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De tanto jugar con los sentimientos
viviendo de aplausos envueltos en sueños
de tanto gritar mis canciones al viento
ya no soy como ayer
ya no sé lo que siento.
[Me olvidé de vivir, Julio Iglesias]
¿Iluso? Quizás. Queda bien pregonar delante de todos los vecinos que «el pueblo no es un resort vacacional, sino la vasija de la esencia decantada del tiempo» y que «el pueblo no es una estaca tradicionalista anclada en el pasado, sino un asidero de referencia para entender todo lo demás», pero luego se va apagando la luz de agosto y, al tiempo, se van deshojando las viviendas en cada calle. Resulta tan drástica la huida que menos mal que el drama se contempla escalonado, un desangrarse gradual e inexorable.
¿El pueblo como resort? La gente va de vacaciones a la playa, a la montaña, al extranjero, pero al final termina inevitablemente en el pueblo, sobre todo durante las fiestas. ¿Por qué? Supongo que el pueblo en fiestas permite disfrutar de un oasis de vida y libertad y airear el íntimo sentimiento de pertenencia a un rincón palpable del mundo. Que la gente lo necesita para entenderse, para tejer lazos con amistades y familiares poco coincidentes, para aferrarse a la devoción a un patrón o patria. Se va al pueblo por lo contrario que se va a un resort: a cansarse de fiesta, de deporte, de familia y de ruido en un nido bien conocido.
Para las personas mayores el pueblo es la infancia, que es decir que su pueblo es su patria. Emigraron a trabajar a Madrid y a Valencia y a Barcelona pero vivieron su niñez en el pueblo, y en su interior empuja con fuerza ese ímpetu de propiedad privada: tranquilo, Matías, nadie te va a robar la infancia, incluso aunque fuese precaria y pobre y ahora te parezca romántico recordar lo de ir a la fuente a por agua y los velatorios en la casa del vecino.
Para los jóvenes el pueblo es la fiesta, que es decir que su pueblo es su libertad. Sus recuerdos son veraniegos, de una utopía fresca, de amores de verano, amigas para siempre y días infinitos (porque, mi coronel, en los pueblos no existe muro entre la noche y el día). Rezo para que, cuando crezcan, ofrezcan a sus propios hijos el mismo privilegio de los veranos del pueblo: los estíos de todos los fluidos, de sudor, de sangre, de sexo, de alcohol, de saliva, de piscinas y de lágrimas. Solo en el pueblo puedes tener el privilegio de que un amor platónico te ofrezca un chaiselong de una hectárea para la eternidad.
No nos sentimos atrezo de un resort, simplemente insistimos en reivindicar una vida rural alejada del ruïdo, del prejuicio, del complejo de inferioridad, estemos los que estemos. No jugamos a la hipocresía, y menos a la idealización del pueblo, sino que tratamos de defender nuestros derechos, nuestros servicios públicos, nuestro bienestar y nuestra tradición. Sin victimismo, con ánimo de igualdad y de respeto. Poco más que ir todos los días en bici al cole, contemplar a nuestro patrón en el ocaso del sábado, no hacer cola para pedir un café, desentenderse de las citas previas, el huevo de las gallinas y la paz de la noche muda.
Dice Rafael Narbona que Villaescusa de Haro está hecha a la medida del ser humano. No sé qué significa eso, cada «ser humano» mide diferente e, incluso, ve la regla con diferentes ojos. Vino como pregonero y se fue como torero, con las dos orejas (se puede leer su pregón aquí). Rafael Narbona nos ha querido interpretar con una mirada fresca y una inocencia autoimpuesta, y así lo ha reflejado en el cuento «En un lugar de La Mancha». Sospecho que Narbona ha sentido el olor a tribu, una tribu antagónica al férreo individualismo contemporáneo.
Porque, en general, ya no somos tribu, aunque suene a perogrullada decirlo. La globalización líquida, el egoísmo individualista, las nuevas tecnologías alienantes, el aislamiento social y mil factores más nos han conducido al abandono e incluso desprecio del concepto de tribu. Los rescoldos del concepto sobreviven en el mundo rural y se manifiestan a ojos de lupas finas, como la de Narbona. Y donde algunos ven anquilosamiento y tradicionalismo, otros perciben un latido humano, una serie de eslabones ligados entre sí, un rayo de sentido a la vida comunitaria.
Saint-Exupery insistió en que solo una filosofía del arraigo que vincula al hombre a su familia, a su oficio y a su patria lo protege contra la intemperie. La alternativa consiste en convertirnos en ciudadanos desvinculados, solitarios, desprovistos de referentes históricos. Carne de ingeniería social, en definitiva, el caldo de cultivo ideal para alimentar odios y enfrentamientos que demagogos carroñeros aprovechan para manipular al hombre en su infinita soledad, según Juan Manuel de Prada.
Y en esa lucha por la tradición y el arraigo juegan un papel fundamental los pueblos, que no dejan de ser el alma de España como dijo el canadiense Gary Bedell.