para dejarte tranquila en tu recorrido por el dolor, sabían que pronto tendrías ganas de empujar y las reclamarías. Aunque no lo dijese, Paqui sabía que el parto sería en cuclillas y en la sala de dilatación. Poco después te quitaste el camisón porque tenías mucho calor y te quedaste desnuda. Una hembra de mamífero sin ropa ni cables ni ayudas en el instante del parto, lo natural, lo animal.
Llegaron las contracciones de verdad y seguíamos solos en la sala, hasta que les gritaste que ya empujabas. Había tanta tranquilidad que era imposible pensar que algo podría torcerse, todo fluía con naturalidad. Te retorcías mientras confesabas me costando más que ninguno, es muy grande. Te sujetaba de las axilas como con Alfonso para que pudieses estar más cómoda. Ya asomaba la cabeza y Paqui estaba de pie tan tranquila, me entraron ganas de decirle que se agachase y pusiese las manos no fuese que Santiago acabase en el suelo.
El expulsivo fue rápido y limpio. Y apenas lo cogió la matrona en sus manos, a las ocho en punto de la tarde, se lo quitaste y empezaste a darle besos y a decirle ven aquí mi bebé, ven conmigo y a quererlo y a sentirlo tuyo. Como siempre, me asomó una discreta lágrima de emoción y te di un beso en la frente, de amor y de admiración. Paqui y Teresa no paraban de repetir lo bonito que había sido el parto y que lo deberían haber grabado, como si más que un alumbramiento hubiese sido un espectáculo.
Ahora ya sí te limpiaron y te tumbaron en la cama de partos con el bebé en brazos para hacer el piel con piel mientras esperábamos que el cordón umbilical dejase de latir. Seguían los halagos a tu destreza durante el parto y yo miraba al bebé pensando que no se parecía de forma nítida a ninguno de sus dos hermanos. Unos minutos después pinzaron el cordón y Paqui me ofreció cortarlo; creo que es algo típico pero era la primera vez que tenía la oportunidad. Me pareció un gesto chabacano, como tener el papel protagonista de cortar la cinta de inauguración de un evento, solo que en ese caso el simbolismo era el de romper el vínculo de una madre con su criatura recién nacida. De todas formas, lo hice solo por no decir que no y porque lo estaban sujetando Paqui y Teresa como si fuese la línea de meta de un maratón.
Unos minutos después pudiste al fin expulsar la placenta, una bolsa grande y sana, de libro. Así que también la placenta recibió aplausos por su grosor y la ubicación centrada del enganche. Como ahora se lleva lo de plasmarla en un cuadro nos pidieron elegir colores e Inma no dudó en proponer el azul y el verde por ser los colores del equipo del árbol.
No solo había salido todo a pedir de boca en el parto sino que, mirando el reloj, también podría llegar al acto del pregón de las fiestas en el pueblo a las once de la noche. Dios provee. Estuvimos los tres juntos, tranquilos y satisfechos, casi dos horas en la sala pequeña y lúgubre del posparto hasta que calculé que debía salir pitando para llegar a tiempo. Me crucé en la carretera con Carmen, que me daba el relevo de tu compañía, y llamé a Emiliano para pedirle que, si no me veía en la primera fila, tocase otra pieza musical que me permitiese asistir al acto de coronación de la corte de honor desde el principio. Me encanta que los planes salgan bien, decía el coronel Hannibal Smith.
Esta primavera, el mediodía del jueves 23 de mayo, el pelotón del Giro de Italia atravesó el pueblo de Legnaro unos 10 kilómetros antes de la meta de la etapa en el Prato della Valle de Padova. Las calles estaban a rebosar de gente viendo pasar la marea arco iris, siempre llama la atención la expectación que genera un momento tan fugaz incluso aunque seas aficionado al ciclismo. También Miriam se había acercado, por curiosidad, no por devoción, con Irene y Elisa para ver volar a los ciclistas profesionales.
Pablo, que veía por televisión en directo la etapa, capturó el momento exacto y nos envió por wasap una imagen de la retransmisión en la que aparecían de espaldas Miriam, Irene y Elisa en una acera de Legnaro mientras pasaba el pelotón.
Me quedé absorto mirando la fotografía. Nos interesaban mucho más las tres espectadoras de la patata amarilla pintada por Pablo que el resultado de la carrera ciclista. En realidad, se trataba de la foto de un monitor, ni siquiera un pantallazo, y eso le confería mayor grado de abstracción a la imagen, como si no fuesen reales ni los ciclistas ni las espectadoras.
Miraba la foto consciente de que esas tres personas existían, y tenían sus afanes y sus sinsabores, y que no conocían a ningún ciclista, pero nosotros sí que las conocíamos a ellas. Y, al tiempo, la sensación de familiaridad se mezclaba con el sentimiento de lejanía: joder, necesito verlas para saber que están ahí, y entender que detrás del monitor y de la cámara de la moto están ellas, de carne y hueso. Desde ahí se irían a pasear, o a tomar un gelato por ser un día especial, o a comprar plátanos y polenta de vuelta a casa, y luego cenarían con Andrea y prepararían la mochila del cole para el día siguiente. Existe un instante random congelado en una captura de pantalla y también existe la linealidad temporal ininterrumpida de sus vidas. Lo estático en lo irrefrenable. Tan lejos y tan cerca, tan ajeno y tan familiar. Quizá no seamos capaces de -o no nos atrevamos o nos nos interese- medir las distancias cotidianas de nuestras vidas.
En verano, la mañana del sábado 20 de julio, llevé a mi madre a Zaragoza. Me ofrecí como chófer porque quería visitar a su amiga María José, gravemente enferma. Durante el viaje hablamos de muebles y precios, de la maleabilidad de la crianza, de la muerte y de las muertes, de la enfermedad, de la perspectiva de la vejez. La parada en Medinaceli fue más breve de lo habitual, llevábamos el tiempo cronometrado para llegar a comer a Zaragoza, y antes del pincho de tortilla la saludaron como clienta habitual.
Al llegar a José Pellicer, 48, el tío Javier nos anunció que ya habían vendido ese piso en el que nos encontrábamos a una joven pareja gracias a un amigo inmobiliario amigo de Ana. Desde ese momento, intenté fotografiar con la mirada cada rincón de ese piso, que había sido el de los abuelos desde hacía sesenta años, porque era consciente de que no volvería a pisarlo. El diminuto salón de incómodo sofá donde no cabíamos ni la mitad y con la ventana a la que nos asomamos cuando un vecino decidió lanzarse al vacío, el impoluto comedor con la televisión primigenia, el cuadro con la escena de caza y la bolsa de magdalenas en el estante de abajo del armario, el cuarto de baño con el water más odioso del mundo entero y el agua hirviendo de la ducha, la cocina limpia como si la acabase de repasar la abuela, la galería con horrendas vistas al patio interior, la habitación de la entrada que me trae recuerdos a ronquidos gigantes y a sudor asfixiante, el pasillo estrecho y bajo con la simpática ardillita, la habitación de los abuelos exactamente igual que toda su vida, y el olor inmutable de cada estancia.
Yo no he vivido ahí pero lo he ocupado durante días de mi infancia y eso se cincela en la memoria. Ya no iba a volver a pisar ese suelo y, en realidad, no supone un profundo drama, pero la conciencia de la oportunidad de decir adiós tampoco se debe despreciar, aunque sea por respeto al pasado y a la familia. No sé si es de gente de ciencias eso de querer delimitar bien los principios y los finales. Guardé un cuadro del lavadero romano pintado por María José para que no terminase en la basura.
Después de comer y de la siesta acerqué a mi madre a la casa de María José en el barrio de Montecanal. Juanjo me invitó a pasar para desahogarse sobre temas políticos. María José conservaba su humor y su timbre de voz maño, poco más, su cuerpo había recorrido de forma muy rápida un angosto camino hacia el abismo. Dolía la disociación del cuerpo y del espíritu. Pronto me despedí porque mi exclusiva labor era de chófer.
A la mañana siguiente, recogimos las pocas fotografías con valor sentimental del piso del barrio de San José y el recordatorio de la primera comunión de mi madre, sesenta años la tacita guardada en el mismo sitio. Debe ser muy difícil despedirse de forma tan abrupta de una amiga y de un hogar de infancia y juventud. A la vuelta, confesó a su brusca manera que Zaragoza había perdido su interés ya sin padres, sin amiga y sin casa.
Y así, Zaragoza ha dejado de ser una ciudad de referencia familiar mientras Legnaro, cuyo nombre nunca habíamos escuchado, se ha convertido en un enclave estratégico. Quizá sea porque el espacio no tiene valor respecto al tiempo y al enlace. La sensación de pertenencia se alimenta principalmente de intereses familiares o sociales o económicos, y no se puede sujetar solo en el romanticismo de las anclas del pasado. O sí.
Javier Martos, uno de los revoltosos ministriles aficionados al sacabuche y a la cerveza, me preguntó a quemarropa el día anterior, 5 de julio de 2024, mientras España luchaba contra Alemania en la Eurocopa, por los motivos por los que había apostado fuerte por un concierto de música antigua en un pueblo tan pequeño. Habría sido difícil responderle con un par de frases, pero unas horas más tarde supimos que habíamos acertado. Porque la mística no cabe en la literatura ni en los argumentarios.
Conocí a Miguel Ángel, a Israel y a Vanessa a través de Elena González Correcher y de José Benita el 6 de agosto de 2020, en una visita que hicieron a Villaescusa de Haro en plena ola estival de coronavirus. En aquel encuentro ya me sorprendió que Miguel Ángel conociese al obispo Diego Ramírez de Villaescusa y, sobre todo, sus Diálogos a la muerte del príncipe Juan. Ya nos habló entonces de un proyecto musical para rescatar la figura del obispo que rondaba como idea por su cabeza, una propuesta que ya tenía título, Baculum & Mitram, y, posiblemente, contenido no desvelado. A mí me sonaba caro y remoto, es decir, inviable. ¿Qué intenciones tenía el director del Coro Nacional de España en este pequeño lugar conquense, por mucho que tuviese raíces en Barajas de Melo y fuese este obispo villaescusero el que, hace cinco siglos, mandase construir la iglesia de su pueblo?
Pasó el tiempo y esa idea se plasmó en un atractivo dossier explicativo que estuvo mucho tiempo como pdf en el desktop de mi portátil. Ojalá algún día pudiésemos sacar adelante ese proyecto, parece buena gente, suena convincente. En realidad, no tenía fe en exceso, si bien la fe se define más como proceso que como estado.
Años después, el 11 de febrero de 2023, varios componentes de The Labyrinth Of Voices, dirigidos por el propio Miguel Ángel, se personaron por estas tierras para ensayar, bien abrigados, en la capilla de la Asunción y en la colegiata de Belmonte. En ese momento fuimos conscientes de que no debíamos retrasar más tiempo la materialización de Baculum & Mitram y, entonces, nos comprometimos, quizá un poco a ciegas, a tres bandas: Cantate Mundi, el Ayuntamiento de Villaescusa de Haro y el propio laberinto. Cada contraparte con una competencia: logística, económica y artística, respectivamente.
Como paso previo, en otoño de 2023, decidimos producir un corto documental que explicase este atípico proyecto de música renacentista que aspiraba a rescatar del olvido a un personaje de notable relevancia histórica, el obispo villaescusero Diego Ramírez, a través de la música de su época. Gracias a una subvención para producciones audiovisuales de la Diputación de Cuenca se pudo abordar este paso imprescindible para encender la chispa. Y, así, el sábado 11 de noviembre de 2023 se grabó el diálogo entre la Muerte y la reina Isabel en la sacristía de la capilla de la Asunción. Ahí quedan ya, bajo la cúpula elíptica de casetones de piedra caliza, las lágrimas de Amanda Recacha implorando a Dios por la salvación de su hijo Juan en el papel de La Católica.
Un mes después, el 12 de diciembre, me llegó por correo electrónico el enlace para descargar la gran maravilla. Digno de admiración el trabajo de EmilianoDíaz para amalgamar, en quince minutos de vídeo, la explicación del proyecto por parte de Miguel Ángel y la dramatización del Diálogo. Pensé que solo por ese vídeo el proyecto ya había merecido la pena. Lo pensé y lo ratifico: los siete minutos de cortometraje del primer diálogo a la muerte del príncipe Juan de Diego Ramírez bien compensan el trabajo realizado. Aplaudí y lloré en la habitación sabiendo que sería complicado explicar los motivos a cualquiera que pasase por ahí.
Tras varias propuestas fallidas, finalmente se programó que Baculum & Mitram se llevase a cabo la tarde del sábado 6 de julio de 2024 en la iglesia de San Pedro Apóstol. En consecuencia, se activaba una cuenta atrás en la que solo me preocupaba un asunto: la respuesta del público. No por la desafección inevitable de algunos vecinos, sino por la conciencia de saber que es harto complicado hacer entender al público potencial que este concierto de música antigua era muy diferente y muy especial.
Entre medias, en Semana Santa de 2024, Elena se empeñó en hacerme una entrevista la lluviosa mañana de Viernes Santo en la Casa Grande para promocionar el evento entre su mundillo musical. La conversación fue extensa y abordó diferentes temas pudorosos para un señor manchego. Unas semanas después se publicó en El Atril de Cantate Mundi y, la verdad, ni siquiera recordaba que me hubiese sonsacado ciertas respuestas.
Durante la primavera se aparcó la organización para atender otras obligaciones y eventos: el multitudinario Patrimonio Maridado (que permitió el estreno público del documental), la renaciente festividad de San Isidro, el octavo Duatlón Cross del Queso en Aceite, la campaña de las Elecciones Europeas, y cosas así que nos van manteniendo distraídos de lo cotidiano. La barriga crecía, la casa nueva se adecentaba, la piscina se reformaba, los chicos aprendían. Y, mientras, se acercaba el 6 de julio.
El 8 de junio, Cantate Mundi organizó un seminario de música antigua en Madrid al que acudimos Fernando y yo como representantes locales. Miguel Ángel, Israel y Javier ofrecieron un recital didáctico que nos asombró y nos acercó a la evolución de la música medieval a la renacentista. Estamos en buenas manos, pensamos. A decir verdad creímos que era un honor que Miguel Ángel tuviese este empeño personal y se dejase la piel por este proyecto. Quizá nadie sepa que ni siquiera quería cobrar un duro, porque hay empeños que no tienen precio y porque, en el fondo, los honorarios no podrían estar a la altura del trabajo.
En esas fechas, la cuestión económica había quedado relegada a un segundo plano, y no por irrelevante, sino por irremediable: ya no había vuelta atrás. Mientras los músicos, supongo, ensayaban, nosotros preparábamos el cartel, la web, la nota de prensa y la publicidad en Voces de Cuenca, las invitaciones a las autoridades y el reenvío masivo de wasaps, las publicaciones en redes sociales, los tiques y las inscripciones online, el programa anotado, el jamón (gracias, Rafael) y el cóctel (gracias, Isaac, Neme, Sofía), la casa tutelada (gracias, Pili), el órgano positivo (gracias, César), la decoración (gracias, Maite), la mesa redonda (gracias, Juanma y Julián), e incluso al propio obispo Diego Ramírez (gracias, Fernando).
Y la preocupación principal seguía siendo la misma: generar expectativa. Las autoridades iban declinando la invitación con cuentagotas, los amigos iban anteponiendo excusas, algunos ni siquiera se sintieron interpelados por el llamamiento. No me molestaba, pero me daba pena, porque no me preocupaba el número de asistentes, sino las ausencias que debían tener la oportunidad de vivir esa tarde de julio. Haz el esfuerzo, siempre merece la pena.
Y llegaron las ocho de la tarde del 6 de julio. Alrededor de doscientas personas llenaron de forma educada todos los bancos de la iglesia. Tras el saludo protocolario insistí en nuestro privilegio: este concierto está preparado para este momento, en este lugar, con estos músicos y para este público. Disfruten la experiencia.
Todo lo que pasó entonces queda en la estantería de los recuerdos sensitivos de la memoria, en el privilegiado rincón de los regalos de la vida. Hubo música, hubo mística, sentimos en la piel el conjuro que despertó el alma del humanista renacentista Diego Ramírez “el de la buena memoria”, de Adolfo que siempre quiso interpretar los Diálogos en la capilla de la Asunción, de D. Ángel que mimó el patrimonio local a contracorriente, de la reina Isabel en el desgarro maternal de la muerte que no avisa. Explicarlo es innecesario, mas inolvidable. Hubo, durante, un silencio sepulcral de respeto reverencial y, a la postre, lágrimas de emoción y aplausos sinceros. Nadie pudo arrepentirse de haber asistido, y ya no me preocupan los que se perdieron una emoción única.
Archivo, ahora, el programa impreso de 16 páginas con las notas cuidadosamente elaboradas por Miguel Ángel y adquiero conciencia de que nadie se puede bañar dos veces en el mismo río. Me pasan la grabación del concierto y, a sabiendas de que los audios no llegan a la suela de los zapatos al instante, paladeo el recuerdo de ese rato de armonía trascendente como si no quisiera que se me escapase. No siento, en realidad, necesidad de publicar nada al respecto, pero sí tengo la responsabilidad de dar fe.
Y ahora ya quedan el recuerdo, el orgullo y el sentimiento de privilegio. El recuerdo del orgullo por sentirnos faro cultural por un día en este pequeño rincón manchego y del privilegio por ser foco de un meticuloso proyecto musical en homenaje al villaescusero más ilustre de la historia. Supongo que ya he respondido la pregunta de Javier Martos.
Ya no hay brillo fugaz ni reflejo perfecto. No queda nada cuando miro alrededor. Así que manda una señal para que sirva como luz. [Algo que sirva como luz, Supersubmarina]
La escena debía provenir de una grabación descartada de Los Soprano. Alberto, con su perfil similar al de Toni Soprano, en chanclas y acompañado de su mujer, miraba ensimismado a la oca relucientemente blanca que revoloteaba por el corral de Rafael en las primeras horas de luz de mayo. Había perdido esa semana a su madre. La Chon ahora reposa eternamente a exactamente 60 metros de la cama de su hijo, jamás más cerca desde que el gran boxeador voló del nido.
La casa de Alberto está enfrente del cementerio y a él, hasta ahora, le llamaba la atención que hubiese gente que de forma ritual subía todos los días a visitar la sepultura de algún familiar. De su hijo, de su esposo, de su madre. Desde fuera todo se percibe inútil, pero en cualquier pueblo hay personas que no fallan a su cita diaria en el cementerio, incluso si el caminar se les hace un mundo por la vejez y la fatiga del regreso les pesa cada día más, una misión épica diaria, la famosa pasión cotidiana. Ya sin orgullo que disimular, Alberto reconoce que él ahora también siente la necesidad de acercarse a diario a su madre, de querer creer que no todo ha terminado.
Le doy ánimos y le digo, sin conocimiento de causa, que eso es bueno para hacer el duelo, para sobrellevar el dolor. Mientras, él se pregunta en voz alta para qué sirve vivir, qué sentido tiene si al final todo queda en el aire y olvidado, porque su madre siempre estuvo afanada en pequeños detalles cotidianos, como pintar su coqueta casita del barrio y ahora, sin embargo, a nadie le preocupa que esa casa luzca bien blanqueada. Creo entender su certera reflexión, desvelos como ese la mantenían en vilo y ahora Alberto se siente el heredero de las inquietudes de su madre y entiende que no puede heredarlas, de ahí que sospeche que todo se evapora con el tiempo.
Me he acordado de En busca de consuelo, ensayo reciente de Michael Ignatieff que bucea en las manifestaciones de esperanza que han recorrido grandes intelectuales de la historia y cómo el consuelo ha ido mutando desde la necesidad de Dios hasta contemplar cómo única esperanza una sociedad justa o una generosidad reconfortante. Este imprescindible ensayo no permite aclarar dónde debe cada uno acudir al encuentro de su consuelo, pero al menos ofrece un abanico de posibilidades ya exploradas por otros. No se lo he recomendado a Alberto porque, entre otras cosas, entiendo que él está abriendo su camino propio.
Mientras tanto, me absorbe la narración del gravísimo accidente de tráfico que sufrieron los componentes de la banda de indie popSupersubmarina en 2016. Fernando Navarro lo ha dejado plasmado en Algo que sirva como luz y, desde el título, ya anticipa la necesidad de una señal de esperanza. Cuando todo se vuelve oscuridad, la misión primordial consiste en buscar las agarraderas, incluso si se te ha quedado la pierna como un guernica o debes arrastrar toda tu vida secuelas neurológicas del golpe. La vida es la esperanza por venir y la comprensión de lo inevitable.
Sospecho que es más fácil buscar a Dios en Burgos en febrero que en Córdoba en julio, en Madrid en diciembreo en Tarragona en agosto. El día anterior al viaje a tierras burgalesas, miércoles de ceniza, cenamos sardinas asadas sin necesidad de entierro y suplicamos que oh coma dios coma crea en mí un corazón puro. Y tanta coma nos dio hambre de lechazo, de arte y de pureza.
Podría parecer un chiste donde van un cura, un empresario, una embarazada y un alcalde, pero no, era una road movie rural y mística, un viaje de historia y melancolía acordado, como siempre, a la hora del vino del domingo de unas semanas atrás. Hay gente, por cierto, que no tiene «hora del vino del domingo» y es capaz de sobrevivir sin buscar un sentido a la vida y levantarse los lunes creyendo que la trascendencia consiste en ir temprano a trabajar, comer caliente todos los días y que no se rompa nada a su alrededor.
La verdad es que, en esta ocasión, la misión era sencilla: una excursión de jueves a sábado en semana anodina para pasar de puntillas por las obligaciones laborales y familiares. No se llamaba huida sino preferencia.
Burgos. Burgos es la elegancia castellana que acaricia la sobriedad y soberbia vascas en la ribera del Arlanzón. Es la tirante encrucijada entre el ribera de Aranda de Duero y el rioja de Haro. Es una catedral que acongoja y un frío que estanca. Burgos me parece, por simplificar, una Zaragoza pequeña y manejable. Si la conociese más quizá diría que es el arquetipo de ciudad: con su catedral, su río, su angosto barrio antiguo, sus periféricos barrios obreros, su moderada amplitud, su foco de atracción de la población rural de la provincia. Creo que podría acostumbrarme a vivir en Burgos.
La Catedral de Burgos. No cabe en una enciclopedia entera la catedral de Santa María, su arte y su historia. Acongoja su grandiosidad y su perfección, no puedo imaginar qué sentiría un campesino que llegase a Burgos desde su aldea al contemplar esta joya. Podría estar horas contemplando el cimborrio renacentista, que es precisamente la condena eterna de los restos (sic) de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, y doña Jimena, sepultados bajo la cúpula de la catedral, mirando al cielo y pensando oh coma Dios coma protege el cimborrio que si se cae nos mata. Ochocientos años de historia que permiten vislumbrar la evolución del catolicismo hispánico y del arte que alcanza esplendor en el gótico.
Monasterio de Santa María la Real de las Huelgas. Un monumento declarado Patrimonio Nacional que mandó erigir como monasterio cisterciense femenino en 1187 el matrimonio formado por Alfonso VIII y Leonor de Plantagenet, cuyos restos descansan en sepulcros en lugar preferente de la nave central. Le tenemos querencia a don Alfonso porque dicen que fue bueno, conquistó Cuenca y fundó nuestro Señorío de Haro a través de su alférez mayor. Sospecho que lo construyeron como panteón de reyes (y así fue durante siglos hasta que sufrieron masiva profanación por los franceses), como palacio de descanso y asueto (por su ubicación y arquitectura) y como futuro noble a sus hijas, las infantas Misol y Constanza, desde su posición de poderosas abadesas del monasterio. Está tan pulcramente cuidado que parece una maqueta e, incluso, la guía dicta sus explicaciones con tal sosiego que pareciese rezar sin perturbar el descanso de reyes yacentes y monjas orantes. Acongoja, en el museo, el Pendón de las Navas, considerado simbólico trofeo de guerra de Alfonso VIII tras su victoria en la batalla de las Navas de Tolosa. Y acongoja de igual manera el ajuar de Fernando de la Cerda, hijo primogénito de Alfonso X el Sabio, la única tumba que se salvó de la profanación francesa para ser hoy desflorada con destino museístico.
Cartuja Santa María de Miraflores. En una loma conocida como Miraflores, a pocos kilómetros de Burgos, se ubica este solitario monasterio cartujo mandado construir por Juan II de Castilla en 1441 sobre un pabellón de caza, aunque es obra posterior casi exclusiva de la reina Isabel la Católica. Se atribuyen la arquitectura y escultura del edificio a Juan de Colonia y a su hijo Simón de Colonia, como en nuestra capilla villaescusera. Destaca en el presbiterio de la iglesia, tallado en alabastro por Gil de Siloé, el magnífico sepulcro gótico de Juan II e Isabel de Portugal, padres de Isabel la Católica. Pero, sobre todo, sobresale el soberbio retablo gótico del altar mayor, tallado por Gil de Siloé y policromado y dorado por Diego de la Cruz entre 1496 y 1499; no sé si atreverme a confesar, a las claras, que se trata del retablo más embriagador que he visto, una joya inolvidable. Y tras los muros, los cartujos, monjes de vida contemplativa que viven en oración, soledad y silencio desde sus celdas o ermitas independientes. Presumen de que siempre, desde su fundación, han vivido monjes cartujos en este monasterio.
Monasterio de San Pedro de Cardeña. Unos pocos kilómetros más al sur nos acercamos a este monasterio trapense alejado del mundanal rüido en el que nos recibe un monje que quiere ser simpático y que presume de haber albergado durante siglos las sepulturas del Cid y doña Jimena hasta la profanación francesa. Quizá si no fuese viernes de cuaresma este trapense se hubiese venido a tomar unos vinos a Covarrubias incluso por encima de la «estricta observancia». Esta abadía ha sido protagonista herida del paso de la historia: doscientos monjes fueron martirizados durante la ocupación musulmana, los franceses profanaron sus tumbas y robaron sus tesoros, Mendizábal clausuró el culto, Franco lo utilizó como campo de concentración en la guerra civil y sufrió un violento incendio en la posguerra. Desde hace ochenta años lo ocupan un puñado de trapenses que imploran vocaciones y sufren incomodidades mundanas.
Monasterio de Santo Domingo de Silos. El monasterio benedictino de Santo Domingo de Silos parece un enclave de contradicciones: conjuga la celebridad de su canto público con el retiro callado de sus monjes y el arte de su claustro románico con la sobriedad casi brutalista de su iglesia renovada como áspera naranja. A pesar de ocupar un vasto terreno casi invade una carretera, conserva siglos de historia tras sus muros pero destacan sus restauraciones y adecuaciones recientes, lo habitan unas decenas de monjes pero lo visitan a miles, siembran coliflor donde entierran a sus hermanos y rezan junto a feligresas a las que miran de reojo por si se enamoran. La retina suele grabar las escenas más pintorescas: el monje nonagenario que se arrastra entre la sillería, el joven que presume de biblioteca, el risueño que hace de recepcionista de la hospedería, la pareja parlanchina que viste mono de hortelano en vez de hábito. Prefieren a Heidegger y el vino bueno sobre La Taberna de Silos, y sospecho que están cansados de aparecer a cantar y orar en público a todas horas del día. El mundo conspira contra ellos pero tienen sus armas.
Tras cuatro monasterios en un viernes de cuaresma queda siempre la duda. La fe y la esperanza que tienen en la duda su cimiento más sólido. En cada rincón rezan por vocaciones sin medias tintas y lamentan el invierno demográfico monacal. Como si la despoblación fuese inevitable e infinita, con ese pesimismo de mundo rural decadente. Pero también, al tiempo, como minoría creativa, como alternativa al ruido y a la hipocresía y a la modernidad líquida y al posmodernismo irreal y al postureo plástico. Inevitable recordar a Ratzinger: la iglesia será más pequeña, casi catacumba, pero más santa. Y cuanto más al filo de la civilización, más alumbrará en la oscuridad.
Nos volvimos con los huesos empapados de soledad y vocación, y para calentar el cuerpo nada mejor que un tinto de las orillas del Duero o el Arlanza y un lechazo en Lerma, previo paseo por el desfiladero de la Yecla. Porque, oh, Dios, no solo de arte y fe vive el hombre.